Danza de dragones (133 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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Cuando bajó el último tramo de la escalera se encontró a solas en los pasillos iluminados por antorchas que recorrían el interior de los macizos muros de ladrillo de la pirámide. Las enormes puertas estaban cerradas y atrancadas, como esperaba. Cuatro bestias de bronce montaban guardia en el interior, y otras cuatro, al otro lado. Barristan se topó con los primeros: hombretones con máscaras de jabalí, oso, ratón y mantícora.

—Todo está tranquilo, señor —informó el oso.

—Que siga así. —Era costumbre de ser Barristan pasear por la noche para asegurarse de que la pirámide estaba bien guardada.

En las profundidades del edificio había otras cuatro bestias de bronce que custodiaban las puertas de hierro de la fosa en la que estaban encadenados Viserion y Rhaegal. La luz de las antorchas arrancaba destellos de las máscaras: mono, carnero, lobo y cocodrilo.

—¿Han comido? —inquirió ser Barristan.

—Sí, mi señor —respondió el mono—. Una oveja cada uno.

«¿Durante cuánto tiempo les bastará con eso?» El apetito de los dragones crecía al mismo ritmo que ellos.

Había llegado la hora de ir al encuentro del Cabeza Afeitada. Ser Barristan pasó frente a los elefantes y la yegua plateada de la reina, de camino al fondo de los establos. Un burro resolló a su paso, y unos cuantos caballos se agitaron con la luz del farol. Por lo demás, todo estaba oscuro y en silencio.

Entonces, una sombra se desprendió de un establo vacío para convertirse en otra bestia de bronce. Llevaba una falda negra plisada, canilleras y una coraza musculada.

—¿Un gato? —preguntó Barristan Selmy al ver el bronce, bajo la capucha. Cuando el Cabeza Afeitada estaba al mando de las Bestias de Bronce mostraba preferencia por la máscara de cabeza de serpiente, imponente e intimidatoria.

—Los gatos van adonde les place —respondió la voz familiar de Skahaz mo Kandaq—. Nadie les presta atención.

—Si Hizdahr supiera que estáis aquí…

—¿Quién va a decírselo? ¿Marghaz? Marghaz se entera de lo que yo quiero. Las Bestias siguen siendo mías; no lo olvidéis. —La máscara amortiguaba la voz del Cabeza Afeitada, pero Selmy alcanzaba a oír la ira que encerraba—. Tengo al envenenador.

—¿A quién?

—Al confitero de Hizdahr. Su nombre no os diría nada; solo es un instrumento. Los Hijos de la Arpía se llevaron a su hija y juraron devolverla sana y salva cuando la reina hubiera muerto. Belwas y el dragón salvaron a Daenerys, pero nadie pudo salvar a la niña. Se la devolvieron a su padre en plena noche, en nueve trozos: uno por cada año que vivió.

—¿Por qué? —la incertidumbre lo corroía— Los Hijos habían dejado de matar. La paz de Hizdahr…

—Es pura farsa. No desde un principio: los yunkios tenían miedo de nuestra reina, o de los Inmaculados, o de los dragones. Esta tierra ya había conocido dragones. Yurkhaz zo Yunzak lo sabía; había leído las crónicas, igual que Hizdahr. ¿Por qué no la paz? Daenerys la deseaba, eso era evidente. La buscaba con demasiado ahínco; debería haber marchado sobre Astapor. —Skahaz se le acercó—. Pero eso era antes. Todo cambió en el reñidero. Daenerys, desaparecida; Yurkhaz, muerto. En lugar de un viejo león, una manada de chacales. Ese Barbasangre… no tiene ningún interés por la paz. Y aún hay más. Aún hay algo peor. Volantis ha lanzado su flota contra nosotros.

—Volantis. —Selmy notó un cosquilleo en la mano de la espada—. ¿Estáis seguro?

«Pactamos la paz con Yunkai, no con Volantis.»

