Retrocedió, levantó la antorcha y echó la cabeza hacia atrás. Durante un momento no vio más que los arcos de ladrillo ennegrecido, tiznados por el fuego de los dragones. Le llamó la atención un poco de ceniza que caía, señal de movimiento. Algo pálido, semioculto, se rebullía.
«Ha excavado una cueva; se ha hecho una madriguera en los ladrillos —comprendió el príncipe. Los cimientos de la Gran Pirámide de Meereen eran suficientemente sólidos y gruesos para soportar el peso del enorme edificio; incluso las paredes interiores tenían una anchura tres veces mayor que el muro de ningún castillo, pero Viserion había excavado un agujero bastante grande para dormir en él, valiéndose del fuego y las garras—. Y yo acabo de despertarlo.»
Vislumbró algo que parecía una gigantesca serpiente blanca que se desenroscaba en el interior de la pared, en la parte que se curvaba hacia el techo. Se desprendió más ceniza, y unos fragmentos de ladrillo se desmoronaron. La serpiente se convirtió en un cuello y una cola, y después apareció la alargada cabeza cornuda, con unos ojos que brillaban en la oscuridad como brasas doradas. Oyó el batir de las alas al desplegarse.
Todos los planes de Quentyn se habían esfumado de su cabeza; oyó a Daggo Matamuertos gritar a los mercenarios.
«Las cadenas. Ha mandado traer las cadenas», pensó el príncipe dorniense. El plan era alimentar a las bestias y encadenarlas cuando se quedaran adormecidas, tal como había hecho la reina. A un dragón o, mejor, a los dos.
—Más carne —pidió Quentyn.
«Cuando hayan comido se volverán lentos.» Lo había visto en Dorne; funcionaba con las serpientes. Pero allí, con aquellos monstruos…
—Traed… traed…
Viserion se lanzó desde el techo, con las alas de cuero claro desplegadas. La cadena rota que le colgaba del cuello se mecía frenéticamente; las llamas iluminaron la fosa, oro pálido con vetas rojas y naranja, y el aire viciado estalló en una nube de azufre y ceniza caliente mientras las alas batían una y otra vez.
Una mano sujetó a Quentyn por el hombro; la antorcha se le escapó y rebotó contra el suelo antes de caer a la fosa, todavía encendida. Se encontró frente a frente con un mono de bronce.
«Gerris.»
—Quent, esto no va a salir bien. Son demasiado indómitos, están…
El dragón se interpuso entre los dornienses y la puerta con un rugido que habría puesto en fuga a un centenar de leones. Movió la cabeza de lado a lado mientras inspeccionaba a los intrusos. Pasó la mirada por los dornienses, los hijos del viento y Daggo, y por último la clavó en Meris la Bella y se puso a olfatear.
«Sabe que es una mujer —comprendió Quentyn—. Está buscando a Daenerys, quiere a su madre y no entiende por qué no ha venido.»
—Viserion —gritó, al tiempo que se liberaba del apretón de Gerris. «El blanco es Viserion.» Durante un instante tuvo miedo de haberse equivocado—. Viserion —llamó otra vez, buscando a tientas el látigo que le colgaba del cinto.
«Ella intimidó al negro con el látigo; yo tengo que hacer lo mismo.»
El dragón conocía su nombre; volvió la cabeza y detuvo la mirada en el príncipe dorniense durante el tiempo que tardó su corazón en latir tres veces; tras los cuchillos negros y relucientes que tenía por dientes ardían incendios blanquecinos; sus ojos eran lagos de oro fundido, y echaba humo por la nariz.
—Abajo —ordenó Quentyn. Entonces tosió, y volvió a toser.
El aire estaba cargado de humo, y el hedor del azufre era asfixiante. Viserion perdió el interés por él, se volvió hacia los hijos del viento y se dirigió a la puerta; quizá había captado el olor de los guardias muertos o la carne del carro; o quizá tan solo había visto que tenía el camino despejado.
