Lennie, un deficiente mental tan bruto como tierno, recorre los caminos junto al pícaro e ingenioso George. Son dos figuras errantes en el paisaje rural de la Gran Depresión que asoló Norteamérica, en busca siempre de cualquier trabajo que les permita sobrevivir.
John Steinbeck, Premio Nobel 1962, plasmo en muchas de sus novelas el mundo de los desheredados que vagaban por la América rural de los anos de la Depresión, en busca de cualquier trabajo que les permitiera sobrevivir. En esta novela, que ha sido llevada a la pantalla en 1992, Steinbeck narra la relación entre Lennie y George: Lennie, un débil mental tan primitivo como tierno; George, un pícaro hábil a ingenioso, que intenta proteger a Lennie de si mismo, aunque a veces se escude en su fuerza para salir de apuros. La amistad entre estos dos seres marginados y su enfrentamiento al convencional y civilizado mundo de los poderosos es producto de un costado humano que sigue hoy tan vigente como cuando se escribió esta novela, hace mas de sesenta anos: la solidaridad.
John Steinbeck
De ratones y hombres
ePUB v1.0
Horus0130.01.12
Título original:
Of Mice and Men
Año publicación: 1937
Traducción por: Román A. Jiménez
Unas millas al sur de Soledad, el río Salinas se ahonda junto al margen de la ladera y fluye profundo y verde. Es tibia el agua, porque se ha deslizado chispeante sobre la arena amarilla y al calor del sol antes de llegar a la angosta laguna. A un lado del río, la dorada falda de la ladera se curva hacia arriba trepando hasta las montañas Gavilán, fuertes y rocosas, pero del lado del valle los árboles bordean la orilla: sauces frescos y verdes cada primavera, que en las junturas más bajas de sus hojas muestran las consecuencias de la crecida invernal; y sicomoros de troncos veteados, blancos, recostados, y ramas que se arquean sobre el estanque. En la arenosa orilla, bajo los árboles, yacen espesas las hojas, y tan quebradizas que las lagartijas hacen un ruido semejante al de un gran chisporroteo si corren entre ellas. Los conejos salen del matorral para sentarse en la arena al atardecer, y los terrenos bajos, siempre húmedos, están cubiertos por las huellas nocturnas de los coatíes, y por los manchones donde se han revolcado los perros de los ranchos, y por las marcas en forma de cuña partida dejadas por los ciervos que llegan para abrevar en la oscuridad.
Hay un sendero a través de los sauces y entre los sicomoros; un sendero de tierra endurecida por el paso de los niños que vienen de los ranchos a nadar en la profunda laguna, y por el de los vagabundos que, por la noche, llegan cansados desde la carretera para acampar cerca del agua. Frente al bajo tronco horizontal de un sicomoro gigante se alza un montón de cenizas, resto de muchos fuegos; el tronco está pulido por los hombres que se han sentado en él.
El atardecer de un día cálido puso en movimiento una leve brisa entre las hojas. La sombra trepó por las colinas hacia la cumbre. Sobre la orilla de arena, los conejos estaban sentados, quietos como grises piedras esculpidas. Y de pronto, desde la carretera estatal llegó el sonido de pasos sobre frágiles hojas de sicomoro. Los conejos corrieron a ocultarse sin ruido. Una zancuda garza se remontó trabajosamente en el aire y aleteó aguas abajo. Por un momento el lugar permaneció inanimado, y luego dos hombres emergieron del sendero y entraron en el espacio abierto situado junto a la laguna.
Habían caminado en fila por el sendero, e incluso en el claro uno quedó atrás del otro. Los dos vestían pantalones de estameña y chaquetas del mismo género con botones de bronce. Los dos usaban sombreros negros, carentes de forma, y los dos llevaban prietos hatillos envueltos en mantas y echados al hombro. El primer hombre era pequeño y rápido, moreno de cara, de ojos inquietos y facciones agudas, fuertes. Todos los miembros de su cuerpo estaban definidos: manos pequeñas y fuertes, brazos delgados, nariz fina y huesuda. Detrás de él marchaba su opuesto: un hombre enorme, de cara sin forma, grandes ojos pálidos y amplios hombros curvados; caminaba pesadamente, arrastrando un poco los pies como un oso arrastra las patas. No se balanceaban sus brazos a los lados, sino que pendían sueltos.
