Ajustó el aplastado sombrero, le hizo un surco en el medio y se lo puso. Miró bondadosamente a los dos hombres que había en el cuarto.
—Hay más luz que el diablo ahí fuera —dijo suavemente—. Apenas puedo ver ahora. ¿Vosotros sois los nuevos?
—Acabamos de llegar —contestó George.
—¿Vais a cargar cebada?
—Eso es lo que dice el patrón.
Slim se sentó en un cajón frente a la mesa, al otro lado de George. Estudió con atención el solitario, a pesar de que las cartas estaban al revés para él.
—Espero que vayáis en mi cuadrilla —continuó. Su voz era muy suave—. Tengo en la cuadrilla un par de idiotas que no distinguen un saco de cebada de una planta de cardo. ¿Habéis cargado cebada alguna vez?
—Uuuf, sí —asintió George—. Yo no puedo cacarear mucho, pero este grandullón puede cargar más sacos de cereal él solo que cualquier par de hombres.
Lennie, que había seguido la conversación de uno a otro hombre con los ojos, sonrió complacido por el halago. Slim miró con aprobación a George por haber hecho el halago. Se inclinó sobre la mesa e hizo chasquear la punta de un naipe suelto.
—¿Viajáis juntos? —Era amistoso su tono. Invitaba a la confidencia, sin exigirla.
—Claro —repuso George—. Nos cuidamos el uno del otro. —Indicó a Lennie con el pulgar—. Él no es muy inteligente. Sin embargo, trabaja como un diablo. Es un buen tipo, pero no tiene sesos. Hace tiempo que lo conozco.
Slim miró a George, a través de él, más allá de él.
—No hay muchos hombres que viajen juntos —musitó—. No sé por qué. Quizás todos tienen miedo de todos los demás en este condenado mundo.
—Es mucho mejor viajar con un amigo —opinó George.
Un hombre fuerte, de barriga prominente, entró en la casa de los peones. Todavía le chorreaba de la cabeza el agua del lavado.
—Hola, Slim —saludó; luego se detuvo y miró a George y Lennie.
—Estos dos acaban de llegar —explicó Slim a manera de presentación.
—Mucho gusto —dijo el hombre—. Carlson, para serviros.
—Yo soy George Milton. Este otro es Lennie Small.
—Mucho gusto —repitió Carlson—. Quería preguntarte, Slim..., ¿cómo está la perra? Vi que no iba con tu carro esta mañana.
—Tuvo cría anoche —informó Slim—. Nueve cachorros. Ahogué cuatro en seguida. No podría criar tantos.
—¿Quedan cinco, eh?
—Sí, cinco. Le dejé los más grandes.
—¿Qué clase de perros van a ser?
—No sé —repuso Slim—. Una especie de ovejeros, supongo. Ésos eran los que más rondaban por aquí cuando la perra estaba en celo.
Carlson siguió:
—Cinco cachorros, ¿eh? ¿Te los vas a quedar?
—No sé. Tendré que dejarlos un tiempo para que mamen la leche de Lulú.
Carlson agregó pensativamente.
—Bueno, mira, Slim. He estado pensando. Ese perro de Candy está ya tan viejo que apenas puede caminar. Apesta como el diablo, además. Cada vez que entra aquí el olor permanece durante dos o tres días. ¿Por qué no convences a Candy para que mate a ese perro y le regalas a cambio uno de los cachorros para que lo críe? Ese perro apesta; puedo olerlo a una milla. No le quedan dientes, está casi ciego, no puede comer. Candy le da leche. No puede masticar.
George había estado mirando fijamente a Slim. De pronto comenzó a repicar afuera un triángulo, lento al principio y cada vez más rápido luego, hasta que el repiqueteo desapareció para ser un único sonido continuo. Cesó tan pronto como había comenzado.
—Ahí está —anunció Carlson.
Fuera hubo un estallido de voces al pasar de largo un grupo de hombres.
Slim se incorporó lentamente y con dignidad.
—Deberíais venir mientras queda algo que comer. No va a quedar nada dentro de un par de minutos.
Carlson se echó hacia atrás para dejar que Slim le precediera, y entonces los dos salieron por la puerta.
Lennie miraba a George lleno de excitación. George juntó sus naipes en un confuso montón.
—Sí, sí —dijo—. Ya lo he oído, Lennie. Le pediré uno.
—Uno blanco y pardo —exclamó Lennie.
—Vamos. Tenemos que ir a comer. No sé si tendrá uno de ese color.
Lennie no se movió de su camastro.
—Pídeselo en seguida, George, para que no mate ninguno de los que quedan.
—Claro. Vamos, ahora, ¡fuera de esa cama!
Lennie se deslizó de su camastro y se puso de pie, y los dos caminaron hacia la puerta. Cuando llegaban a ella, Curley apareció repentinamente.
—¿Habéis visto a una chica por aquí? —preguntó iracundo.
—Hace como media hora, tal vez —contestó George fríamente.
—¿Qué demonios estaba haciendo?
George permaneció quieto, vigilando al hombrecito iracundo. Por fin repuso, insultante:
—Dijo... que lo estaba buscando a usted.
Curley pareció ver por primera vez a George.
Sus ojos relampaguearon sobre él, midiendo su estatura, el alcance de sus brazos, su pecho recio.
—Bueno, ¿para dónde fue? —inquirió al fin.
—No sé —respondió George—. No la miré cuando se iba.
Curley frunció el ceño, giró en redondo y se alejó presuroso.