Quentyn oyó los gritos de los mercenarios: Daggo pedía las cadenas, y Meris la Bella vociferaba, diciéndole a alguien que se apartase. En el suelo, el dragón se movía con torpeza, como un hombre que anduviese a gatas, pero más deprisa de lo que había supuesto el príncipe dorniense. Como los hijos del viento no acababan de apartarse de su camino, Viserion profirió otro rugido. Quentyn oyó el traqueteo de las cadenas y la fuerte vibración de una ballesta.
—¡No! —gritó—. No, no, ¡no! —Pero era demasiado tarde. Solo había tenido tiempo de pensar «¿Será imbécil?» cuando la saeta rebotó en el cuello de Viserion para desaparecer en la penumbra, dejando una estela de fuego a su paso: sangre de dragón, de resplandor rojo y dorado.
El ballestero buscaba a tientas otra saeta cuando los dientes del dragón se le cerraron en torno al cuello. Llevaba una máscara de bestia de bronce con las temibles facciones de un tigre. Cuando soltó el arma para tratar de separar las fauces de Viserion, la boca del tigre escupió un chorro de fuego. Se oyó un ligero estallido cuando reventaron los ojos del hombre, y el bronce empezó a gotear. El dragón arrancó un trozo de carne, casi todo el cuello del mercenario, y lo engulló mientras se desplomaba el cuerpo en llamas.
Los demás hijos del viento estaban retrocediendo; ni siquiera Meris la Bella tenía estómago para aquello. La cabeza cornuda de Viserion iba de ellos a su presa, pero al cabo de un momento se olvidó de los mercenarios y dobló el cuello para arrancar otro bocado de carne del muerto, esta vez la pantorrilla.
—¡Viserion! —exclamó Quentyn, más alto que antes, y desenrolló el látigo. Podía hacerlo, iba a hacerlo, su padre lo había enviado a los confines de la tierra para aquello; no le fallaría—. ¡VISERION! —Hizo restallar el látigo con un chasquido que resonó en las paredes ahumadas.
El dragón levantó la pálida cabeza y entrecerró los grandes ojos dorados. De la nariz le salían volutas de humo que se elevaban formando espirales.
—¡Abajo! —ordenó el príncipe. «No debe olerme el miedo»—. Abajo, abajo, ¡abajo! —Blandió el látigo y fustigó la cara del dragón. Viserion siseó.
Entonces, una ráfaga ardiente lo golpeó, y oyó unas alas de cuero; el aire se llenó de ceniza y carbonilla, y un rugido monstruoso resonó contra los ladrillos tiznados y abrasados. Sus amigos gritaban frenéticos.
—Detrás de ti, detrás de ti, ¡detrás de ti! —aulló el grandullón, mientras Gerris gritaba su nombre una y otra vez.
Quentyn se volvió y se cubrió la cara con el brazo para protegerse los ojos del viento tórrido.
«Rhaegal —se recordó—, el verde es Rhaegal.»
Cuando levantó el látigo vio que estaba ardiendo. También tenía la mano en llamas. Todo él, todo él se quemaba.
«Oh», pensó. Entonces se echó a gritar.
—Pues que se mueran —dijo la reina Selyse. Jon no esperaba otra respuesta.
«A la hora de decepcionar, esta reina no falla.» Pero eso no amortiguaba el golpe.
—Alteza —insistió—, en Casa Austera hay miles de personas que no tienen comida. Hay muchas mujeres…
—… y niños, ya. Una pena. —La reina atrajo a su hija hacia sí y la besó en la mejilla. «La que no está afectada por la psoriagrís», observó Jon—. Lamentamos la suerte de los pequeños, claro que sí, pero debemos ser sensatos. No tenemos con qué alimentarlos, y son demasiado pequeños para ayudar a mi esposo, el rey, en sus guerras. Más vale que renazcan en la luz.
Solo era una forma un poco más comedida de decir: «Pues que se mueran».
