Danza de dragones (134 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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En Volantis había visto como se aprovisionaban las galeras. La ciudad entera parecía ebria: marineros, soldados y caldereros bailaban por las calles con nobles y con gordos mercaderes, y en todas las tabernas y posadas se bebía a la salud de los nuevos triarcas. No se hablaba más que del oro, las piedras preciosas y los esclavos que inundarían Volantis en cuanto mataran a la reina dragón. Victarion Greyjoy no tenía el menor deseo de soportar otro día más de informes por el estilo: pagó el precio del oro por las provisiones y el agua, pese a lo humillante que le resultó, y volvió a hacerse a la mar.

Las tormentas habrían dispersado y retrasado a los volantinos tanto como a ellos. Si la fortuna les era propicia, muchos de sus navíos de guerra estarían hundidos o embarrancados. Pero no todos; no había dios tan generoso, y las galeras verdes que hubieran sobrevivido podían estar ya rodeando Valyria.

«Virarán hacia el norte, hacia Meereen y Yunkai; grandes dromones de guerra llenos de soldados esclavos. Si el Dios de la Tormenta los protegió, a estas alturas pueden estar ya en el golfo de las Penas.» Sus aliados ya habían llegado a Meereen: yunkios, astaporis, hombres del Nuevo Ghis, Qarth, Tolos y de Dios sabe cuántos sitios más, hasta los navíos de guerra de Meereen que habían conseguido salir de la ciudad antes de que cayera. Y para enfrentarse a ellos, Victarion contaba con cincuenta y cuatro barcoluengos, cincuenta y tres descontando el
Tiburón.

Ojo de Cuervo había recorrido medio mundo, robando y saqueando desde Qarth hasta Árboles Altos y atracando en puertos malditos más allá de los cuales solo se aventurarían los locos. Euron se había atrevido hasta con el mar Humeante y había vivido para contarlo.

«Y todo eso con un solo barco; si él puede burlar a los dioses, yo también.»

—A la orden, capitán —dijo Wulfe Una Oreja. No era ni la mitad de hombre que Nute el Barbero, pero Ojo de Cuervo le había arrebatado a Nute: al nombrarlo señor del Escudo de Roble se había granjeado la lealtad de la mano derecha de Victarion—. ¿Rumbo a Meereen?

—¿A dónde, si no? Allí es donde me aguarda la reina dragón.

«La mujer más bella del mundo, si mi hermano es digno de crédito. Tiene el cabello de oro y plata y los ojos de amatista. —¿Era demasiado esperar que Euron hubiera dicho la verdad por una vez?—. Puede. —Lo más probable era que se tratara de una mujer normal, con la cara picada de viruelas y las tetas caídas hasta las rodillas, y sus «dragones», vulgares lagartos tatuados de los pantanos de Sothoryos—. Pero si es como dice Euron… —Habían oído comentarios sobre la belleza de Daenerys Targaryen de labios de piratas de los Peldaños de Piedra y obesos mercaderes de la Antigua Volantis. Tal vez dijeran la verdad. Y Euron no la había elegido para Victarion; la quería para sí—. Me manda como a un criado, a buscársela. ¡Cómo aullará cuando se entere de que me la quedo!» Que los hombres murmuraran; habían llegado muy lejos y habían perdido demasiado para que Victarion virase de vuelta al oeste sin su trofeo. El capitán del hierro apretó el puño sano.

—Encárgate de que se cumplan mis órdenes. Y busca al maestre, que no sé dónde se ha metido, para que venga a mi camarote.

Wulfe asintió y se alejó cojeando. Victarion Greyjoy se volvió hacia la proa y recorrió su flota con la mirada. Los barcoluengos poblaban el mar, con las velas plegadas y los remos fuera del agua, anclados o varados en la playa de arena blanca.

