—¿Y si no? Hizdahr no debe escapar.
—No escapará. —Selmy no temía a Khrazz, y mucho menos a Piel de Acero; no eran más que luchadores de las arenas de combate. Como guardianes, los antiguos esclavos de la temible colección de los reñideros de Hizdahr resultaban mediocres en el mejor de los casos. Eran veloces, fuertes y fieros, y poseían cierta habilidad con las armas, pero los juegos sangrientos no los preparaban para defender a un rey. En los reñideros, sus adversarios entraban anunciados por cuernos y trompetas y, tras la batalla, los vencedores podían vendarse las heridas y tomar la leche de amapola para aliviar el dolor; sabían que la amenaza ya había pasado, y que eran libres para beber y hartarse de banquetes y putas hasta el siguiente combate. Sin embargo, para un caballero de la Guardia Real, la batalla no conocía fin; las amenazas llegaban de todas partes y de ninguna, en cualquier momento del día o de la noche, y no había trompetas que anunciasen al enemigo: vasallos, criados, amigos, hermanos, hijos y hasta esposas podían ocultar un cuchillo bajo la capa y el asesinato en el corazón. Por cada hora de lucha, un caballero de la Guardia Real pasaba otras diez mil vigilando, a la espera, oculto y silencioso entre las sombras. Los combatientes del rey Hizdahr empezaban a aburrirse e impacientarse con sus nuevas obligaciones, y los hombres aburridos eran descuidados, de reacciones lentas.
—Yo me ocuparé de Khrazz —aseguró ser Barristan—. Procurad tan solo que no tenga que enfrentarme además a ninguna bestia de bronce.
—No temáis. Marghaz estará cargado de cadenas antes de que pueda causar problemas. Las Bestias de Bronce son mías, ya os lo dije.
—¿De verdad tenéis hombres entre los yunkios?
—Espías y soplones. Reznak tiene más.
«Reznak no es de fiar. Su olor es demasiado agradable, y su presencia, demasiado repugnante.»
—Alguien tiene que liberar a los rehenes. Si no conseguimos recuperarlos, los yunkios los usarán contra nosotros.
—Qué fácil es hablar de rescates. —Skahaz resopló por la nariz de la máscara—. Lo difícil es llevarlos a cabo. Si los esclavistas quieren amenazar, que amenacen.
—¿Y si no se limitan a eso?
—¿Tanto los echaríais de menos, viejo? Son un esclavo, un salvaje y un mercenario.
«Héroe, Jhogo y Daario »
—Jhogo es jinete de sangre de la reina, sangre de su sangre; atravesaron juntos el desierto rojo. Héroe es el segundo al mando después de Gusano Gris. Y Daario… «Ella ama a Daario.» —Lo había visto en sus ojos cuando lo miraba; lo había oído en su voz cuando hablaba de él—. Daario es vanidoso e imprudente, pero su alteza lo aprecia. Debemos rescatarlo antes de que sus Cuervos de Tormenta decidan encargarse. No es imposible; cierta vez rescaté al padre de la reina, sano y salvo, del Valle Oscuro, donde estaba cautivo de un señor rebelde, pero…
—No podéis pasar desapercibido entre los yunkios. A estas alturas, todos conocen vuestro rostro.
«Podría ocultarlo, igual que tú», pensó Selmy, aunque sabía que el Cabeza Afeitada tenía razón. Hacía una eternidad de lo del Valle Oscuro; ya estaba mayor para semejantes heroicidades.
—Entonces debemos hallar otra manera; otro rescatador; alguien que no les resulte conocido, que pase inadvertido en el campamento yunkio…
—Daario os llama «ser Abuelo» —le recordó Skahaz—. Mejor no digo cómo me llama a mí. Si vos y yo fuésemos los rehenes, ¿arriesgaría el pellejo por nosotros?
«No lo creo.»
—Tal vez.
—Tal vez nos mease encima si estuviéramos quemándonos, pero no esperéis más ayuda de él. Que los Cuervos de Tormenta nombren otro capitán que sepa cuál es su lugar. Si la reina no regresa, habrá un mercenario menos en el mundo. ¿Quién lo lamentará?
