—Claro que sí. Bueno, oye, Lennie... Si llegas a verte en aprietos, como siempre te ocurre, quiero que vengas a este lugar y te escondas en el matorral.
—Que me esconda en el matorral —repitió Lennie lentamente.
—Sí, que te escondas en el matorral hasta que venga yo. ¿Te acordarás de eso?
—Claro que sí, George. Esconderme en el matorral hasta que llegues.
—Pero no te vas a meter en ningún lío, porque entonces no te dejaré cuidar los conejos.
George arrojó la lata de judías vacía entre la maleza.
—No me voy a meter en líos, George. No voy a decir una palabra.
—Bueno. Trae tu hatillo junto al fuego. Va a ser agradable dormir aquí. Mirando el cielo, y las hojas. No avives el fuego. Deja que se vaya apagando.
Hicieron sus lechos en la arena y, al disminuir la llamarada de la hoguera, se hizo más pequeña la esfera de luz; las curvadas ramas desaparecieron, y sólo un leve resplandor mostraba dónde estaban los troncos de los árboles. Desde la oscuridad llamó Lennie:
—George..., ¿estás dormido?
—No. ¿Qué quieres?
—Vamos a tener conejos de distinto color, George.
—Claro que sí —asintió George somnoliento—. Conejos rojos y azules y verdes, Lennie. Millones de conejos.
—Conejos muy peludos, George, como los vi en la feria de Sacramento.
—Claro, bien peludos.
—Porque lo mismo podría marcharme yo, George, y vivir en una cueva.
—Lo mismo podrías irte al diablo —dijo George—. Cállate ya.
La luz roja se extinguió en las brasas. Desde la colina al otro lado del río aulló un coyote y un perro respondió desde lejos. Las hojas de sicomoro susurraron con la apagada brisa de la noche.
La casa de los peones era un largo edificio rectangular. Por dentro, las paredes estaban blanqueadas con cal y el piso no tenía pintura. En tres paredes había pequeñas ventanas cuadradas y en la cuarta una sólida puerta con cerrojo de madera. Contra las paredes se alineaban ocho camastros, cinco de ellos hechos ya con mantas y los otros tres con sus fundas de arpillera al aire. Sobre cada camastro estaba clavado un cajón de manzanas con la abertura hacia adelante de manera que formaba dos estantes para guardar los efectos personales del ocupante de la litera. Y esos estantes se hallaban llenos de pequeños artículos, jabón y polvo de talco, navajas y esas revistas del Oeste que gustan leer los trabajadores de los ranchos, de las que se mofan y en las que creen en secreto. Y también había medicinas, frasquitos y peines; y de los clavos a los lados de los cajones colgaban unas pocas corbatas. Cerca de una de las paredes había una negra estufa de hierro fundido, cuya chimenea subía recta a través del techo. En el centro de la habitación se levantaba una gran mesa cuadrada cubierta de naipes, y a su alrededor se agrupaban cajones para que se sentaran los jugadores.
A eso de las diez de la mañana el sol atravesaba con una brillante barra cargada de polvo una de las ventanas laterales, y las moscas entraban y salían del rayo de luz como estrellas errantes.
Se alzó el cerrojo de madera. Se abrió la puerta y entró un anciano alto, cargado de hombros. Vestía ordinaria ropa azul y llevaba una gran escoba en la mano izquierda. Detrás de él entró George y, detrás de George, Lennie.
—El patrón os esperaba anoche —dijo el viejo—. Se enojó como el diablo cuando no os vio esta mañana para ir a trabajar.
Señaló con el brazo derecho, y de la manga surgió una muñeca redonda como un palo, pero sin mano.
—Podéis ocupar aquellas dos camas —agregó, indicando dos camastros cerca de la estufa.
George se acercó a un camastro y arrojó sus mantas en el saco de arpillera lleno de paja que formaba el colchón. Miró el cajón de sus estantes y sacó de dentro una latita amarilla.
—¡Eh! ¿Qué diablos es esto?
—No sé —contestó el viejo.
—Aquí dice «mata positivamente piojos, cucarachas y otros insectos». Vaya condenada clase de camas que nos dan, ¿verdad? No queremos bichitos de éstos.
El viejo peón movió la escoba y la sostuvo entre el codo y el cuerpo, mientras extendía la mano para tomar la lata. Estudió cuidadosamente la etiqueta.
—Te diré qué ocurre —dijo por fin—. El último que tuvo esta cama era un herrero..., un hombre condenadamente bueno, y el tipo más limpio que se pueda conocer. Solía lavarse las manos hasta después de comer.
—Entonces, ¿cómo tenía piojos?
George iba mostrando gradualmente su ira. Lennie puso su hatillo en el camastro vecino y se sentó. Miraba a George con la boca abierta.
—Te lo explicaré —dijo el viejo—. Este herrero, un tal Whitey, era de esos que ponen veneno aun cuando no haya bichos, para estar seguros, ¿sabes? Te digo que en las comidas pelaba las patatas hervidas y les quitaba los puntitos, hasta los más pequeños, antes de comerlas. Y si le daban un huevo con una mancha roja, la quitaba. Al final se fue, a causa de la comida. Era un tipo así... muy limpio. Los domingos se vestía del todo, aunque no fuera a ninguna parte; hasta se ponía corbata, y después se quedaba sentado aquí.
