—Está bien. Llévatelo en seguida y no lo saques más. En cuanto te descuides lo vas a matar.
Lennie salió corriendo.
Slim no se había movido. Sus ojos tranquilos siguieron a Lennie mientras salía.
—¡Jesús! –exclamó—. Es como un niño, ¿verdad?
—Claro que es como un niño. Y no tiene nada de malo, como un niño, salvo que es tan fuerte. Apuesto a que no viene esta noche a dormir aquí. Se va a quedar a dormir junto al cajón en el granero. Bueno... no importa. Allí no va a hacer daño.
La oscuridad era casi total afuera. El viejo Candy, el barrendero, entró y fue a su camastro y detrás de él, trabajosamente, entró su viejo perro.
—Hola, Slim. Hola, George. ¿No jugáis a las herraduras?
—No me gusta jugar todas las noches —repuso Slim.
—¿Alguno de vosotros tiene una gota de whisky? Me duele la barriga.
—Yo no tengo —contestó Slim—. Lo bebería yo, si tuviera, y no me duele nada.
—A mí me duele mucho —se quejó Candy—. Esos condenados nabos me hicieron daño. Sabía que me iban a hacer mal, aun antes de comerlos.
Carlson, el del grueso cuerpo, llegó del patio que ya estaba en penumbras. Caminó hasta el otro extremo del cuarto y encendió la segunda lamparilla.
—Esto está más oscuro que el infierno —comentó—. Por Dios, cómo ensarta herraduras ese negro.
—Juega muy bien —ponderó Slim.
—Ya lo creo —aprobó Carlson—. Nadie lo puede ganar.
Se detuvo y husmeó el aire y, husmeando todavía, bajó la mirada hacia el perro.
—Dios del cielo, cómo apesta ese perro. ¡Sácamelo de aquí, Candy! No hay nada que huela tan mal como un perro viejo. Tienes que llevártelo.
Candy giró hasta el borde de su camastro. Tendió una mano hacia abajo y palmeó al perro y luego pidió disculpas:
—Estoy tanto con él que no me doy cuenta de que apesta.
—Bueno, pero yo no lo aguanto —dijo Carlson—. Ese olor queda aquí incluso después de haberse ido el perro.
Avanzó con los pasos de sus piernas pesadas y miró de cerca al perro.
—No tiene dientes —prosiguió—. Está todo él rígido a causa del reumatismo. No te sirve para nada, Candy. Y él sufre mucho. ¿Por qué no lo matas, Candy?
—Bueno..., ¡diablos! Hace tanto que lo tengo... Lo tengo desde que era cachorro... Cuidaba ovejas con él. —Y agregó orgulloso—: Nadie lo creería al verlo ahora, pero este perro era el mejor ovejero que he visto nunca.
—En Weed —interrumpió George— conocí a un hombre que cuidaba ovejas con un ratonero. Había aprendido a trabajar viendo a los otros perros.
Carlson no iba a dejar que se alejaran del tema.
—Oye, Candy. Este perro no hace más que sufrir. Si lo llevaras afuera y le pegaras un tiro detrás de la cabeza... —se inclinó y señaló—, aquí mismo, no sentiría nada.
Candy miró a su alrededor con expresión de infortunio.
—No —repuso en tono débil—. No sería capaz. Lo tengo desde hace tiempo...
—Pero si no hace más que sufrir —insistió Carlson—. Y apesta como el infierno. Escucha lo que digo. Yo lo mataré. Así no serás tú quien lo haga.
Candy echó las piernas flacas fuera del camastro. Se rascó nerviosamente los blancos pelos de la mejilla.
—Estoy tan acostumbrado a tenerlo conmigo —dijo suavemente—. Desde que era un cachorro...
—Bueno, pero no le haces ningún favor dejándolo vivo —intervino de nuevo Carlson—. Oye, la perra de Slim acaba de criar. Apuesto a que Slim te daría uno de los cachorros, ¿verdad, Slim?
El mulero había estado observando al viejo perro con sus ojos tranquilos.