—Por supuesto. Los sabios amos lo saben; sus amigos, también. La Arpía, Reznak, Hizdahr. Este rey abrirá las puertas de la ciudad cuando lleguen los volantinos. Todos los libertos de Daenerys volverán a convertirse en esclavos; incluso algunos que nunca lo fueron se verán cargados de cadenas. Podéis acabar vuestros días en las arenas de combate, viejo. Khrazz se comerá vuestro corazón.

—Hay que decírselo a Daenerys. —La cabeza iba a estallarle.

—Para eso habría que encontrarla. —Skahaz lo agarró del antebrazo con dedos de hierro—. No podemos esperarla. He hablado con los Hermanos Libres, los Hombres de la Madre, los Escudos Fornidos. No confían en Loraq. Debemos deshacernos de los yunkios, pero necesitamos a los Inmaculados. Gusano Gris os escuchará; hablad con él.

—¿Con qué fin?

«Lo que propone es una traición. Una conspiración.»

—El de vivir. —Tras la broncínea máscara de gato, los ojos del Cabeza Afeitada brillaban como lagos negros—. Debemos atacar antes de que lleguen los volantinos. Romper el cerco, matar a los señores esclavistas, ganarnos a sus mercenarios. Los yunkios no esperan un ataque. Tengo espías en sus campamentos: la enfermedad se extiende, peor día tras día. La disciplina se ha venido abajo; los señores pasan más tiempo borrachos que sobrios, hartándose en banquetes, fantaseando entre sí sobre las riquezas que se repartirán cuando caiga Meereen, peleando por la supremacía. Barbasangre y el Príncipe Desharrapado se desprecian mutuamente. Nadie espera un enfrentamiento, y menos ahora. Creen que la paz de Hizdahr nos ha vuelto confiados.

—Daenerys firmó esa paz —argumentó ser Barristan—. No tenemos autoridad para romperla sin su consentimiento.

—¿Y si está muerta? —quiso saber Skahaz—. Entonces, ¿qué? Habría querido que protegiésemos su ciudad. A sus hijos.

«Mhysa,
la llamaban todos aquellos a quienes había liberado de las cadenas.» Los libertos eran sus hijos.

—Madre. —El Cabeza Afeitada estaba en lo cierto. Daenerys querría que sus hijos estuviesen protegidos—. ¿Y qué pasa con Hizdahr? Todavía es su consorte. Su rey. Su esposo.

—Su envenenador.

«¿Será cierto?»

—¿Qué pruebas tenéis?

—Esa corona que lleva es prueba suficiente. El trono en el que se sienta. Abrid los ojos, viejo: eso era todo lo que necesitaba de Daenerys, todo lo que quería. Ahora que lo tiene, ¿por qué compartirlo?

«Es cierto, ¿por qué? —En el reñidero hacía mucho calor. Aún podía ver la reverberación del aire en la arena escarlata, oler la sangre que manaba de los hombres muertos para su diversión. Y podía oír a Hizdahr, insistiendo para que la reina probase las langostas con miel: “Son muy sabrosas…, dulces y picantes…”, pero él no había probado ni una. Selmy se frotó las sienes—. Nunca he jurado fidelidad a Hizdahr zo Loraq, y en cualquier caso, me ha dejado de lado, como hizo Joffrey.»

—Ese confitero… Quiero interrogarlo yo mismo. A solas.

—¿Ah, sí? Podéis interrogarlo como os plazca, si es vuestro deseo. —El Cabeza Afeitada se cruzó de brazos.

—Si… si lo que tiene que decir me convence…, si me uno a vos en esto…, necesito vuestra palabra de que Hizdahr zo Loraq no sufrirá daño alguno hasta que… A no ser que podamos probar que tuvo algo que ver en esto.

—¿Por qué os preocupáis tanto por Hizdahr, viejo? Si no es la mismísima Arpía, es su primogénito.

—Lo único que sé con certeza es que se trata del consorte de la reina. Quiero vuestra palabra, o juro que os encontraréis con mi oposición.

