Connington lanzó una mirada gélida al regordete capitán general.
«Este hombre no es Corazón Negro; no es Aceroamargo; no es Maelys. Esperará a que los siete infiernos se congelen antes que arriesgarse a que le salga otra ampolla.»
—No hemos atravesado medio mundo para sentarnos a esperar.
—Nuestra ventaja estriba en un ataque rápido y eficaz, antes de que en Desembarco del Rey se sepa quiénes somos. Mi intención es tomar Bastión de Tormentas, una fortaleza casi inexpugnable y la única que le queda a Stannis Baratheon en el sur. Cuando esté en nuestro poder, será un fuerte al que podemos retirarnos en caso de necesidad, por no mencionar que con su toma demostraremos nuestro poderío.
Los capitanes de la Compañía Dorada cruzaron miradas.
—Si los defensores de Bastión de Tormentas aún siguen siendo leales a Stannis, le estaríamos arrebatando el castillo a él, no a los Lannister —objetó Brendel Byme—. ¿Por qué no hacemos causa común con él contra los leones?
—Stannis es hermano de Robert; es de la misma calaña que acabó con la casa Targaryen —le recordó Jon Connington—, Más aún, está a mil leguas de aquí, en la otra punta del reino, con el parco ejército que le queda. Tardaría medio año simplemente en llegar, y tiene bien poco que ofrecernos.
—Supongamos que Bastión de Tormentas es tan inexpugnable como decís. ¿Cómo pensáis tomarlo?
—Con astucia.
—Deberíamos esperar. —Harry Strickland Sintierra insistía en demostrar su oposición diametral.
—Y esperaremos. —Jon Connington se levantó—. Diez días, ni uno más. Es lo que tardaremos en prepararnos. El undécimo día por la mañana cabalgaremos hacia Bastión de Tormentas.
El príncipe se reunió con ellos cuatro días después, a la cabeza de una columna de cien jinetes, seguidos por tres parsimoniosos elefantes. Lady Lemore iba con él, ataviada una vez más con una túnica de septa. Los precedía ser Rolly Campodepatos con una capa nívea ondeando a la espalda.
«Es un buen hombre, íntegro y leal —pensó Connington al verlo desmontar—, pero no es adecuado para la Guardia Real.» Había hecho lo imposible por disuadir al príncipe de que otorgara la capa a Pato, insistiendo en que debería reservar aquel honor para guerreros de más renombre cuya lealtad daría lustre a su causa, y para los hijos menores de grandes señores cuyo apoyo pudieran necesitar, pero el muchacho se mostró firme.
—Pato daría la vida por mí si hiciera falta —fue su respuesta—. Eso es lo único que pido a mi Guardia Real. —El Matarreyes era un guerrero de renombre, y también hijo de un gran señor.
«Al menos logré persuadirlo para que dejara vacantes los otros seis puestos; de lo contrario, Pato ya llevaría seis patitos detrás, a cual menos adecuado.»
—Acompañad a su alteza a mis habitaciones —ordenó—. Que venga enseguida.
Pero el príncipe Aegon Targaryen no era ni mucho menos tan sumiso como Grif el Joven, y transcurrió casi una hora antes de que se presentara, acompañado por Pato.
—Me gusta mucho vuestro castillo, lord Connington —comentó.
«“Las tierras de tu padre son hermosas.” Eso me dijo, y el viento le acariciaba el pelo de plata, y tenía los ojos violeta oscuro, más oscuro que los de este chico.»
—A mí también, alteza. Sentaos, os lo ruego. Ser Rolly, podéis retiraros por ahora.
—No. Quiero que Pato se quede. —El príncipe se sentó—. Hemos estado hablando con Flores y Strickland, y dicen que tenéis intención de asaltar Bastión de Tormentas.
Jon Connington no dejó que la ira asomara a su rostro.
—Supongo que Harry Sintierra intentó convenceros para que lo retrasáramos.