—No me convence mucho —dijo George con escepticismo—. ¿Por qué dices que se fue?
El viejo puso la lata amarilla en un bolsillo y se frotó las ásperas canas de la barba con los nudillos.
—Pues... el hombre.... se fue, simplemente, como todos. Dijo que era por la comida. Pero lo único que quería era irse. No dio más razones; la comida, nada más. Una noche dice «págueme», y ya está; se fue, como hacen muchos.
George levantó la arpillera del camastro y miró por debajo. Se inclinó para inspeccionar de cerca el colchón. Inmediatamente Lennie se levantó e hizo lo mismo con su cama. Por fin George pareció satisfecho. Deshizo su hatillo y puso cosas en el estante, su navaja y su barra de jabón, su peine y el frasco de píldoras, el linimento y su muñequera de cuero. Luego hizo la cama, pulcramente, con sus mantas.
—Creo que el patrón vendrá pronto —continuó el viejo—. Se enojó mucho cuando no os vio esta mañana. Se metió aquí mientras estábamos tomando el desayuno y preguntó: «¿Dónde diablos están esos peones nuevos?». Y le armó una buena al peón del establo, también.
George alisó de una palmada una arruga de la cama y se sentó.
—¿Al peón del establo? —preguntó.
—Sí, claro. Es que el peón del establo es un negro.
—¿Negro, eh?
—Sí. Un buen tipo. Tiene la espalda torcida porque un caballo lo coceó. El patrón se las hace pasar buenas cuando se enoja. Pero al peón del establo no le importa nada. Lee mucho. Tiene libros en su habitación.
—¿Qué clase de tipo es el patrón? —preguntó George.
—Bueno... Bastante bueno. Se enoja mucho a veces, pero no es malo. Te diré... ¿Sabes qué hizo para Navidad? Trae una barrica de whisky y dice: «Bebed bien, muchachos. Sólo es Navidad una vez al año».
—¡Diablos! ¿Una barrica entera?
—Sí, señor. ¡Dios, cómo nos divertimos! Aquella noche dejaron que el negro entrara aquí. Un mulero que había, un tal Smitty, se peleó con el negro. No lo hizo mal, tampoco. Los muchachos no le dejaban emplear los pies, y por eso el negro le ganó. Smitty aseguró que si le dejaban usar los pies podía matar al negro. Los muchachos dijeron que como el negro tiene la espalda rota, Smitty no podía usar los pies. —Hizo una pausa disfrutando con el recuerdo—. Después de eso, los muchachos fueron a Soledad y armaron una buena. Yo no fui. Mi cuerpo ya no aguanta.
Lennie estaba terminando de hacer su cama. El cerrojo de madera se alzó otra vez y la puerta se abrió. Un hombrecillo recio apareció por la puerta. Vestía pantalones azules de grueso algodón, camisa de franela, chaleco negro desabrochado y abrigo también negro. Tenía los pulgares metidos bajo el cinturón, uno a cada lado de una cuadrada hebilla de acero. En la cabeza llevaba un sucio Stetson pardo, y calzaba botas de tacón alto con espuelas para demostrar que no era un mero trabajador.
El viejo de la escoba lo miró rápidamente luego se dirigió, arrastrando los pies, hacia la puerta, mientras con los nudillos se frotaba las patillas.
—Acaban de llegar estos dos —afirmó, y arrastrando los pies pasó junto al patrón y salió por la puerta.
El patrón entró en la estancia con los pasos breves, rápidos, del hombre de piernas cortas.
—Escribí a Murray y Ready que necesitaba dos hombres para esta mañana. ¿Tenéis las tarjetas de empleo?
George metió la mano en el bolsillo, sacó las tarjetas y las entregó al patrón.
—Murray y Ready —prosiguió el patrón— no tienen la culpa. Aquí dicen bien claro que tenían que venir a trabajar esta mañana.
George se miró los pies.
—El conductor del autobús nos jugó una mala pasada —explicó—. Tuvimos que caminar diez millas. Dijo que ya estábamos junto al racho, y no era así. No pudimos encontrar quien nos trajera esta mañana.
El patrón entrecerró los ojos.
—Bueno, tuve que mandar las cuadrillas con dos hombres menos. De nada vale que vayáis ahora; hay que esperar la comida.
Sacó del bolsillo la libreta en que apuntaba las horas de trabajo y la abrió por donde había un lápiz metido entre las hojas. George miró significativamente, con el ceño fruncido, a Lennie y Lennie asintió con la cabeza para indicar que comprendía. El patrón humedeció con la lengua la punta de lápiz.
—¿Cómo te llamas?
—George Milton.
—¿Y tú?
—Se llama Lennie Small —dijo George.
Los nombres quedaron inscritos en la libreta.
—Vamos a ver; hoy es veinte, el veinte a mediodía... —dijo cerrando la libreta—. ¿Dónde habéis estado trabajando últimamente?
—Cerca de Weed —respondió George.