El primer hombre se detuvo de pronto en el claro y el que le seguía casi tropezó con él. El más pequeño se quitó el sombrero y enjugó la badana con el índice y sacudió la humedad. Su enorme compañero dejó caer su frazada y se arrojó de bruces y bebió de la superficie de la verde laguna; bebió a largos tragos, resoplando en el agua como un caballo. El hombre pequeño se colocó nerviosamente a su lado.
—¡Lennie! —exclamó vivamente—. Lennie, por Dios, no bebas tanto.
Lennie siguió resoplando en la laguna. El hombre pequeño se inclinó y lo sacudió.
—Lennie. Te vas a enfermar como anoche.
Lennie hundió toda la cabeza en el agua, sombrero y todo, y luego se sentó en la orilla, y el agua de su sombrero chorreó por la chaqueta azul y por la espalda.
—Está buena —afirmó—. Bebe algo, George. Echa un buen trago.
Sonrió entonces alegremente.
George desató su hatillo y lo posó suavemente en la orilla.
—No estoy seguro de que esté buena –dijo—. Parece un poco sucia.
Lennie metió una manaza en el agua y agitó los dedos de manera que el agua se elevó en un chapoteo; se ensancharon los círculos a través de la laguna hasta llegar a la otra orilla y volvieron de nuevo. Lennie miró el movimiento.
—Mira, George. Mira lo que he hecho.
George se arrodilló junto al agua y bebió de su mano, ahuecada, con rápidos movimientos.
—El sabor es bueno —admitió—. Pero no parece que corra. Nunca deberías beber agua que no corre, Lennie —agregó sin esperanzas—. Pero tú beberías de un desagüe, si tuvieras sed.
Se echó agua con la mano en la cara y la extendió con la palma bajo la mandíbula y en torno al cuello, sobre todo en la nuca. Luego volvió a calarse el sombrero, se retiró del río, alzó las rodillas y las rodeó con los brazos. Lennie, que lo había estado mirando, lo imitó exactamente. Se arrastró hacia atrás, alzó las rodillas, las rodeó con los brazos, miró a George para ver si lo había hecho bien. Bajó el ala del sombrero un poco más sobre sus ojos, hasta dejarlo tal y como estaba el sombrero de George.
George miraba malhumorado en dirección al agua. Tenía los párpados enrojecidos por el resplandor del sol.
—Podíamos haber seguido hasta el rancho —dijo con ira— si ese bastardo del autobús hubiese sabido lo que decía. «Apenas un trecho por la carretera —dice—. Apenas un trecho.» ¡Casi cuatro millas! ¡Ése era el maldito trecho! No quería parar en la puerta del rancho, eso es lo que pasa. Es demasiado perezoso el condenado para acercarse hasta allá. Me pregunto si parará en Soledad siquiera. Nos echa del autobús y dice: «Apenas un trecho por la carretera». Apuesto a que eran más de cuatro millas. ¡Qué calor!
Lennie le dirigió una tímida mirada.
—¿George?
—Síii. ¿Qué quieres?
—¿Dónde vamos, George?
El hombrecito dio un tirón del ala de su sombrero y miró a Lennie con el ceño fruncido.
—¿Así que ya lo olvidaste, eh? ¿Te lo tengo que decir otra vez, verdad? ¡Jesús! ¡Eres un verdadero idiota!
—Lo olvidé —dijo Lennie suavemente—. Traté de no olvidarlo. Lo juro por Dios, George.
—Bueno, bueno. Te lo diré otra vez. No tengo nada que hacer. No importa que pierda el tiempo diciéndote las cosas para que las olvides, y volviéndotelas a decir.
—Intenté e intenté no olvidarlo —se excusó Lennie— pero no pude. Me acuerdo de los conejos, George.