—Pues sí —convino el príncipe—, pero no lo logró. Harry es más miedoso que una vieja, ¿eh? Tenéis razón, mi señor. Quiero que sigan adelante los planes para ese ataque; con un solo cambio: yo iré al frente.
Los hombres de la reina levantaron la pira en el prado de la aldea.
A decir verdad, era más bien el ventisquero de la aldea. La nieve llegaba por la rodilla en todos los lugares que no habían despejado a golpe de pala, hacha y pico para cavar hoyos en el terreno helado. Desde el oeste soplaban remolinos de viento que lanzaban aún más nieve sobre los lagos congelados.
—No tenéis por qué mirar —dijo Aly Mormont.
—Lo prefiero. —Asha Greyjoy era la hija del kraken, no una niña consentida que no soportase las cosas desagradables.
Había sido un día oscuro, frío, un día de hambre, igual que el anterior y los anteriores. Habían pasado casi todo el tiempo en el hielo, tiritando junto a un par de agujeros que habían abierto en la superficie del lago menor, tratando de sujetar el sedal con las manos entorpecidas por las manoplas. Jornadas atrás, todavía podían atrapar uno o dos peces por cabeza, y los hombres del bosque de los Lobos, más expertos en pescar en el hielo, conseguían hasta cuatro o cinco. Lo único que había logrado pescar Asha en toda la jornada era un frío que la caló hasta los huesos, y Aly no había tenido mejor suerte; llevaban tres días sin capturar un pez.
—Pues a mí no me hace ninguna falta verlo —insistió la Osa.
«No es a ti a quien pretenden quemar los hombres de la reina.»
—Pues marchaos. Os doy mi palabra de que no escaparé. ¿Adónde iba a ir? ¿A Invernalia? —Asha soltó una carcajada—. Tengo entendido que solo son tres días a caballo.
Seis hombres de la reina se afanaban en introducir dos enormes postes de madera de pino en los hoyos que otros seis habían cavado. Asha no tuvo que preguntarles para qué; ya lo sabía.
«Estacas. —Pronto sería completamente de noche y había que alimentar al dios rojo—. Una ofrenda de sangre y fuego. —Así la llamaban los hombres de la reina—. “Para que el Señor de Luz vuelva hacia nosotros su ardiente mirada y nos libre de esta nieve tres veces maldita.”»
—Incluso en este lugar de miedo y oscuridad, el Señor de Luz nos protege —sermoneaba ser Godry Farring a los hombres congregados para contemplar como clavaban las estacas a martillazos.
—¿Qué tiene que ver vuestro dios sureño con la nieve? —quiso saber Artos Flint, cuya barba negra era una costra de hielo—. Es la ira de los antiguos dioses la que cae sobre nosotros; a ellos deberíamos apaciguar.
—Sí —dijo Wull Cubo Grande— R’hllor el Rojo no pinta nada aquí. Lo único que conseguiréis es enfadar a los antiguos dioses, que observan desde su isla.
La aldea de campesinos se encontraba entre dos lagos, y el mayor de ellos estaba salpicado de pequeñas islas boscosas que asomaban en el hielo como los puños helados de un gigante ahogado. En una de ellas se alzaba un arciano viejo y retorcido, con el tronco y las ramas tan blancos como la nieve que lo rodeaba. Ocho días atrás, Asha se había acercado con Aly Mormont para ver mejor los ojos rojos hendidos y la boca ensangrentada.
«No es más que savia —se había dicho—, la savia roja que fluye por los arcianos.» Pero sus ojos no acababan de convencerse; había que ver para creer, y lo que veía era sangre congelada.
—Los norteños sois los que habéis provocado estas nieves —replicó Corliss Penny—. Vosotros y vuestros árboles demoniacos. R’hllor nos salvará.
—R’hllor nos condenará —insistió Artos Flint.
«Mal rayo parta a todos vuestros dioses», pensó Asha Greyjoy.