La estancia estaba abarrotada. La princesa Shireen estaba al lado de su madre, con Caramanchada cruzado de piernas en el suelo. Tras la reina se encontraba ser Axell Florent. Melisandre de Asshai estaba más cerca del fuego, y el rubí que llevaba al cuello latía al ritmo de su respiración. La mujer roja también tenía su escolta: el escudero Devan Seaworth y dos guardias que el rey había dejado a su cargo.
Los protectores de la reina Selyse se habían situado a lo largo de las paredes de la habitación, una hilera de caballeros deslumbrantes: ser Malegom, ser Benethon, ser Narbert, ser Patrek, ser Dorden y ser Brus. Con el Castillo Negro atestado de salvajes sedientos de sangre, Selyse no se separaba de sus escudos juramentados de día ni de noche. Al enterarse, Tormund Matagigantes había estallado en carcajadas.
—Tiene miedo de que la violen, ¿eh? Espero que no le hayas dicho lo grande que la tengo, Jon Nieve, eso asustaría a cualquier mujer. Siempre he querido una con bigote. —Pasó largo rato riendo.
«Seguro que ahora no se reiría tanto.» Jon ya había perdido bastante tiempo.
—Siento haber molestado a vuestra alteza. La Guardia de la Noche se encargará de este asunto.
—Seguís teniendo la intención de ir a Casa Austera —resopló la reina—. Lo veo en vuestra expresión. He dicho que los dejéis morir, pero no cejáis en esta locura. No lo neguéis.
—Debo hacer lo que me parezca apropiado. Con todos mis respetos, alteza, el Muro está en mis manos, y esta decisión, también.
—Es cierto —reconoció Selyse—, y ya rendiréis cuentas cuando vuelva el rey. Por esta y por otras decisiones que habéis tomado, me temo. Pero ya veo que sois inmune al sentido común. Haced lo que queráis.
—Lord Nieve, ¿quién estará al mando de la expedición? —preguntó ser Malegom.
—¿Os estáis ofreciendo?
—¿Tengo cara de idiota?
Caramanchada se levantó de un salto.
—¡Yo estaré al mando! —Sus cascabeles resonaron alegremente—. Nos adentraremos en el mar y luego saldremos. Bajo las olas montaremos en caballitos de mar, y las sirenas soplarán caracolas para anunciar nuestra llegada, je, je, je.
Todos rieron, e incluso la reina Selyse se permitió esbozar una escueta sonrisa. A Jon no le hizo tanta gracia.
—Nunca pediría a mis hombres que hagan nada a lo que yo no esté dispuesto. Encabezaré la expedición.
—Sois muy valiente —dijo la reina—. Está bien, lo aprobamos. Algún día, un bardo compondrá una canción conmovedora sobre vos, y tendremos un lord comandante más prudente. —Tomó un trago de vino—. Hablemos de otros asuntos. Axell, trae al rey de los salvajes, por favor.
—Ahora mismo, alteza.
Ser Axell salió por una puerta y al rato volvió con Gerrick Sangrerreal.
—Gerrick de la casa Barbarroja —anunció—. Rey de los salvajes.
Gerrick Sangrerreal era un hombre alto, de piernas largas y hombros anchos. Al parecer, la reina lo había vestido con ropa vieja del rey. Limpio y arreglado, ataviado con terciopelo verde y una capa corta de armiño, con el largo pelo rojo recién lavado y la barba de aspecto fiero recortada y cuidada, el salvaje tenía todo el aspecto de un caballero sureño.
«Si entrase en la sala del trono en Desembarco del Rey, nadie lo miraría dos veces», pensó Jon.
—Gerrick es el auténtico y legítimo rey de los salvajes —dijo la reina—, ya que desciende del gran rey Raymun Barbarroja por línea paterna, mientras que el usurpador Mance Rayder era hijo de una mujer normal y uno de vuestros hermanos negros.