«La isla de los Cedros.» ¿Dónde estaban los cedros? Por lo visto, el agua los había cubierto hacía cuatro siglos. Victarion había bajado a la orilla una docena de veces para cazar, y aún no había visto el primer cedro.

El afeminado maestre con que los había cargado Euron en Poniente decía que aquel lugar se había llamado en otros tiempos la isla de las Cien Batallas, pero los hombres que habían luchado en ellas se habían convertido en polvo muchos siglos atrás.

«La isla de los Monos sería mejor nombre. —También había jabalíes, más grandes y negros que ningún otro que los hijos del hierro hubieran visto jamás, y montones de jabatos que chillaban entre los arbustos. Eran criaturas osadas que no temían al hombre—. Pero ya están aprendiendo. —Las despensas de la Flota de Hierro se habían llenado de jamones ahumados, jabalí en salazón y tiras de tocino.

Pero los monos eran una verdadera plaga. Victarion había prohibido a sus hombres que subieran a bordo a aquellas criaturas demoniacas, pero la mitad de su flota estaba infestada de ellas, incluido el
Victoria de Hierro.
En aquel mismo instante había unos cuantos saltando de mástil en mástil, de barco en barco.

«Ojalá tuviera una ballesta.»

A Victarion no le gustaba aquel mar; no le gustaban aquellos interminables cielos sin nubes ni el sol abrasador que calentaba la cubierta de los barcos hasta que les quemaba los pies descalzos. No le gustaban aquellas tormentas que parecían surgir de la nada. Los mares que rodeaban Pyke eran tormentosos, pero allí, al menos, las tormentas se podían oler antes de que llegaran. Las sureñas eran más imprevisibles que las mujeres. Hasta el color de las aguas era extraño, de un turquesa deslumbrante cerca de la orilla, y mar adentro, de un azul tan oscuro que casi parecía negro. Victarion añoraba las aguas grises verdosas de su tierra, con sus corrientes y sus olas de cresta blanca.

Tampoco le gustaba la isla de los Cedros. Había buena caza, pero los bosques eran demasiado verdes y tranquilos, llenos de árboles retorcidos y extrañas flores de colores vivos que nadie había visto nunca, y entre las ruinas de los palacios y las estatuas de la ciudad inundada de Velos, media legua al norte del lugar donde estaba anclada la flota, acechaban horrores indescriptibles. La última vez que había pasado una noche en la orilla había tenido sueños sombríos y angustiosos, y al despertar tenía la boca llena de sangre. El maestre le dijo que se había mordido la lengua mientras dormía, pero él lo interpretó como una señal del Dios Ahogado, una advertencia de que, si se quedaba allí demasiado tiempo, se ahogaría en su propia sangre.

Según se decía, el día en que la Maldición cayó sobre Valyria, una muralla de agua de cien varas de altura se precipitó sobre la isla y ahogó a cientos de miles de hombres, mujeres y niños, sin que quedara nadie para contarlo, salvo algunos pescadores que estaban en sus barcos y un puñado de lanceros velosios apostados en una torre de piedra, en el monte más alto de la isla, que vieron como las colinas y valles se transformaban en un mar asesino. La hermosa Velos, con sus palacios de cedro y mármol rosado, desapareció en un instante. En el cabo norte de la isla, los muros de ladrillo y las pirámides escalonadas del puerto esclavista de Ghozai sufrieron el mismo destino.

«Con tanta gente como se ahogó, el Dios Ahogado debe de ser muy fuerte aquí —pensaba cuando eligió la isla como punto de reunión para las tres partes de su flota. Pero no era sacerdote; tal vez lo hubiera interpretado todo al revés. Tal vez el Dios Ahogado hubiera destruido la isla en un arranque de cólera. Su hermano Aeron lo habría sabido, pero se encontraba en las Islas del Hierro, predicando contra Ojo de Cuervo y su mandato—. Un hombre sin dios no puede sentarse en el Trono de Piedramar.» Pero los capitanes y reyes habían alzado la voz por Euron en la asamblea de sucesión; lo habían preferido a Victarion y a otros hombres píos.

