Hizo una pausa y su rostro perdió el enfado y expresó interés.
—Decidme..., ¿qué le ha pasado a Curley en la mano?
Hubo un silencio incómodo. Candy dirigió una mirada a Lennie. Luego tosió.
—Pues... Curley... metió la mano en una máquina, señora. Se rompió la mano.
La mujer los miró durante un instante y luego soltó una carcajada.
—¡Bah! ¡Cuentos! ¿Creéis que me podéis engañar? Lo que pasa es que Curley quiso hacer algo y no pudo. Con una máquina..., ¡tonterías! Si desde que se rompió la mano no ha dicho una sola vez cómo va a lanzar su uno—dos... ¿Quién le rompió la mano?
Candy repitió empecinadamente:
—Se la lastimó con una máquina.
—Bueno —dijo despreciativa la mujer—. Bueno, tápalo, si quieres. ¿Qué me importa? Os creéis que sois muy buenos. ¿Qué pensáis que soy yo, una criatura...? Os digo que podría estar trabajando en el teatro. Y no en cualquier cosa. Y un tipo me dijo que podía introducirme en el mundo del cine... —Había perdido el aliento a causa de la indignación—. Sábado por la noche. Todo el mundo fuera. ¡Todo el mundo! Y yo, ¿qué hago yo? Aquí hablando con tres pobres peones, tres momias: un negro, un imbécil y un viejo piojoso... Y tengo que conformarme porque no hay nadie más.
Lennie la miraba, semiabierta la boca. Crooks se había refugiado en la terrible dignidad protectora del negro. Pero se operó un cambio en el viejo Candy. Se incorporó de pronto y volteó hacia atrás el cajón en que estaba sentado.
—¡Basta! —vociferó enfurecido—. Usted no hace falta aquí. Ya le pedimos que se fuera. Y le digo que se equivoca cuando dice lo que somos nosotros. No tiene en esa cabeza de pájaro sesos bastantes para comprender que no somos pobres peones. Háganos echar, si quiere. Haga la prueba. Cree que nos vamos a ir por los caminos a buscar otro trabajo tan apestoso como éste. No sabe que tenemos nuestro propio rancho, nuestra casa. No tenemos por qué quedarnos aquí. Tenemos una casa y gallinas y frutales y un campo cien veces más bonito que éste. Y tenemos amigos; eso es lo que tenemos. Tal vez hubo un tiempo en que nos asustaba que nos echaran, pero ahora no. Tenemos nuestra propia tierra, y es nuestra, y podemos vivir en ella.
La mujer de Curley se rió de él.
—¡Qué disparate! —exclamó—. Conozco bien a los hombres como vosotros. Si tuvierais una moneda ya habríais ido a comprar alcohol, y estaríais lamiendo hasta el fondo del vaso. Os conozco bien.
El rostro de Candy había ido enrojeciendo progresivamente pero, antes de que la mujer terminara de hablar, ya había conseguido dominarse. Era dueño de la situación.
—Debía haberlo supuesto —continuó suavemente—. Tal vez sea mejor que haga revolear sus faldas por otro sitio. No tenemos nada que decirle, nada. Sabemos lo que somos y lo que tenemos, y nos importa muy poco si usted lo sabe o no. De manera que lo mejor sería que se marchara de una vez, porque tal vez no le guste a Curley que su mujer esté en el granero con unos pobres peones.
Miró la mujer de un rostro a otro, y todos estaban cerrados para ella. Y miró más detenidamente a Lennie, hasta que lo obligó a bajar los ojos, abochornado. De pronto preguntó la mujer:
—¿Cómo se lastimó así la cara?
Lennie alzó la mirada culpable:
—¿Quién..., yo?
—Sí, tú.
Lennie volvió el rostro hacia Candy en busca de auxilio, y después volvió a mirarse las rodillas.
—Una máquina le rompió la mano —aseguró.
La mujer de Curley se echó a reír.
—Está bien, Máquina. Ya hablaré después contigo. Me gustan las máquinas.
Candy intervino.
—Usted deje a este hombre en paz. No se meta con él. Voy a contarle a George todo lo que ha dicho. George no permitirá que se meta con Lennie.
—¿Quién es George? ¿Ese hombrecito que vino contigo?
Lennie sonrió con alegría.
—Eso es –contestó—. Ése es George, y me va a dejar cuidar los conejos.
—Bueno, si todo lo que quieres es eso, yo podría conseguirte también un par de conejos.
Crooks se puso de pie y se irguió frente a la mujer.
—Ya basta —cortó fríamente—. Usted no tiene derecho a entrar en el cuarto de un hombre de color. No tiene derecho a acercarse siquiera aquí. Ahora váyase, y váyase pronto. Si no, voy a pedir al patrón que no la deje entrar más en este granero.
Ella se volvió hacia el peón negro, llena de desprecio.
—Escucha, negro —dijo—. ¿Sabes lo que soy capaz de hacer si vuelves a abrir la boca?
Crooks la miró con expresión desamparada; luego se sentó en su camastro y se replegó dentro de sí mismo.
La mujer se le acercó.
—¿Sabes lo que podría hacer yo?