—¿Y cuando regrese?
—Llorará, se mesará los cabellos y maldecirá a los yunkios, no a nosotros. No tendremos las manos manchadas de sangre. Podréis consolarla contándole alguna anécdota de tiempos pasados, de esas que le gustan. Pobre Daario, su valiente capitán. Nunca lo olvidará, no… Sin embargo, si muere, mejor para todos, ¿verdad? Incluso para Daenerys.
«Mejor para Daenerys y para Poniente. —La que amaba al capitán era la muchacha que llevaba dentro Daenerys Targaryen, no la reina. El príncipe Rhaegar amó a lady Lyanna y miles de personas murieron por ello; Daemon Fuegoscuro amó a la primera Daenerys y se alzó en rebelión cuando se la negaron; Aceroamargo y Cuervo de Sangre amaron a Shiera Estrellademar, y los Siete Reinos sangraron; el Príncipe de las Libélulas amaba tanto a Jenny de Piedrasviejas que renunció a la corona, y Poniente pagó la dote de la novia en cadáveres. Los tres hijos del quinto Aegon se habían casado por amor, contraviniendo los deseos de su padre, y puesto que el extravagante monarca también había seguido el dictado de su corazón para elegir reina, les permitió dar rienda suelta a sus caprichos, y los que podrían haber sido amigos leales se convirtieron en enemigos acérrimos. Siguieron traiciones y tumultos, igual que la noche sigue al día, y todo culminó en Refugio Estival con hechicería, fuego y dolor—. Su amor por Daario es veneno; un veneno más lento que el de las langostas, pero al cabo, igual de mortífero.»
—También están Jhogo y Héroe —repuso ser Barristan—, ambos muy valiosos para su alteza.
—Nosotros también tenemos rehenes —le recordó Skahaz el Cabeza Afeitada—. Si los esclavistas matan a uno de los nuestros, mataremos a uno de los suyos.
De entrada, ser Barristan no entendió a quién se refería, hasta que lo comprendió de repente.
—¿Los coperos de la reina?
—Los rehenes —corrigió Skahaz mo Kandaq—. Grazhar y Qezza son de la sangre de la gracia verde. Mezzara es una Merreq; Kezmya, una Pahl; Azzak, una Ghazeen. Bhakaz es un Loraq, pariente del mismísimo Hizdahr. Todos son hijos de las pirámides, retoños de los grandes amos: Zhak, Quazzar, Uhlez, Hazkar, Dhazak, Yherizan.
—Chicas inocentes y muchachos de mirada cándida. —Ser Barristan había llegado a conocerlos a todos desde que entraran al servicio de la reina: Grazhar, con sus sueños de gloria; la tímida Mezzara; el perezoso Miklaz; la bonita y presumida Kezmya; Qezza, con sus ojos tiernos y su voz de ángel; Dhazzar, que gustaba de bailar, y los demás—. Son niños.
—Son hijos de la Arpía; la sangre se paga con sangre.
—Lo mismo dijo el yunkio que trajo la cabeza de Groleo.
—Tenía razón.
—No lo permitiré.
—¿De qué sirven los rehenes si son intocables?
—Quizá podamos ofrecer a tres niños a cambio de Daario, Héroe y Jhogo —concedió ser Barristan—. Su alteza…
—No está. A vos y a mí nos corresponde hacer lo necesario. Sabéis que tengo razón.
—El príncipe Rhaegar tenía dos hijos —señaló ser Barristan—. Rhaenys era una niña, y Aegon, un bebé. Cuando Tywin Lannister tomó Desembarco del Rey, sus hombres los mataron a los dos; presentó los cadáveres ensangrentados, envueltos en capas carmesí, como regalo para el nuevo rey.