—¿Tú también? —preguntó a Lennie.
—Sí, él también —se adelantó George.
El patrón apuntó con un dedo juguetón hacia Lennie.
—¿No es muy hablador, eh?
—No, no mucho, pero la verdad es que sirve para trabajar. Fuerte como un toro.
Lennie sonrió como para sus adentros.
—Fuerte como un toro —repitió.
George le miró con enojo, y Lennie bajó la cara avergonzado de haber olvidado sus indicaciones.
El patrón exclamó inesperadamente:
—¡Eh, Small!
Lennie levantó la cabeza.
—¿Qué es lo que sabes hacer?
Lleno de pánico, Lennie miró a George para que lo ayudara.
—Sabe hacer todo lo que le digan —explicó George—. Sabe conducir bien un tronco de mulas. Puede cargar bolsas, llevar una cosechadora. Puede hacer de todo. Póngalo a prueba.
El patrón se volvió hacia George.
—Entonces ¿por qué no dejas que él me conteste? ¿Me queréis engañar, acaso?
George interrumpió con voz muy alta.
—¡Oh! No digo que sea inteligente. No lo es. Pero digo que para trabajar no hay quien le gane. Es capaz de cargar un fardo de doscientos kilos.
El patrón metió lentamente la libreta en el bolsillo. Enganchó los pulgares en el cinturón y guiñó un ojo hasta cerrarlo casi.
—Oye... ¿Qué papel juegas tú en esto?
—¿Eh?
—Digo ¿qué es lo que ganas con este tipo? ¿Le quitas el sueldo?
—No, claro que no. ¿Por qué pregunta eso?
—Bueno, nunca he visto a un hombre preocuparse tanto por otro. Me gustaría saber qué interés tienes en esto, nada más.
George repuso:
—Es... es primo mío. Le prometí a su madre que lo cuidaría. Cuando era un niño, un caballo le coceó la cabeza. Pero no tiene nada. Sólo... que no es muy listo. Pero sabe hacer todo lo que se le diga.
El patrón se volvió a medias para marcharse.
—Bueno; Dios sabe que no necesita mucho seso para cargar sacos de cebada. Pero no trates de engañarme, Milton. Me voy a fijar en todo lo que haces. ¿Por qué os fuisteis de Weed?
—Se acabó el trabajo —contestó George rápidamente.
—¿Qué trabajo era?
—Estábamos... estábamos cavando una zanja.
—Bien. Pero no trates de engañarme, porque no vas a ir a ningún lado. Ya he conocido muchos pillos. Después de comer salid con las cuadrillas de peones. Están cargando cebada junto a la trilladora. Id con la cuadrilla de Slim.
—¿Slim?
—Sí. Un mulero, alto, grande. Ya lo veréis en la comida.
Se volvió de repente y se dirigió hacia la puerta, pero antes de salir se dio la vuelta otra vez y miró durante un rato a los dos hombres.
Cuando se hubo apagado el sonido de sus pasos, George se encaró con Lennie.
—Así que no ibas a decir palabra. Ibas a tener bien cerrada esa tremenda boca y me ibas a dejar hablar. Bien cerca estuvimos de perder el trabajo.
Lennie se miró desventuradamente las manazas.
—Lo olvidé, George.
—Sí, lo olvidaste. Siempre te olvidas, y yo tengo que sacarte del enredo. —Se sentó pesadamente en el camastro—. Ahora nos va a vigilar siempre. Tienes que guardarte bien de hacer disparates. Después de esto, vas a tener bien cerrada la boca.
Luego quedó en un malhumorado silencio.
—George.
—¿Qué te pasa ahora?
—Ningún caballo me coceó en la cabeza, ¿verdad, George?
—Más valdría que así hubiera sido —dijo George malvadamente—. Nos hubiéramos evitado muchos malos ratos.
—Dijiste que yo era primo tuyo, George.
—Bueno, eso es mentira. Y me alegro de que sea mentira. Si yo fuera pariente tuyo me pegaría un tiro.
Se interrumpió de pronto, se acercó a la puerta abierta y miró hacia afuera.
—Oye, ¿qué diablos estás escuchando ahí?
El anciano entró lentamente en el dormitorio. Tenía la escoba en la mano. Pegado a sus talones caminaba penosamente un perro ovejero de hocico gris y pálidos, ciegos ojos viejos. El perro renqueó hacia un extremo de la habitación y se tendió, gruñendo suavemente para sus adentros y lamiéndose la piel enmarañada, comida por la sarna. El barrendero siguió mirándolo hasta que estuvo bien acostado.
—No estaba escuchando nada. Sólo me paré en la sombra para rascar al perro. Acabo de barrer el lavadero.
—No, estabas escuchando lo que decíamos —insistió George—. No me gustan los curiosos.
El anciano, incómodo, miró a George y a Lennie, y otra vez a George.
—Acababa de llegar —explicó—. No oí nada de lo que decíais. No me interesa nada de lo que decíais. En un rancho no se escucha lo que dicen los demás, ni se hacen preguntas.
—Claro que no —dijo George, algo apaciguado—. El que lo hace no dura mucho.