Ser Godry Masacragigantes inspeccionó las estacas y empujó una para comprobar su firmeza.
—Bien, bien, nos valen. Adelante con el sacrificio, ser Clayton.
Ser Clayton Suggs era la mano derecha o, mejor dicho, el brazo atrofiado de Godry. A Asha le disgustaba profundamente. Así como Farring mostraba una intensa devoción por su dios rojo, lo de Suggs era simple crueldad. Lo había visto junto a las hogueras nocturnas, donde observaba boquiabierto y con ojos ávidos.
«No ama al dios, sino las llamas.» Cuando le preguntó a ser Justin si Suggs siempre había sido así, respondió con un rictus de desagrado.
—En Rocadragón se juntaba con los torturadores, y le gustaba echar una mano en los interrogatorios, sobre todo los de mujeres jóvenes.
Asha no se sorprendió; no le cabía ninguna duda de que Suggs disfrutaría mucho quemándola.
«A menos que amaine la tormenta. —Llevaban diecinueve días a tres jornadas de Invernalia—. “Cien leguas de Bosquespeso a Invernalia, algo menos a vuelo de cuervo.”» Pero ellos no eran cuervos, y la tormenta no cesaba. Por las mañanas, Asha se despertaba con la esperanza de ver el sol, solo para encontrarse con otro día de nieve. Todas las chozas y casuchas estaban enterradas bajo un manto cochambroso, y los ventisqueros tardarían poco en sepultar la construcción principal.
Para colmo, no tenían más comida que los caballos que sucumbían, los peces que sacaban de los lagos, cada día más escasos, y los exiguos alimentos que encontraban los forrajeadores en aquel bosque frío y muerto. Los caballeros y los señores del rey reclamaban la mayor parte de cada caballo que perdían, con lo que apenas quedaba nada para los demás; no era extraño que hubiesen empezado a comerse a los muertos.
Asha se había quedado tan horrorizada como los demás cuando la Osa le dijo que habían sorprendido a cuatro hombres de Peasebury descuartizando a un lord Fell difunto, trinchando la carne de los muslos y las nalgas mientras un antebrazo daba vueltas en un espetón; pero en el fondo, no se sorprendió. Se habría jugado cualquier cosa a que esos cuatro no habían sido los primeros en probar la carne humana durante aquella fatigosa marcha; solo eran los primeros a los que habían pillado.
El rey había decretado que los cuatro de Peasebury pagasen el banquete con la vida… y, según aseguraban los hombres de la reina, su sacrificio haría amainar la tormenta. Asha Greyjoy no tenía ninguna fe en el dios rojo, pero rezaba por que tuvieran razón; en caso contrario habría otras piras, y tal vez ser Clayton Suggs obtuviese lo que tanto anhelaba.
Ser Clayton regresó con los cuatro caníbales, que iban desnudos y con las muñecas atadas a la espalda con cintas de cuero. El más joven lloraba al avanzar a trompicones por la nieve; otros dos caminaban como si ya estuviesen muertos, con los ojos fijos en el suelo. A Asha le llamó la atención lo normal de su aspecto.
«No son monstruos —comprendió—, solo hombres.»
El mayor de los cuatro era su sargento. Solo él se mantenía desafiante, y escupía palabras cargadas de veneno a los hombres de la reina que lo hacían avanzar a punta de lanza.
—¡Que os jodan a todos, y a vuestro dios rojo también! —gritaba—. ¿Me oyes, Farring Masacragigantes? Me reí de tu puto primo cuando murió, Godry. Tendríamos que habérnoslo comido también; olía de maravilla cuando lo asaron. Seguro que el crío estaba tierno y delicioso, de lo más jugoso. —El golpe del asta de una lanza lo hizo caer de rodillas, pero ni así se calló. Al levantarse, escupió una flema de sangre y dientes rotos y continuó—. La polla es lo más rico, si se dora en el espetón hasta que queda bien crujiente; una salchicha gordita. —Siguió lanzando pullas mientras lo envolvían en cadenas—. Ven aquí, Corliss Penny. ¿Qué clase de apellido es ese? ¿Es lo que cobra tu madre, un penique? Y tú, Suggs, maldito bastardo…
Ser Clayton no se molestó en abrir la boca; le rebanó el cuello de un tajo rápido que le dejó el pecho bañado de sangre.