El sol de la mañana arrancaba del agua destellos tan brillantes que hacían daño a los ojos. A Victarion empezaba a dolerle la cabeza, aunque no sabía si era por el sol, por la mano o quizás por las dudas que lo acuciaban. Bajó a su camarote, más fresco y resguardado del sol, donde la mujer de piel oscura sabía lo que quería sin que tuviera que decírselo. Se acomodó en la silla, y ella humedeció un paño en la jofaina y se lo puso en la frente.

—Bien —dijo—. Bien. Ahora, la mano.

La mujer de piel oscura no respondió: Euron le había cortado la lengua antes de entregársela. A Victarion no le cabía duda de que Ojo de Cuervo se había acostado con ella, también; era el estilo de su hermano.

«Los regalos de Euron están envenenados —se había dicho el día que la mujer subió a bordo—. No quiero sus sobras.» En aquel momento había tomado la decisión de degollarla y echarla al mar, como sacrificio de sangre para el Dios Ahogado, pero había ido dejando pasar la ocasión.

Desde entonces habían ocurrido muchas cosas. Victarion hablaba con la mujer de piel oscura, que nunca intentaba responder.

—El
Dolor
es el último —le dijo mientras le quitaba el guante—. Los demás se han perdido, o se han ido a pique, o llegan demasiado tarde. —Hizo un gesto de dolor cuando la mujer pasó la punta del cuchillo bajo el lino sucio de la venda que le envolvía la mano del escudo—. Hay quien dice que no debí dividir la flota. Serán imbéciles. Teníamos noventa y nueve barcos, una bestia demasiado pesada para cruzar los mares con ella hasta el otro extremo del mundo. Si hubiera mantenido los barcos juntos, los más rápidos serían rehenes de los más lentos. Además, ¿dónde conseguiríamos provisiones para tantas bocas? No hay puerto que quiera ver tantos navíos de guerra juntos en sus aguas. De todos modos, las tormentas nos habrían dispersado como hojas al viento por todo el mar del Verano.

Lo que había hecho era dividir la gran flota en escuadrones y enviarlos por rutas diferentes hacia la bahía de los Esclavos. Puso los barcos más rápidos bajo el mando de Ralf Stonehouse el Rojo, que seguiría la ruta de los corsarios por la costa norte de Sothoryos. Cualquier marinero sabía que convenía esquivar las ciudades muertas y putrefactas de aquella orilla bochornosa, pero en los pueblos de barro y sangre de las islas del Basilisco, habitadas por esclavos fugados, esclavistas, desolladores, prostitutas, cazadores, mestizos y otra chusma, aquellos que no temieran pagar el precio del hierro siempre podían hacerse con provisiones.

Los navíos más grandes, pesados y lentos fueron hacia Lys para vender a los prisioneros que habían tomado en las Escudo, a las mujeres y niños de Ciudad de Lord Hewett y a los hombres que optaron por rendirse en lugar de morir. Victarion los despreciaba por su debilidad, pero venderlos le dejaba mal sabor de boca. Estaba bien capturar a un hombre como siervo o a una mujer como esposa de sal, pero los seres humanos no eran cabras ni gallinas que se pudieran cambiar por oro. Por eso encargó la transacción a Ralf el Cojo, que utilizaría el dinero para cargar los enormes barcos con provisiones para la larga y lenta travesía hacia el este por la ruta esclavista.

Sus naves recorrieron la costa de las Tierras de la Discordia para aprovisionarse de comida, vino y agua en Volantis antes de virar hacia el sur rodeando Valyria. Era la ruta más habitual hacia el este, y también la más concurrida, en la que encontrarían trofeos que capturar e islotes donde refugiarse en caso de tormenta, hacer reparaciones y, de ser necesario, llenar las bodegas.

