Danza de dragones (153 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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En la sala de las Lámparas, una docena de hijos del guerrero esperaba su llegada. Llevaban capas arcoíris, y los cristales que remataban sus yelmos brillaban centelleantes. Su armadura era de plata tan bruñida como un espejo, pero la reina sabía que debajo llevaban una camisa de cerdas. Sus escudos de lágrima lucían una espada de cristal que relucía en la oscuridad, el antiguo blasón de aquellos a los que el pueblo llamaba
espadas
.

Su capitán se arrodilló ante ella.

—Tal vez me recuerde vuestra alteza. Soy ser Theodan el Fiel, y su altísima santidad me ha puesto al mando de la escolta que os acompañará. Mis hermanos y yo nos encargaremos de que atraveséis la ciudad sin sufrir daño alguno.

Cersei recorrió con la mirada los rostros de los hombres situados tras él, y no tardó en verlo: Lancel, su primo, el hijo de ser Kevan, que le había jurado amor antes de decidir que amaba más a los dioses.

«Mi familia me traiciona.» No se olvidaría de él.

—Podéis levantaros, ser Theodan. Estoy preparada.

El caballero se puso en pie, se volvió y levantó una mano. Dos de sus hombres se dirigieron a las imponentes puertas y las abrieron, y Cersei salió al aire libre, parpadeando como un topo arrancado de su madriguera.

Soplaban ráfagas de viento que hacían que la túnica le azotara las piernas. El aire de la mañana llegaba cargado con todos los olores habituales de Desembarco del Rey. Percibió el de vino agriado, el del pan en los hornos, el del pescado podrido, y los de los excrementos, el humo, el sudor y la orina de caballo. No hubo jamás flor alguna que le oliera tan bien. Arrebujada en su túnica, Cersei se detuvo ante los peldaños de mármol, mientras los hijos del guerrero formaban a su alrededor.

De repente se dio cuenta de que estaba en aquel mismo lugar cuando decapitaron a lord Eddard Stark.

«Todo salió mal. El plan era que Joff le perdonara la vida y lo enviara al Muro. —El hijo mayor de Stark lo habría sucedido como señor de Invernalia, pero Sansa se habría quedado de rehén en la corte. Varys y Meñique habían establecido las condiciones, y Ned Stark se había tragado su adorado orgullo y había confesado su traición para salvar la cabecita hueca de su hija—. Yo me habría encargado de casar bien a Sansa, con un Lannister. No con Joff, claro, pero tal vez con Lancel o con cualquiera de sus hermanos pequeños. —Recordó que Petyr Baelish se había ofrecido a casarse con la muchacha, pero era improcedente, por supuesto; su origen era demasiado humilde—. ¡Si Joff hubiera hecho lo que se le dijo, Invernalia no habría entrado en guerra y mi padre se habría encargado de los hermanos de Robert!»

Pero Joff ordenó que decapitaran a Stark, y tanto lord Slynt como ser Ilyn Payne se apresuraron a obedecer.

«Yo estaba aquí mismo», recordó la reina. Janos Slynt había levantado la cabeza de Ned Stark por el pelo mientras la sangre del norteño corría peldaños abajo, y ya no hubo vuelta atrás.

Todo quedaba tan lejos… Joffrey había muerto, al igual que todos los hijos varones de Stark. Hasta su padre, Tywin Lannister, había perecido, y ella volvía a los peldaños del Gran Septo de Baelor; pero en aquella ocasión, la turba la contemplaba a ella, no a Eddard Stark.

En la amplia plaza de mármol había tanta gente como aquel día en que ajusticiaron a Stark. Mirase hacia donde mirase, la reina veía ojos. La multitud parecía compuesta de hombres y mujeres a partes iguales, y algunos llevaban niños a hombros. Mendigos, ladrones, taberneros, comerciantes, curtidores, mozos de cuadra, titiriteros, prostitutas y todos los desechos de la ciudad habían acudido para presenciar la humillación de una reina. Con ellos se habían mezclado los clérigos humildes, unos hombrecillos sucios y mal afeitados, armados con hachas y lanzas y protegidos con restos de armadura oxidada y mellada, cuero agrietado y sobrevestas de tejido basto mal teñidas de blanco con la estrella de siete puntas, emblema de la Fe, el andrajoso ejército del Gorrión Supremo.