«¿Y qué dijo Robert al verlos? ¿Acaso sonrió? —Barristan Selmy había sufrido graves heridas en el Tridente, de modo que no tuvo que presenciar el regalo de lord Tywin, pero a veces se lo preguntaba—. Si lo hubiera visto sonreír ante los cadáveres de los hijos de Rhaegar, ningún ejército me habría impedido que lo matara.»
—No estoy dispuesto a consentir el infanticidio. Aceptadlo, o no contéis conmigo.
—Sois un viejo testarudo —dijo Skahaz con una risita—. Esos muchachos de mirada cándida crecerán y se convertirán en hijos de la Arpía; matadlos ahora, o tendréis que matarlos entonces.
—A los hombres se los mata por el mal que han consumado, no por el que tal vez perpetren algún día.
—Pues que así sea —gruñó el Cabeza Afeitada mientras inspeccionaba un hacha que había descolgado de la pared—. Ni Hizdahr ni los rehenes sufrirán daño alguno. ¿Satisfecho, ser Abuelo?
«Nada de esto me satisface.»
—Tendrá que bastarme. Recordad: a la hora del lobo.
—No lo olvidaré. —Aunque la boca de bronce del murciélago permanecía inmóvil, ser Barristan intuía la sonrisa tras la máscara—, Kandaq lleva largo tiempo esperando esta noche.
«Eso es lo que me da miedo. —Si el rey Hizdahr era inocente, estarían cometiendo traición. Aunque ¿cómo podía ser inocente? Selmy lo había oído instar a Daenerys a probar las langostas envenenadas y gritar a sus hombres que matasen al dragón—. Si no intervenimos, Hizdahr matará a los dragones y abrirá las puertas a los enemigos de la reina. No tenemos elección.» Pero, por muchas vueltas que le diese, el anciano caballero no veía honor en lo que hacían.
El resto del día transcurrió a paso de tortuga.
Ser Barristan sabía que el rey Hizdahr se había reunido con Reznak mo Reznak, Marghaz zo Loraq, Galazza Galare y el resto de los consejeros meereenos para decidir la mejor respuesta a las exigencias de Yunkai…, pero él ya no formaba parte del consejo ni tenía rey al que guardar.
Dedicó la mayor parte de la mañana a recorrer la pirámide de arriba abajo para cerciorarse de que todos los centinelas estaban en sus puestos; la tarde la pasó con los huérfanos; incluso blandió personalmente la espada y el escudo para que los chicos mayores tuvieran un rival de nivel. Algunos se habían entrenado para combatir en los reñideros, hasta que Daenerys Targaryen conquistó Meereen y los liberó de las cadenas; ya estaban bien acostumbrados a la espada, la lanza y el hacha antes de que ser Barristan se hiciese cargo de ellos. Unos cuantos bien podían estar preparados. «El primero, el chico de las Islas del Basilisco. Tumco Lho. —Negro como tinta de maestre, rápido y fuerte, poseedor de un don innato para la espada; el mejor que había visto desde Jaime Lannister—. Larraq también. El Azote. —Pese a que ser Barristan no aprobaba su estilo de lucha, tenía una habilidad indudable. Larraq debería trabajar durante años hasta llegar a dominar las armas caballerescas: la espada, la lanza y la maza; pero no había quien le plantase cara con el látigo y el tridente. El anciano caballero le había advertido de que el látigo le resultaría inútil contra un adversario con armadura… hasta que lo vio emplearlo: Larraq lo enroscaba en torno a las piernas de sus contrincantes y los derribaba de un tirón—. Aún no es muy caballeresco, pero sí es un luchador fiero.»
Larraq y Turneo eran los mejores. Después iba el lhazareeno al que los chicos llamaban Cordero Rojo, aunque por el momento solo contaba con fiereza; le faltaba técnica. Quizá también los hermanos, tres ghiscarios de baja cuna a los que su padre había esclavizado para pagar sus deudas. Con ellos ya eran seis.