—En tal caso, tenéis mi palabra. —La sonrisa de Skahaz era despiadada—. Hizdahr no sufrirá ningún daño hasta que se demuestre su culpa, pero cuando quede demostrada, tengo intención de matarlo con mis propias manos. Quiero sacarle las entrañas y mostrárselas antes de dejarlo morir.

«No —pensó el viejo caballero—. Si Hizdahr conspiró para asesinar a mi reina, yo mismo haré el trabajo, pero tendrá una muerte limpia y rápida. —Los dioses de Poniente estaban lejos, pero ser Barristan Selmy guardó silencio un momento para rogar a la Vieja que lo iluminase con su sabiduría—. Por los hijos —se dijo—. Por la ciudad. Por mi reina.»

—Hablaré con Gusano Gris.

El aspirante del hierro

El
Dolor
apareció, solitario, al amanecer, con las lúgubres velas negras recortadas contra el cielo rosa claro de la mañana.

«Cincuenta y cuatro —pensó Victarion con amargura cuando lo despertaron—, y llega solo. —Maldijo para sus adentros la perversidad del Dios de la Tormenta; sentía la rabia como un nudo negro en las tripas—. ¿Dónde están mis barcos?»

Había zarpado de las Escudo con noventa y tres de los cien que habían llegado a componer la Flota de Hierro, una flota que no pertenecía a un solo señor, sino al Trono de Piedramar, capitaneada y tripulada por hombres de todas las islas. Eran navíos menores que los grandes dromones de las tierras verdes, sí, pero tres veces más grandes que ningún barcoluengo, con casco alto y contundente, perfectos para enfrentarse en batalla con los barcos del rey.

En los Peldaños de Piedra, tras el prolongado viaje a lo largo de la costa desolada y yerma de Dorne, llena de bajíos y remolinos, se habían abastecido de cereales, caza y agua dulce. Allí, el
Victoria de Hierro
había capturado un barco mercante, la gran coca
Dama Noble,
que se dirigía a Antigua pasando por Puerto Gaviota, Valle Oscuro y Desembarco del Rey, con un cargamento de bacalao en salazón, grasa de ballena y arenques en escabeche. Aquella comida pasó a engrosar sus despensas. Tres cocas, una galeaza y una galera, los otros cinco trofeos que consiguieron en los Estrechos de Redwyne y a lo largo de la costa dorniense elevaron el total a noventa y nueve barcos.

Noventa y nueve barcos habían zarpado de los Peldaños de Piedra en tres flamantes flotas, todas con orden de reagruparse al sur de la isla de los Cedros. Cuarenta y cinco habían llegado ya al otro extremo del mundo: veintitrés de Victarion, en grupos de tres o cuatro y algunos solos; catorce de Ralf el Cojo; tan solo nueve de los que habían zarpado con Ralf Stonehouse el Rojo, y el propio Ralf estaba entre los desaparecidos. Se habían sumado a la flota los nueve trofeos conseguidos en el mar, con lo que el número total ascendía a cincuenta y cuatro… Pero los barcos capturados eran cocas, pesqueros y barcos mercantes y esclavistas, no navíos de guerra. Cuando llegara la batalla, no sustituirían a los barcos perdidos de la Flota de Hierro.

El último en aparecer había sido el
Veneno de Doncella,
tres días atrás. La jornada anterior presenció la llegada de tres barcos juntos, procedentes del sur: la
Dama Noble,
cautiva entre el
Carroña
y el
Beso de Hierro
.

Pero los dos días previos no había llegado ninguno, y antes, solo el
Jeyne Decapitada
y el
Temor,
y habían pasado otros dos días de mares desiertos y cielos sin nubes antes de que apareciera Ralf el Cojo con lo que quedaba de su flota: el
Lord Quellon,
la
Viuda Blanca,
el
Lamento,
el
Pesar,
el
Leviatán,
la
Dama de Hierro,
el
Viento del Cosechador
y el
Martillo de Guerra,
seguidos de seis barcos, dos de ellos tan dañados por la tormenta que llegaron a remolque.