Seguía albergando la remota esperanza de que apareciera Jaime y la rescatara de aquella humillación, pero no lo veía por ningún lado. Tampoco veía a su tío, aunque eso no la sorprendió. Durante su visita, ser Kevan había dejado muy clara cuál era su postura: la vergüenza que iba a sufrir no debía empañar lo más mínimo el honor de Roca Casterly, así que ningún león caminaría con ella. Tendría que soportar a solas el tormento.

La septa Unella se situó a su derecha; la septa Moelle, a su izquierda, y la septa Scolera, detrás de ella. Si intentara huir o mostrara resistencia, las tres brujas la arrastrarían de nuevo al interior del templo y nunca volvería a salir de la celda, Cersei alzó la cabeza. Más allá de la plaza, más allá del mar de ojos hambrientos, bocas abiertas y rostros sucios, al otro lado de la ciudad, se alzaba la Colina Alta de Aegon, y las torres y almenas de la Fortaleza Roja se tornaban rosadas a la luz del sol naciente.

«No está tan lejos. —Cuando llegara a las puertas, lo peor habría pasado, y volvería a ver a su hijo. Tendría a su campeón. Su tío se lo había prometido—. Me espera Tommen, mi pequeño rey. Tengo que ir. Tengo que ir.»

—Una pecadora se presenta ante vosotros —declaró la septa Unella, adelantándose—. Se trata de Cersei de la casa Lannister, madre de su alteza el rey Tommen, viuda de su alteza el rey Robert, culpable de maquinaciones y fornicios espantosos.

La septa Moelle, a la derecha de la reina, dio un paso al frente.

—Esta pecadora ha confesado todos sus pecados y ha suplicado perdón y absolución. Su altísima santidad ha ordenado que demuestre el arrepentimiento que siente despojándose de todo orgullo y artificio, y presentándose ante los habitantes de esta ciudad tal como la hicieron los dioses.

—Así —concluyó la septa Scolera—, esta pecadora se presenta ante vosotros con humildad en el corazón, sin secretos ni nada que ocultar, desnuda a los ojos de los dioses y los hombres, para realizar el recorrido como penitente.

Cersei tenía un año cuando falleció su abuelo, y lo primero que hizo su señor padre al sucederlo fue expulsar de Roca Casterly a su amante plebeya. Le arrebataron las sedas y terciopelos que le había regalado lord Tytos, y las joyas de las que ella se había apropiado, y la echaron desnuda a las calles de Lannisport para que todo el oeste la viera tal como era.

Aunque era muy niña para presenciar el espectáculo, Cersei oyó como la historia se magnificaba al pasar de boca en boca entre las lavanderas y los guardias. Hablaban de lo que lloró y suplicó la mujer, de la desesperación con que se aferraba a la ropa cuando le ordenaron desnudarse, de los esfuerzos inútiles por cubrirse los pechos y el sexo con las manos mientras caminaba descalza y desnuda por las calles, hacia el exilio.

—Con lo engreída y orgullosa que era antes —recordó haber oído comentar a un guardia— tan altiva que cualquiera diría que se le había olvidado que venía del arroyo. Pero cuando le quitaron la ropa volvió a ser una puta más.

Si ser Kevan y el Gorrión Supremo creían que ella iba a hacer lo mismo, estaban muy equivocados. Llevaba en las venas la sangre de lord Tywin.

«Soy una leona. No van a acobardarme.»

La reina se quitó la túnica.