Crooks pareció empequeñecerse y se apretó contra la pared.
—Sí, señora.
—Bueno, guarda las distancias entonces, negro. Me sería tan fácil, tan condenadamente fácil hacerte colgar de un árbol que ya no sería ni divertido.
Crooks se había reducido a la nada. No había personalidad, no había un yo: nada que despertase gusto o disgusto. Repitió:
—Sí, señora.
Y su voz no tenía tono.
Durante unos instantes siguió ella de pie a su lado, como si esperara que se moviese para poder fustigarle otra vez; pero Crooks estaba totalmente quieto, desviados los ojos, retirado todo lo que podía ser herido. Por fin la mujer se volvió hacia los otros dos.
El viejo Candy la miraba, fascinado.
—Si llegara a hacer eso —dijo suavemente— nosotros lo contaríamos todo.
—Contad, qué diablos —exclamó la mujer—. Nadie os escucharía, y lo sabéis muy bien. Nadie os escucharía.
Candy cedió.
—No... —convino—. Nadie nos escucharía.
—Quiero que venga George —lloriqueó Lennie—. Quiero que vuelva George.
Candy se acercó a él.
—No te aflijas. Acabo de oírlos regresar. George debe de estar ya en el cuarto de peones, con todos los demás. —Se volvió hacia la mujer de Curley—. Mejor haría en irse ahora —aconsejó lentamente—. Si se va ahora, no le diremos a Curley que estuvo aquí.
Ella lo escrutó fríamente.
—No estoy muy segura de que los hayas oído volver.
—Mejor es que me crea. Si no está segura, váyase para no correr el riesgo.
Ella se volvió hacia Lennie.
—Me alegro de que hayas golpeado un poco a Curley. Se lo estaba buscando. A veces yo misma querría golpearlo.
Se deslizó por la puerta y desapareció en el oscuro granero. Y mientras atravesaba el establo repicaron las cadenas de los ronzales, y algunos caballos resoplaron y otros golpearon los cascos.
Crooks pareció salir lentamente de las capas de protección en que se había refugiado.
—¿Es cierto que oyó que volvían los muchachos? —preguntó.
—Claro que los oí.
—Bueno, yo no oí nada.
—La puerta dio un golpe hace un rato —informó Candy, y continuó—: Dios, qué poco ruido hace esa mujer para moverse. Supongo que tendrá mucha práctica.
Crooks eludió ahora todo el tema.
—Tal vez será mejor que se vayan —sugirió—. Me parece que no quiero que estén más aquí. Un hombre de color debe tener algunos derechos, aunque no le gusten.
—Esa perra —comentó Candy— no debió decirle eso.
—No es nada —murmuró apagadamente Crooks—. Ustedes hicieron que olvidara, al venir a sentarse aquí. Lo que ella dice es verdad.
Los caballos resoplaron en el establo y las cadenas repicaron, y una voz llamó:
—Lennie. Eh, Lennie. ¿Estás aquí?
—Es George —gritó Lennie. Y respondió—: Aquí, George. Aquí estoy.
Un segundo más tarde George aparecía en el umbral desde donde miró a su alrededor, con expresión de desaprobación.
—¿Qué estás haciendo en el cuarto de Crooks? No debías haber venido aquí.
Crooks asintió.
—Eso les dije, pero entraron de todos modos.
—Bueno, ¿por qué no los echó a patadas?
—No me molestaban —repuso Crooks—. Lennie es un buen tipo.
Candy reaccionó en ese momento:
—¡Ah, George! He estado haciendo cuentas y cuentas. He calculado cómo podremos ganar dinero con esos conejos.
George frunció el ceño.
—Me parece que os dije que no hablaseis de eso con nadie.
—No hablamos más que con Crooks —explicó Candy, alicaído.
—Bueno —dijo George—, ahora los dos os marcháis de aquí. Parece que no puedo dejaros solos ni un minuto, Dios mío.
Candy y Lennie se pusieron de pie y fueron hacia la puerta. Crooks llamó:
—¡Candy!
—¿Eh?
—¿Se acuerda de lo que dije? ¿Del trabajo que podía hacer yo?
—Sí. Me acuerdo.
—Bueno, olvídelo. No quise decir eso. Estaba bromeando. No me gustaría ir a un sitio así.
—Bueno, bueno, si piensa eso... Buenas noches.
Los tres hombres salieron. Al pasar por el establo, los caballos resoplaron y repicaron las cadenas de los ronzales.
Crooks se sentó en su camastro, miró por un momento hacia la puerta y luego buscó el frasco de linimento. Se levantó la camisa hasta el cuello, vertió un poco de linimento en la rosada palma y, estirando el brazo en una curva, empezó lentamente a frotarse la espalda.
Un extremo del enorme granero estaba ocupado por una alta pilada de heno nuevo y sobre la pilada pendía la horquilla mecánica de cuatro puntas, suspendida de su polea. El heno caía como la ladera de una montaña hacia el otro extremo del granero y había un espacio al nivel del suelo sin ocupar todavía por la nueva cosecha. A los lados se veían los pesebres, y entre las barras de cada uno se distinguían las cabezas de los caballos.