«Seis de veintisiete. —Aunque Selmy habría preferido tener más, no era mal comienzo. Casi todos los demás eran menores y estaban más familiarizados con los telares, los arados y los orinales que con la espada y el escudo, pero trabajaban con ahínco y aprendían deprisa. Unos pocos años como escuderos, y tal vez contase con otros seis caballeros que ofrecer a su reina. En cuanto a los que nunca llegarían a un nivel aceptable… Bueno, no todos los muchachos estaban destinados a ser caballeros—. El reino también necesita cereros, posaderos y armeros.» Aquello se aplicaba tanto a Meereen como a Poniente.
Mientras observaba la instrucción, ser Barristan sopesó la posibilidad de armar caballeros a Turneo y a Larraq en aquel preciso momento, y quizá también a Cordero Rojo. Solo un caballero podía investir a otro, y si se torcían los planes de aquella noche, podía amanecer muerto o encerrado en una mazmorra, y ¿quién armaría a sus escuderos? Por otro lado, la reputación de un caballero joven derivaba, al menos en parte, del honor del hombre que le hubiese conferido ese título. Los chicos no ganarían nada si obtenían las espuelas de un traidor, y hasta era posible que acabasen haciéndole compañía en la celda.
«Merecen algo mejor —decidió ser Barristan—. Más vale una vida larga como escudero que una vida corta como caballero mancillado.»
Cuando la tarde daba ya paso a la noche, les pidió que depusieran los escudos y las espadas y se acercasen, y les habló de lo que significaba ser caballero.
—Es el código de caballería, no la espada, lo que hace a un caballero —explicó—. Sin honor, en nada se distingue de un vulgar asesino. Más vale morir con honor que vivir sin él. —Le pareció que los chicos lo miraban con extrañeza, pero algún día lo entenderían.
Más tarde, en la cúspide de la pirámide, ser Barristan encontró a Missandei entre pilas de libros y pergaminos, entregada a la lectura.
—Quédate aquí esta noche, niña. Pase lo que pase, no importa lo que veas u oigas, no abandones los aposentos de la reina.
—Una os oye —repuso la muchacha—. Si pudiera preguntar…
—Mejor que no. —Ser Barristan se dirigió, a solas, a la terraza ajardinada.
«No estoy hecho para esto —reflexionó al contemplar la ciudad que se extendía a sus pies. Una por una, las pirámides despertaban; antorchas y faroles cobraban vida y parpadeaban al tiempo que las sombras se congregaban abajo, en las calles—. Conspiraciones, ardides, susurros y mentiras; un secreto dentro de otro, y de algún modo he pasado a formar parte de eso. —A esas alturas ya debería haberse acostumbrado. La Fortaleza Roja también tenía sus secretos—. Incluso Rhaegar. —El príncipe de Rocadragón nunca había confiado en él del mismo modo que en Arthur Dayne, como quedó demostrado en Harrenhal—. El año de la falsa primavera.»
El recuerdo seguía evocándole un regusto amargo. El viejo lord Whent había anunciado el torneo poco después de una visita de su hermano ser Oswell Whent, de la Guardia Real. Con Varys susurrándole al oído, el rey Aerys se convenció de que su hijo conspiraba para destronarlo y el torneo de Harrenhal no era sino una estratagema, un pretexto para que Rhaegar pudiese reunirse con todos los grandes señores que acudieran. Aerys, que no había puesto un pie fuera de la Fortaleza Roja desde los sucesos del Valle Oscuro, anunció inesperadamente que acompañaría al príncipe Rhaegar a Harrenhal. A partir de entonces, todo marchó mal.
«Si hubiera sido mejor caballero… Si hubiese desmontado al príncipe en la última lid, igual que desmonté a tantos otros, me habría correspondido a mí nombrar a la reina del amor y la belleza…»
Rhaegar había elegido a Lyanna Stark de Invernalia. Barristan Selmy habría hecho una elección diferente. No la reina, que no se hallaba presente, ni Elia de Dorne, aunque era buena y amable, y aunque habría evitado mucha guerra y congoja. Habría elegido a una joven doncella recién llegada a la corte hacía poco, una dama de compañía de Elia… Comparada con Ashara Dayne, la princesa dorniense parecía una criada de las cocinas.