Se desnudó con un movimiento elegante, sin apresurarse, como si estuviera en sus estancias y se dispusiera a tomar un baño, rodeada solo por sus doncellas. Cuando el viento helado le rozó la piel, sintió un violento escalofrío y tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no tratar de cubrirse con las manos, como la puta de su abuelo. Apretó los puños hasta clavarse las uñas en las palmas. Estaban mirándola; todos aquellos ojos hambrientos estaban clavados en ella. Pero ¿qué veían?

«Soy hermosa», se recordó. ¿Cuántas veces se lo había dicho Jaime? Hasta Robert se lo reconocía cuando se metía en su cama después de beber demasiado para rendirle ebrio homenaje con la polla.

«Pero también miraban así a Ned Stark.»

Tenía que empezar a andar. Desnuda, esquilada y descalza, Cersei Lannister bajó lentamente la amplia escalinata de mármol. Se le había erizado la piel de brazos y piernas, pero aun así mantuvo la cabeza bien alta, tal como correspondía a una reina. Su escolta se desplegó ante ella. Los clérigos humildes empujaban a los hombres a los lados para abrirle camino a través de la multitud, y las Espadas se situaron a ambos lados.

Las septas Unella, Scolera y Moelle la seguían, y las novicias de blanco cerraban la marcha.

—¡Puta! —gritaron. Era una voz de mujer. Siempre eran las más crueles a la hora de herir a otras mujeres. Cersei le hizo oídos sordos.

«Habrá más gritos, y serán peores. Estos seres no conocen mayor dicha que la de burlarse de quienes los superan.» No podía obligarlos a callar, así que era mejor que no les prestara atención. Tampoco los vería: mantendría los ojos clavados en la Colina Alta de Aegon, al otro lado de la ciudad, en las torres de la Fortaleza Roja, que refulgían a la luz del amanecer. Si su tío mantenía su parte del trato, allí la aguardaba la salvación. «Esto es porque mi tío lo ha querido. Mi tío, el Gorrión Supremo y la florecita, seguro. He pecado y debo expiar mi culpa, exhibiendo mi vergüenza ante todos los mendigos de la ciudad. Creen que doblegarán mi orgullo, que así acabarán conmigo, pero se equivocan.»

Las septas Unella y Moelle caminaban a su paso, mientras que la septa Scolera iba tras ellas haciendo sonar una campana.

—¡Avergüénzate! —gritaba la vieja bruja—. ¡Avergüénzate, pecadora! ¡Avergüénzate! ¡Avergüénzate!

A la derecha, fuera de su vista, un aprendiz de panadero proclamaba su mercancía:

—¡Empanadas de carne! ¡A tres peniques! ¡Calientes! ¡Empanadas calientes!

El mármol estaba frío y resbaladizo, y Cersei tenía que avanzar con cuidado para no caerse. Pasaron junto a la estatua de Baelor el Santo, que se alzaba alto y sereno en su pedestal con un rostro que rezumaba benevolencia. No reflejaba en nada al imbécil que había sido en vida. La dinastía Targaryen había dado al mundo reyes buenos y malos, pero ninguno tan querido como Baelor, el bondadoso rey septón que amaba a su pueblo y a los dioses por igual, aunque mantuvo prisioneras a sus propias hermanas. Era increíble que la estatua no se desmoronara ante la visión de unos pechos; según Tyrion, al rey Baelor le daba miedo verse su propia polla. En cierta ocasión expulsó a todas las prostitutas de Desembarco del Rey. Rezaba por ellas mientras las llevaban a rastras a las puertas de la ciudad, pero no se atrevió a mirarlas.

—¡Ramera! —gritaron. Otra mujer. De algún lado le lanzaron una verdura podrida, marrón y rezumante, que le pasó volando por encima de la cabeza y fue a estrellarse a los pies de un clérigo humilde.

«No tengo miedo. Soy una leona.» Siguió caminando.

—¡Empanadas calientes! —pregonaba el aprendiz de panadero—. ¡Traigo empanadas! ¡Recién hechas!