—Sí —admitió—. Candy puede llevarse un cachorro, si quiere. —Pareció sacudirse para aclarar sus ideas y poder hablar—. Carlson tiene razón, Candy. Ese perro no hace más que sufrir. Yo desearía que alguien me pegara un tiro cuando llegase a ser viejo y tullido.
Candy le miró con desespero, porque las opiniones de Slim eran ley.
—Tal vez le duela —sugirió—. No me importa seguir cuidándolo.
—Del modo como lo voy a matar, no sentirá nada. Le pondré la pistola aquí mismo. —Señaló con la punta del pie—. Justo detrás de la cabeza. Ni siquiera se moverá.
Candy buscó ayuda de cara en cara. La oscuridad era ya total afuera. Un joven trabajador entró en la habitación. Sus hombros, caídos, estaban inclinados hacia adelante y caminaba pesadamente, sobre los talones, cómo si aún transportara el invisible saco de cereal. Fue hasta su camastro y puso su sombrero sobre el estante. Luego sacó del mismo una revista vulgar y la llevó hasta la luz, sobre la mesa.
—¿Te había enseñado esto, Slim? —preguntó.
—¿Qué?
El mozo abrió la revista por una de las últimas páginas, la puso sobre la mesa y señaló con el dedo.
—Aquí, lee esto.
Slim se inclinó sobre la mesa.
—Vamos —dijo el mozo—. Léelo en voz alta.
—«Señor director —leyó lentamente Slim—: Leo su revista desde hace seis años y creo que es lo mejor que se publica. Me gustan los cuentos de Peter Rand. Creo que es muy bueno. Sírvase publicar otros como el "Jinete Enmascarado". Yo no escribo muchas cartas pero lo hago ahora sólo para decirle que su revista bien vale el dinero que cuesta.»
Slim alzó la mirada interrogativamente.
—¿Para qué me haces leer eso?
—Sigue —pidió Whit—. Lee el nombre que hay al pie.
—«Esperando que siga su buen éxito, William Tenner.» —De nuevo alzó la mirada hacia Whit—. ¿Para qué me haces leer eso?
Whit cerró significativamente la revista.
—¿No te acuerdas de Bill Tenner? ¿Uno que trabajó aquí hace cosa de tres meses?
Slim se quedó pensativo.
—¿Un tipo más bien pequeño? ¿Llevaba una cultivadora?
—Eso es —exclamó Whit—. ¡Es ése!
—¿Te parece que él escribió esa carta?
—Claro que sí. Bill y yo estábamos aquí un día. Le acababa de llegar una de estas revistas. Mientras la hojeaba me dijo: «Escribí una carta y no sé si estará aquí». Pero no estaba. Bill dice: «Tal vez la estén guardando para más adelante». Y así era. Ahí está la carta.
—Supongo que tenía razón —consintió Slim—. Se la publicaron.
George tendió la mano hacia la revista.
—¿Puedo verla?
Whit buscó la página de nuevo pero no soltó la revista. Señaló la carta con el índice. Y luego fue hasta su estante y guardó silenciosamente la revista.
—Quién sabe si Bill la habrá visto —dijo—. Bill y yo trabajábamos juntos en aquel campo de lino. Los dos manejábamos cultivadoras. Bill era un gran tipo.
Durante la conversación, Carlson se mantuvo sin intervenir. Había seguido mirando al perro. Candy lo vigilaba con inquietud. Por fin Carlson volvió a hablar.
—Si quieres enviaré al pobre chucho al otro mundo ahora mismo. Ya no tiene sentido que siga viviendo. No puede comer, no ve, ni siquiera camina sin sufrir dolores.
Candy aventuró, esperanzado:
—No tienes con qué matarlo.
—Al cuerno, si no. Tengo una Luger. No va a sufrir nada.
—Tal vez mañana —aventuró Candy—. Esperemos a mañana.