El más joven sollozaba cada vez con más fuerza, y su cuerpo se agitaba. Estaba tan delgado que se le podían contar las costillas.
—No —rogaba—, por favor, estaba muerto, estaba muerto, y teníamos hambre, por favor…
—El sargento ha sido el más listo —comentó Asha a Aly Mormont—. Ha provocado a Suggs hasta que ha conseguido que lo mate. —¿Volvería a funcionar si le tocaba el turno a ella?
Ataron a las cuatro víctimas, los tres vivos y el muerto, espalda contra espalda, dos en cada estaca, y los devotos del Señor de Luz se pusieron a apilar troncos y ramas a sus pies, para después rociar las piras con aceite de lámpara. Tenían que darse prisa, porque la nevada no había aminorado y pronto empaparía la madera.
—¿Dónde está el rey? —preguntó ser Corliss Penny.
Cuatro días atrás, un escudero del rey había sucumbido al hambre y al frío; era un joven llamado Bryen Farring, pariente de ser Godry. Stannis Baratheon había permanecido junto a la pira funeraria, con el rostro sombrío, mientras entregaban el cuerpo a las llamas; después se había retirado a su atalaya y no había vuelto a salir, aunque de vez en cuando veían su silueta en el tejado de la torre, recortada contra el fuego de la almenara, encendida día y noche.
«Habla con el dios rojo», decían algunos. «Llama a lady Melisandre», aseguraban otros. Fuera lo que fuera, a Asha Greyjoy le parecía que el rey se sentía perdido e imploraba ayuda.
—Canty, vete a decirle al rey que ya está listo —ordenó ser Godry al soldado que tenía más cerca.
—El rey está aquí —dijo Richard Horpe.
Sobre la armadura y la cota de malla, ser Richard llevaba un jubón acolchado blasonado con tres esfinges de calavera sobre campo de ceniza y marfil; el rey Stannis caminaba a su lado. Tras ellos, esforzándose por seguirles el paso, Arnolf Karstark cojeaba apoyado en su bastón de endrino. Lord Arnolf los había localizado hacía ocho días; el norteño iba acompañado de un hijo, tres nietos, cuatrocientos lanceros, de los cuales una docena iba a caballo, dos veintenas de arqueros, un maestre y una jaula de cuervos. Pero solo llevaba provisiones suficientes para su propio sustento.
Asha se había enterado de que Karstark no era un verdadero señor; solo ejercía de castellano de Bastión Kar mientras el legítimo señor siguiera cautivo de los Lannister. Demacrado y encorvado, con el hombro izquierdo un palmo y medio más alto que el derecho, tenía el cuello enjuto, los ojos grises y estrábicos, y los dientes amarillos; estaba casi calvo, salvo por unos cuantos cabellos blancos; llevaba la barba, blanca y salpimentada a partes iguales, separada en dos puntas, aunque siempre desgreñada. A Asha, su sonrisa le resultaba un tanto avinagrada. Pero si se podía prestar oído a las habladurías, sería Karstark quien se hiciera cargo de Invernalia si lograban tomarla. La casa Karstark había surgido de la casa Stark en tiempos remotos, y lord Arnold había sido el primer señor vasallo de Eddard Stark en apoyar a Stannis.
Que Asha supiera, los dioses de los Karstark eran los antiguos dioses del norte, los mismos que adoraban los Wull, los Norrey, los Flint y los demás clanes de las colinas. Se preguntó si lord Arnolf habría ido a presenciar la quema porque el rey se lo había pedido, para que presenciara el poder del dios rojo.