—¡Avergüénzate! ¡Avergüénzate! ¡Avergüénzate, pecadora! ¡Avergüénzate! ¡Avergüénzate! —seguía proclamando la septa Scolera.

Las precedían los clérigos humildes que, con sus escudos, forzaban a los hombres a apartarse para abrirle un estrecho paso. Cersei los seguía con la cabeza rígida y los ojos clavados en la distancia. Cada paso la acercaba un poco más a la Fortaleza Roja. Cada paso la acercaba un poco más a su hijo, a la salvación.

Tardó lo que le parecieron cien años en cruzar la plaza, pero, por fin, el mármol dejó paso al empedrado bajo sus pies, y las tiendas, establos y casas se cernieron sobre ellos; empezaban a bajar por la colina de Visenya.

La marcha se hizo más lenta. La calle era empinada y estrecha, y la multitud estaba más apiñada. Los clérigos humildes intentaban apartar a empellones a la gente que bloqueaba el camino, aunque no tenía dónde meterse porque los que habían quedado atrás seguían empujando. Cersei trataba de mantener la cabeza alta, pero pisó algo blando y húmedo que la hizo resbalar. Se habría caído si la septa Unella no la hubiera sostenido por un brazo.

—Vuestra alteza debería mirar dónde pisa.

—Sí —respondió con voz humilde al tiempo que se liberaba de su mano.

Estaba tan rabiosa que tenía ganas de escupir. Siguió caminando, envuelta solo en piel de gallina y orgullo. Trató de buscar la Fortaleza Roja con la vista, pero los edificios de madera la ocultaban.

—¡Avergüénzate! ¡Avergüénzate! —iba entonando la septa Scolera al ritmo de su campana.

Cersei intentó caminar más deprisa, pero enseguida tropezó con la espalda de los guardias que la precedían y tuvo que aminorar el paso. La procesión se detuvo cuando los clérigos humildes apartaron del paso a un vendedor ambulante con una carretilla cargada de brochetas de carne. A ojos de Cersei, aquella carne parecía de rata, pero su olor impregnaba el aire, y cuando se despejó la calle y reanudaron la marcha, muchos espectadores estaban mordisqueando los pinchos.

—¿Queréis un poco, alteza? —le gritó uno.

Era una bestia grande, corpulenta, con ojillos de cerdo, barriga enorme y barba negra descuidada que le recordaba la de Robert. Apartó la vista, asqueada, y él le lanzó la brocheta, que le dio en la pierna antes de caer al suelo; la carne medio cruda le dejó un reguero de grasa y sangre en el muslo.

Allí los gritos parecían sonar más altos, quizá porque la turba estaba más cerca. Los más frecuentes eran «Puta» y «Pecadora», seguidos de «Zorra», «Traidora» y «Follahermanos». De cuando en cuando, también se escuchaban aclamaciones dedicadas a Stannis o a Margaery. El empedrado estaba muy sucio, y la reina tenía tan poco espacio que ni siquiera podía esquivar los charcos.

«Nadie se ha muerto por mojarse los pies», se dijo. Le habría gustado creer que era agua de lluvia, aunque lo más probable era que se tratara de orina de caballo.

También llovían desperdicios desde ventanas y balcones: fruta medio podrida, jarras de cerveza, huevos que estallaban con un hedor sulfuroso al estrellarse contra el suelo… Alguien lanzó un gato muerto sobre los clérigos humildes y los hijos del Guerrero. El cadáver golpeó el empedrado con tal fuerza que se reventó y salpicó las piernas de Cersei de entrañas y gusanos. Siguió caminando.

«No veo nada, no oigo nada, son simples insectos», se decía.

—¡Avergüénzate! ¡Avergüénzate! —entonaban las septas.

—¡Castañas! ¡Castañas asadas! —pregonaba un vendedor callejero.

—¡Salve, reina puta! —saludó solemnemente un borracho desde un balcón—. ¡Larga vida a tus regias tetas!

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