—¡Al diablo con los conejos! Eso es todo lo que puedes recordar, los conejos. ¡Bueno! Ahora me escuchas y la próxima vez tienes que recordarlo, para que no nos veamos en apuros. ¿Recuerdas cuando nos sentamos en aquella alcantarilla de la calle Howard y miramos aquella pizarra?
La cara de Lennie se quebró con una encantadora sonrisa.
—Pues claro, George, de eso me acuerdo... pero... ¿qué hicimos después? Recuerdo que pasaron unas chicas y tú dijiste... dijiste...
—Al diablo con lo que dije. ¿Recuerdas que fuimos a donde Murray y Ready, y nos dieron tarjetas de trabajo y billetes para el autobús?
—Ah, claro, George. Ahora me acuerdo.
Introdujo rápidamente las manos en los bolsillos de su chaquetón y agregó suavemente:
—George... No tengo mi tarjeta. Debo de haberla perdido.
Miró al suelo lleno de desesperación.
—No la tenías, imbécil. Yo tengo las dos aquí. ¿Crees que te iba a dejar que llevaras tu tarjeta de trabajo?
Lennie sonrió aliviado.
—Yo... yo creía que la había puesto en el bolsillo.
Y su mano fue otra vez al bolsillo.
—¿Qué has sacado de ese bolsillo? —preguntó George, mirándolo fijamente.
—No tengo nada en el bolsillo —contestó Lennie astutamente.
—Ya sé que no hay nada. Lo tienes en la mano. ¿Qué estás escondiendo en la mano?
—No tengo nada, George. De veras.
—Vamos, dame eso.
Lennie estiró el brazo para alejar su mano de George.
—No es más que un ratón, George.
—¿Un ratón? ¿Vivo?
—¡Aja! Es sólo un ratón muerto, George. Yo no lo maté. ¡De veras! Lo encontré. Lo encontré muerto.
—¡Dámelo!
—Oh, déjame que lo tenga, George.
—¡Dámelo!
La mano cerrada de Lennie obedeció lentamente. George cogió el ratón y lo arrojó, por encima de la laguna, a la otra orilla, entre los matorrales.
—¿Para qué quieres un ratón muerto, eh?
—Podría acariciarlo con el pulgar mientras caminamos —explicó Lennie.
—Bueno, no vas a acariciar ratones mientras caminas conmigo. ¿Recuerdas adónde vamos, ahora?
Lennie lo miró con asombro y luego, avergonzado, ocultó la cara contra las rodillas.
—Lo olvidé otra vez.
—Dios mío —dijo George resignadamente—. Bueno..., mira: vamos a trabajar en un rancho como aquel donde estuvimos en el norte.
—¿El norte?
—En Weed.
—Ah, claro. Ya recuerdo. En Weed.
—El rancho adónde vamos está muy cerca. Iremos a ver al patrón. Ahora, fíjate. Yo le daré las tarjetas de empleo, pero tú no dirás ni una palabra. Te quedas quieto y no dices nada. Si descubre lo imbécil que eres, no nos va a dar trabajo, pero si te ve trabajar antes de oírte hablar, estamos contratados. ¿Lo has entendido?
—Claro, George. Claro que lo he entendido.
—Bien. Ahora, cuando vayamos a ver al patrón, ¿qué vas a hacer?
—Yo... yo —empezó Lennie pensativo. Su rostro quedó tenso de tanto pensar—. Yo... no voy a decir nada. Me quedo allí quieto, sin decir nada.
—¡Eso es! Ahora, repítelo dos, tres veces para estar seguro de no olvidarlo.
Lennie canturreó suavemente:
—No voy a decir nada... No voy a decir nada... No voy a decir nada.
—Bueno —interrumpió George—. Y tampoco vas a hacer disparates como en Weed.
—¿Como en Weed? —preguntó Lennie con expresión de perplejidad.
—Ah, de modo que también has olvidado eso, ¿verdad? Bueno. No voy a hacértelo recordar, para que no lo hagas de nuevo.
Una luz de comprensión apareció en el rostro de Lennie.
—Nos echaron fuera de Weed —estalló triunfalmente.