—No veo por qué —cortó Carlson. Fue hasta su camastro, sacó un paquete que había dejado y en su mano apareció una pistola Luger—. Acabemos de una vez. No podemos dormir con lo que apesta ese perro.
Se metió la pistola en el bolsillo trasero del pantalón. Candy miró largo rato a Slim intentando hallar una solución alternativa. Y Slim no se la dio. Por fin consintió Candy, suavemente, sin esperanzas:
—Está bien..., llévatelo.
Ni siquiera miró al perro. Se echó hacia atrás en su camastro, cruzó los brazos detrás de la cabeza y miró al techo.
Del bolsillo sacó Carlson una fina correa de cuero. Se inclinó y la ató en torno al pescuezo del perro. Todos los hombres, menos Candy, lo miraban.
—Vamos, perrito. Vamos, perrito —dijo con suavidad. Y luego, disculpándose, hacia Candy—: No sentirá nada. —Candy no se movió. Carlson tironeó de la correa—: Vamos, perrito.
El perro se puso lentamente, tiesamente, de pie, y siguió a la correa que lo tironeaba con leve insistencia.
—Carlson —llamó Slim.
—¿Qué?
—Ya sabes lo que tienes que hacer.
—¿Qué, Slim?
—Llévate una pala —indicó Slim brevemente.
—¡Ah, claro! Ya entiendo. —Y condujo al perro a la oscuridad.
George lo siguió hasta la puerta, la cerró y corrió el cerrojo de madera sin hacer ruido. Candy seguía rígidamente tendido en el lecho, mirando hacia arriba.
—Una de mis mulas —comentó Slim en voz muy alta— se ha partido un casco. Le tengo que poner algo de brea.
Se apagó el eco de su voz. Había silencio afuera. Murió el ruido de los pasos de Carlson. El silencio ocupó también la estancia. Y el silencio duraba.
—Apuesto —exclamó George con una risita— que Lennie está metido en el granero con su cachorro. Ya no querrá venir aquí, ahora que tiene su perro.
—Candy —llamó Slim—: puedes quedarte con el cachorro que quieras.
Candy no respondió. Cayó otra vez el silencio sobre la estancia. Venía de la noche e invadía la estancia.
—¿Alguien quiere jugar unas manos conmigo? —invitó George mostrando los naipes.
—Yo jugaré un rato —asintió Whit.
Se sentaron ante la mesa, uno frente a otro, bajo la luz, pero George no barajó los naipes. Chasqueó nerviosamente el borde del mazo, y el chasquido atrajo los ojos de todos los hombres presentes, de modo que dejó de hacerlo. Otra vez reinó el silencio en el cuarto. Pasó un minuto, y otro minuto. Candy seguía quieto, mirando al techo. Slim fijó los ojos en él por un momento y luego se miró las manos; sujetó una mano con la otra, y la mantuvo apretada. Se oyó un ruido, como si algún animal estuviera royendo, que venía de bajo el piso y todos los hombres miraron agradecidos hacia el lugar. Sólo Candy seguía contemplando el techo con ojos muy abiertos.
—Parece como si hubiera una rata por ahí —comentó George—. Tendríamos que poner una trampa.
—¿Por qué diablos tardas tanto? —estalló Whit—. Empieza a dar cartas, ¿quieres? Así no vamos a jugar nunca.
George barajó bien los naipes, los juntó y estudió el lomo. Otra vez se hizo el silencio en la habitación.
En la distancia sonó un disparo. Los hombres miraron rápidamente al anciano. Todas las cabezas se volvieron hacia él.
Por un instante Candy siguió mirando al techo. Luego se volvió lentamente en la cama y quedó de cara a la pared, en silencio.
George barajó ruidosamente los naipes y repartió una mano. Whit tomó sus cartas y dijo:
—Parece que vosotros dos habéis venido a trabajar de veras.
—¿Por qué?
—Bueno —rió Whit—. Habéis venido un viernes. Tenéis que trabajar dos días hasta el domingo.
—No lo entiendo —dijo George.
Otra vez rió Whit.