—Tormentas —masculló Ralf el Cojo cuando consiguió llegar hasta Victarion—. Tres tormentas de las fuertes, y entre una y otra, los peores vientos: vientos rojos de Valyria que olían a ceniza y a azufre, y vientos negros que nos empujaron hacia esa costa asolada. Esta expedición estaba maldita desde el principio. Ojo de Cuervo te tiene miedo. Si no, ¿por qué te manda tan lejos? Lo que quiere es que no volvamos.

A Victarion se le había pasado lo mismo por la cabeza cuando se tropezó con la primera tormenta a una singladura de la Antigua Volantis.

«Los dioses aborrecen a todo aquel que mata a la sangre de su sangre —meditó—. De lo contrario, Euron Ojo de Cuervo ya habría muerto a mis manos una docena de veces. —Mientras el mar se embravecía a su alrededor y la cubierta se subía y bajaba bruscamente bajo sus pies, había visto al
Festín de Dragón
y al
Marea Roja
chocar con tal fuerza que ambos saltaron en astillas—. Es obra de mi hermano», pensó. Fueron los dos primeros barcos que perdió de su tercio de la flota, pero no los últimos.

Su reacción fue abofetear al Cojo, dos veces.

—La primera es por los barcos que has perdido, y la segunda, por hablar de maldiciones. Como vuelvas a pronunciar esa palabra, te clavo la lengua al mástil. Ojo de Cuervo no es el único que sabe dejar muda a la gente. —El dolor de la mano izquierda hizo que sus palabras sonaran más bruscas de lo que pretendía, pero hablaba en serio—. Vendrán más barcos. Las tormentas han terminado por ahora, y tendré mi flota.

Un mono subido a un mástil chilló despectivo, casi como si percibiera su frustración.

«Bicho escandaloso». Le entraron ganas de mandar a un hombre a cazarlo, pero al parecer, a los monos les encantaba aquel juego, y ya habían demostrado que eran más ágiles que los tripulantes. Pero los chillidos le retumbaban en los oídos y subrayaban el dolor de la mano.

—Cincuenta y cuatro —gruñó.

Para un viaje tan largo, conservar toda la Flota de Hierro era mucho esperar, pero el Dios Ahogado podría haberles concedido al menos setenta u ochenta naves.

«Ojalá nos acompañara Pelomojado o algún otro sacerdote. —Victarion había hecho un sacrificio antes de zarpar y otro en los Peldaños de Piedra, al dividir la flota en tres; pero tal vez se hubiera equivocado de oraciones—. O eso, o el Dios Ahogado no tiene ningún poder aquí.» Cada vez tenía más miedo de haberse aventurado demasiado lejos, en mares extraños con dioses desconocidos… Pero las dudas de aquella clase solo se las confiaba a la mujer de piel oscura, que no tenía lengua con que repetirlas.

Cuando divisaron el
Dolor,
Victarion hizo llamar a Wulfe Una Oreja.

—Quiero hablar con el Cobaya. Díselo a Ralf el Cojo, a Tom Sin Sangre y al Pastor Negro. Hay que convocar a todas las partidas de caza; los campamentos de la orilla se levantarán en cuanto amanezca. Que carguen con tanta fruta como puedan y traigan los jabalíes a bordo; iremos matándolos a medida que sea necesario. El
Tiburón
se quedará aquí para informar de nuestro destino a los rezagados. —De todos modos, tenían que hacer reparaciones de envergadura en el barco, que las tormentas habían dejado convertido en un cascarón. Con eso, su número se reduciría a cincuenta y tres, pero no había otra solución—. La flota zarpará mañana, con la marea de la tarde.

—Como ordenes, lord capitán, pero si esperamos un día más, puede llegar otro barco.

—Sí, y si esperamos diez días, pueden llegar diez, o ninguno. Ya hemos perdido demasiado tiempo por si avistábamos más velas. La victoria será más dulce cuanto más reducida sea la flota con que la consigamos. —«Y tengo que llegar a la reina dragón antes que los volantinos.»

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