—Cincuenta y cuatro barcos son muy pocos —le dijo a la mujer de piel oscura—, pero no puedo esperar más. La única manera… —Dejó escapar un gruñido cuando ella retiró la venda, llevándose también la costra. La carne que quedó al descubierto estaba verde y negruzca por donde la había cortado la espada—. Solo conseguiremos lo que queremos si cogemos a los esclavistas por sorpresa, como hice en Lannisport. Entrar por mar, acabar con ellos, capturar a la chica y poner rumbo a casa antes de que los volantinos nos caigan encima. —Victarion no era ningún cobarde, pero tampoco era ningún idiota; con cincuenta y cuatro barcos no podría vencer a trescientos—. Será mi esposa, y tú serás su doncella. —Una doncella sin lengua no divulgaría ningún secreto.

Habría seguido hablando, pero en aquel momento llegó el maestre, que golpeó la puerta del camarote con la timidez de un ratoncillo.

—¡Adelante! —respondió Victarion—. Y atranca la puerta. Ya sabes por qué estás aquí.

—Lord capitán. —Además de comportarse como un ratón, también lo parecía, con su túnica gris y su bigotito pardo. «¿Pensará que le da un aspecto más varonil?» Se llamaba Kerwin y, para colmo, era muy joven; tenía unos veintidós años—. ¿Me permitís que os vea esa mano?

«Qué pregunta más idiota.» Los maestres resultaban útiles, pero el tal Kerwin solo le inspiraba desprecio. De mejillas sonrosadas y lampiñas, manos tiernas y rizos castaños, era más femenino que la mayoría de las mujeres. Cuando llegó a bordo del
Victoria del Hierro
lucía también una sonrisita afectada, pero una noche, en los Peldaños de Piedra, sonrió a quien no debía y Burton Humble le saltó cuatro dientes. Poco más adelante, Kerwin fue a quejarse al capitán de que cuatro miembros de la tripulación lo habían arrastrado a las bodegas y lo habían usado como a una mujer.

—Esto sirve para poner fin a esas cosas —le había respondido Victarion al tiempo que dejaba un puñal en la mesa, entre ellos. Kerwin lo había cogido, probablemente para no hacerlo enfadar, pero no había llegado a utilizarlo.

—Aquí tienes la mano. Mírala cuanto quieras.

El maestre Kerwin se dejó caer sobre una rodilla para inspeccionar la herida, y hasta la olisqueó como si fuera un perro.

—Hay que sacar el pus otra vez. Y este color… El corte no se está curando, lord capitán. Puede que tenga que amputaros la mano. —No era la primera vez que lo comentaba.

—Si me cortas la mano, te mato. Pero antes te ataré a la baranda y pondré tu culo al servicio de toda la tripulación. Empieza de una vez.

—Va a doleros.

—Todo duele. —«La vida es dolor, idiota. Solo hay alegría en las estancias acuosas del Dios Ahogado»—. Adelante.

El muchacho, pues costaba considerar hombre a un ser tan suave y rosado, puso el filo del puñal en la palma de la mano del capitán y rajó. El pus que brotó era espeso y amarillo como la leche agriada. La mujer de piel oscura frunció la nariz; el maestre sufrió arcadas, y hasta al propio Victarion se le revolvió el estómago.

—Corta más hondo. Sácalo todo. Quiero ver sangre.

El maestre Kerwin hundió más el puñal, hasta que brotó sangre junto con el pus, una sangre tan oscura que parecía negra a la luz de la lámpara.

La sangre era buena señal, y Victarion soltó un gruñido de aprobación. No parpadeó mientras el maestre manipulaba, apretaba y limpiaba el pus con paños de tela suave hervidos en vinagre. Cuando terminó, el agua limpia de la jofaina era un caldo repulsivo que daba ganas de vomitar.

—Saca de aquí esa mierda. —Victarion señaló con un gesto a la mujer de piel oscura—. Ella puede vendarme la mano.

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