Era domingo por la tarde. Los caballos en descanso mordisqueaban las restantes hojas de heno, y golpeaban los cascos y mordían la madera del pesebre y hacían sonar las cadenas de los ronzales. El sol de la tarde penetraba por las grietas de las paredes del granero y yacía en brillantes paralelas sobre el heno. Había en el aire un zumbido de moscas, el perezoso susurro de la tarde.
Desde fuera llegaba el tañido de las herraduras contra la estaca de juego y los clamores de los hombres, para jugar, para alentar, para mofarse. Pero en el granero había calma y zumbido y pereza y calor.
Sólo Lennie estaba en el granero; Lennie se había sentado en el heno junto a un cajón y bajo un pesebre situado en el extremo del granero no ocupado todavía por el heno. Lennie, sentado sobre el heno, miraba a un perrito muerto que yacía frente a él. Lo miró largo rato, luego extendió su mano enorme y lo acarició desde la cabeza a la cola.
Y Lennie dijo suavemente al cachorrito:
—¿Por qué has tenido que morirte? No eres tan pequeño como los ratones. No te pegué muy fuerte.
Dobló hacia atrás la cabeza del cachorro y siguió hablándole:
—Ahora quizá George no me deje cuidar los conejos, si descubre que has muerto.
Excavó un hueco en la paja, metió en él al cachorro y lo cubrió con heno hasta ocultarlo; pero siguió mirando el montículo que había hecho.
—Esto —continuó— no es algo tan malo como para tener que esconderme en el matorral. ¡Oh, no! No es para tanto. Le diré a George que te encontré muerto.
Desenterró el cachorro y lo inspeccionó, y volvió a acariciarlo desde las orejas a la cola. Y continuó hablando acongojado.
—Pero lo va a saber. George siempre sabe. Me va a decir: «Tú lo mataste. No trates de engañarme». Y va a decir: «Ahora, no vas a cuidar los conejos».
De pronto, explotó su ira.
—¡Maldito seas! —exclamó—. ¿Por qué has tenido que ir y morirte? No eres tan pequeño como los ratones.
Levantó el perrito y lo arrojó a lo lejos. Le volvió la espalda. Se sentó, muy inclinado el busto sobre las rodillas, y murmuró:
—Ahora no van a dejar que cuide de los conejos. Ahora George no me va a dejar.
Se inclinó hacia adelante y atrás, meciéndose en su desventura.
Desde fuera llegaba el tañido de las herraduras contra la estaca de hierro y luego un breve coro de gritos. Lennie se incorporó y buscó el perrito, lo tendió en el heno y se sentó. Volvió a acariciar al cachorro.
—No eras bastante grande —susurró—. Me dijeron y me repitieron que todavía no eras grande. Yo no sabía que ibas a morir tan fácilmente.
Tomó entre sus dedos la fláccida oreja del perrito.
—Quizá George no se enoje —se consoló—. Este condenado hijo de perra no era nada para George. A lo mejor no le importa.
La mujer de Curley apareció dando la vuelta al extremo del último pesebre. Caminaba muy lentamente, de modo que Lennie no la vio. Llevaba su vistoso vestido de algodón y las chinelas con rojas plumas de avestruz. Tenía la cara muy maquillada y sus bucles, como salchichas, estaban dispuestos cuidadosamente. Llegó muy cerca de Lennie antes de que éste alzara la mirada y la viera.
Lleno de pánico, Lennie echó heno sobre el cachorro, con los dedos. Luego alzó hacia la mujer su arisca mirada.
—¿Qué tienes ahí, hijito? —preguntó ella.
Lennie la miraba con enojo.
—George dice que no tengo nada que ver con usted; que no hable con usted.
—¿George —rió ella— te da órdenes para todo?
Lennie bajó la vista hacia el heno.
—Dice que no podré cuidar los conejos si hablo con usted o cualquier cosa.
—George —opinó tranquilamente la mujer— tiene miedo de que Curley se enoje. Bueno, Curley tiene el brazo en cabestrillo..., y si se enoja, bien puedes romperle la otra mano. No me van a engañar con eso de que una máquina le pilló la mano.
Pero Lennie no cedía.
—No, señora. No voy a hablar con usted, ni nada.
Ella se arrodilló en el heno, a su lado.
—Escucha. Todos los muchachos están jugando un campeonato de herraduras. No son más que las cuatro. Ninguno de los muchachos va a dejar de jugar. ¿Por qué no puedo hablar contigo? Nunca hablo con nadie. Me siento tan sola...
—Bueno —dijo Lennie—, pero yo no debo hablar con usted, ni nada.
—Me siento muy sola. Tú puedes hablar con cualquiera, pero yo no puedo hablar más que con Curley. Si no, se enfada. ¿Te gustaría no poder hablar con nadie?
—Bueno, pero yo no debo hablar. George tiene miedo de que me meta en líos.
Ella cambió de tema.
—¿Qué es lo que has tapado ahí?
Entonces volvió a Lennie toda su pena.
—No es más que mi cachorro —murmuró tristemente—. Mi cachorrito.
Y quitó el heno que lo cubría.
—¡Pero, si está muerto!