«No —podría haber dicho Jon—, Gerrick desciende de un hermano pequeño de Raymun Barbarroja. —Para el pueblo libre, aquello tenía tanto peso como ser descendiente del caballo de Raymun Barbarroja—. No saben nada, Ygritte. Y lo que es peor, no aprenderán nunca.»
—Gerrick ha accedido graciosamente a conceder la mano de su hija mayor a mi querido Axell, para que el Señor de Luz los una en sagrado matrimonio —continuó la reina Selyse—. Sus otras hijas se casarán a la vez: la mediana con ser Brus Buckler, y la pequeña, con ser Malegom de Lagorrojo.
—Caballeros —Jon inclinó la cabeza ante los mencionados—. Os deseo felicidad con vuestras futuras esposas.
—En el fondo del mar, los hombres se casan con peces. —Caramanchada hizo un pequeño paso de baile que arrancó un tintineo a sus cascabeles—. Se casan, se casan, se casan.
La reina Selyse volvió a fruncir la nariz.
—Ya que vamos a celebrar tres matrimonios, tanto da que sean cuatro. Ya va siendo hora de que esa mujer, Val, siente la cabeza. He decidido que contraiga matrimonio con mi buen y leal caballero ser Patrek de la Montaña del Rey.
—¿Val lo sabe, alteza? —preguntó Jon—. Según las costumbres del pueblo libre, cuando un hombre desea a una mujer la rapta para demostrar su fuerza, su ingenio y su valor. Si la familia de la mujer lo atrapa, el pretendiente se arriesga a llevarse una paliza, y a algo peor si ella lo encuentra indigno.
—Es una tradición salvaje —apuntó Axell Florent.
—Ningún hombre ha puesto en duda mi valor, y no será una mujer quien lo haga —dijo ser Patrek con una risita.
—Lord Nieve, ya que lady Val es ajena a nuestras costumbres, haced el favor de traérmela para que la instruya en los deberes de una dama noble para con su esposo. —La reina Selyse apretó los labios.
«Eso va a salir de maravilla, seguro.» Jon se preguntó si la reina estaría igual de impaciente por ver a Val casada con uno de sus caballeros si supiera lo que opinaba de la princesa Shireen.
—Como deseéis —dijo—. Aunque, si puedo hablar con franqueza…
—No, mejor no. Podéis retiraros.
Jon hincó la rodilla, inclinó la cabeza y se retiró. Bajó los escalones de dos en dos, saludando a los guardias de la reina a su paso. Su alteza había apostado hombres en todos los pisos para que la guardaran de los salvajes asesinos. Se volvió a medio camino cuando oyó una voz que lo llamaba desde arriba.
—¡Jon Nieve!
—Lady Melisandre…
—Tenemos que hablar.
—¿Sí? —«No»—. Tengo cosas que hacer, mi señora.
—De eso quiero hablar. —Empezó a bajar hacia él, y el dobladillo de su vestido escarlata provocó un susurro al rozar los escalones. Casi parecía flotar—. ¿Dónde está vuestro huargo?
—En mis habitaciones, durmiendo. Su alteza no tolera a Fantasma en su presencia. Dice que asusta a la princesa. Y mientras estén por aquí Borroq y su jabalí, no me atrevo a soltarlo. —Se suponía que el cambiapieles acompañaría a Soren Rompescudos a Puertapiedra cuando regresaran los carros que habían llevado al clan del Desollafocas a Guardiaverde. Hasta entonces, Borroq se había asentado en una vieja cripta, junto al cementerio del castillo. Parecía más cómodo en compañía de los muertos que de los vivos, y su jabalí era feliz hurgando entre las sepulturas, lejos de cualquier otro animal—. Ese bicho tiene el tamaño de un toro y unos colmillos largos como espadas. Fantasma lo atacaría si anduviera suelto, y uno de los dos no sobreviviría al encuentro.
—Borroq es el menor de tus problemas. Esa expedición…
—Una palabra vuestra habría convencido a la reina.
—Selyse tiene razón, lord Nieve. Que se mueran. No podéis salvarlos. Habéis perdido los barcos…