—Ya lo entenderás cuando hayas trabajado un tiempo en estos ranchos grandes. El hombre que quiere ver cómo es el lugar llega el sábado por la tarde. Le dan de comer el sábado por la noche y tres veces el domingo, y puede irse el lunes por la mañana, después del desayuno, sin haber trabajado ni un minuto. Pero vinisteis el viernes al mediodía. Lo hagáis como lo hagáis, tenéis que trabajar un día y medio.
George lo miró con fijeza.
—Vamos a quedarnos un tiempo aquí —aseguró—. Yo y Lennie vamos a ahorrar un poco de dinero.
La puerta se abrió silenciosamente y el peón del establo asomó la cabeza; una flaca cabeza negra arrugada por el dolor, pacientes los ojos.
—Señor Slim.
Slim apartó los ojos del viejo Candy.
—¿Eh? ¡Ah! Hola, Crooks. ¿Qué pasa?
—Me dijo usted que calentara la brea para el casco de esa mula. Ya está caliente.
—¡Ah, claro! Voy en seguida a curarla.
—Puedo hacerlo yo, si usted quiere, señor Slim.
—No. Iré a hacerlo yo mismo —agregó Slim, y se puso de pie.
—Señor Slim —volvió a llamar Crooks.
—Sí...
—Ese hombre grandote, el nuevo, está metiéndose con sus cachorros en el granero.
—Bueno, pero no hace daño alguno. Le regalé uno de los cachorros.
—Pensé que sería mejor que lo supiera usted. Los saca de la paja y los tiene en las manos de un lado para otro. Eso no les va a hacer bien.
—No les hará daño —repitió Slim—. Ahora voy contigo.
George alzó la vista.
—Si ese idiota molesta mucho, échalo a patadas, Slim.
Slim siguió al peón fuera de la estancia.
George dio cartas y Whit recogió las suyas y las estudió.
—¿Has visto ya a la nena nueva? —preguntó.
—¿Qué nena? —preguntó a su vez George.
—Pues la mujer de Curley.
—Sí, la he visto.
—Bueno, ¿no es una preciosidad?
—Tanto no he visto —repuso George.
Whit, visiblemente impresionado, dejó las cartas en la mesa.
—Bueno, quédate por aquí y ten bien abiertos los ojos. Ya verás bastante. Porque no esconde nada. Jamás he visto una cosa igual. Está siempre echándole el ojo a alguien. Hasta creo que le echa el ojo al negro. No sé qué demonios quiere.
—¿Ha habido líos desde que llegó? —inquirió George como al descuido.
Era evidente que Whit no estaba interesado en sus cartas. Dejó que George recogiera las cartas y volviera a su lento solitario: siete cartas, y seis sobre ellas, y cinco sobre las seis.
—Ya entiendo lo que quieres decir —comentó Whit—. No, todavía no ha pasado nada. Curley está que se lo lleva todo por delante, pero eso es todo por ahora. Cada vez que los muchachos están por aquí, se presenta ella. Anda buscando a Curley, o cree que se olvidó algo y lo quiere encontrar. Parece como si no pudiera estar lejos de unos pantalones. Y Curley está como si lo picaran las hormigas, pero todavía no ha pasado nada.
—Va a haber lío —opinó George—. Va a haber un tremendo lío por culpa de ella. Esa mujer es como un revólver con el gatillo listo. Ese Curley se ha metido en una buena. Un rancho con una cantidad de hombres como nosotros no es lugar para una mujer, sobre todo como ella.
—Ya que hablas así —dijo Whit— harías bien en venir con nosotros al pueblo, mañana por la noche.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Lo de siempre. Vamos al local de Susy. Es un bonito sitio. La vieja Susy es muy graciosa, siempre bromeando. Como, por ejemplo, lo que dice cuando llegamos el sábado por la noche. Susy abre la puerta y grita por encima del hombro: «A ponerse las ropas, chicas; aquí viene la policía». Nunca dice palabrotas, tampoco. Tiene cinco mujeres en la casa.