—Sabes, Lennie —dijo George—, tengo miedo de pelearme yo mismo con ese perro. Lo odio. ¡Jesucristo! Vamos. Ya no quedará nada para comer.
Salieron del edificio. El sol trazaba una fina línea bajo la ventana. De la distancia llegaba un ruido de platos.
Al cabo de un momento el perro viejo entró renqueando por la puerta. Miró a su alrededor con ojos dulces, semiciegos. Husmeó, luego se tendió y puso la cabeza entre las patas. Curley apareció otra vez por la puerta y echó una mirada dentro del cuarto. El perro alzó la cabeza, pero cuando Curley se alejó, la enmarañada cabeza se hundió otra vez hasta el piso.
Aunque se veía el resplandor del atardecer por las ventanas del barracón de peones, dentro estaba oscuro. Por la puerta abierta llegaban los golpes sordos y los ocasionales tañidos de un juego de herraduras, y de vez en cuando el sonido de voces elevadas para aprobar o mofarse, según la jugada.
Slim y George entraron juntos en el cuarto a oscuras. Slim estiró un brazo sobre la mesa de los naipes y encendió la lamparilla eléctrica con pantalla de lata. Instantáneamente la mesa quedó brillante de luz y el cono de la pantalla proyectó hacia abajo su claridad, dejando aún a oscuras los rincones del cuarto. Slim se sentó en un cajón y George tomó el lugar opuesto.
—No es nada —dijo Slim—. De todos modos iba a ahogar a casi todos. No tienes por qué darme las gracias.
—Tal vez no sea mucho para ti —admitió George— pero para él es una gran cosa. Por Dios, no sé cómo vamos a conseguir que duerma aquí. Querrá ir a acostarse en el granero con los perros. Nos costará mucho impedir que se meta en el cajón con esos cachorros.
—No es nada —repitió Slim—, Oye, la verdad es que tenías razón sobre ese hombre. Tal vez no sea inteligente, pero jamás he visto otro que trabajara como él. Por poco mata a su compañero, de tanto cargar sacos. No hay nadie que pueda seguir su ritmo. Por Dios, nunca he visto otro tipo tan fuerte.
George habló orgullosamente.
—No hay más que decir a Lennie lo que debe hacer y lo hará, siempre que no tenga que pensar. No es capaz de pensar por su cuenta, pero sabe hacer lo que se le ordena.
Desde afuera llegó el tañido de una herradura sobre la estaca de hierro, y unas voces entusiastas.
Slim se echó levemente hacia atrás para que no le diera la luz en la cara.
—Es raro cómo vais juntos tú y él. —Era una calmosa invitación a la confidencia.
—¿Qué tiene de extraño? —preguntó George a la defensiva.
—Oh, no sé. Casi todos viajan solos. Casi nunca he visto a dos hombres que viajen juntos. Ya sabes cómo son: aparecen en un rancho y les dan un camastro y trabajan un mes, y después se cansan y se van solos. Parece que nadie les importe. Por eso digo que es raro que un chiflado como él y un hombre tan listo como tú anden juntos.
—No, no es un chiflado —dijo George—. Es imbécil como un burro, pero no está loco. Y yo tampoco soy tan listo, si lo fuera, no estaría cargando cebada por cincuenta dólares y la comida. Si fuera inteligente, si fuera tan sólo un poco listo, tendría mi granja, y estaría recogiendo mis cosechas, en lugar de hacer todo el trabajo y no poseer nada de lo que nace en la tierra.
George quedó en silencio. Quería hablar. Slim no lo alentaba ni lo desalentaba. Seguía sentado, echado hacia atrás, quieto y receptivo.
—No es tan raro que él y yo vayamos juntos —dijo por fin—. Los dos nacimos en Auburn. Yo conocía a la tía de Lennie, Clara, que lo recogió cuando era un niño y lo crió. Cuando murió la tía Clara, Lennie vino conmigo a trabajar. Con el tiempo nos hemos acostumbrado el uno al otro.
—Ummm —hizo Slim.
George dirigió la vista a Slim y vio fijos en él sus ojos tranquilos, ojos de Dios.
—Es curioso —siguió George—. Yo solía divertirme como un condenado a costa de él. Solía jugarle malas pasadas, porque era demasiado tonto para darse cuenta. Pero era tan tonto que ni siquiera sabía que le habían hecho una broma. Demonios, cómo me divertía. Junto a él me parecía que yo era el tipo más inteligente del mundo. ¿Y cómo no si hacía cualquier cosa que yo le dijera? Si le decía que saltara a un abismo, al abismo se tiraba. Pero al poco tiempo ya no era tan divertido. Y nunca se enfadaba conmigo. Le he pegado hasta cansarme, y él podría romperme todos los huesos del cuerpo con una sola mano, pero jamás alzó un dedo contra mí. —La voz de George iba tomando un tono de confesión—. Te contaré qué fue lo que me hizo cambiar. Un día estábamos con unos cuantos tipos junto al río Sacramento. Yo me creía muy listo. Me dirijo a Lennie y le digo: «Salta al río». Y él se tiró. No sabía nadar en absoluto. Estuvo a punto de ahogarse antes de que lo sacáramos del agua. ¡Y me estaba tan agradecido por haberlo salvado! Se olvidó de que era yo quien le había dicho que se tirara al agua. Bueno, desde entonces no he vuelto a hacer cosas así.
—Es un buen tipo —admitió Slim—. No se necesitan sesos para ser bueno. A veces me parece que es más bien al contrario. Casi nunca un tipo muy listo es un hombre bueno.
George reunió las cartas dispersas y comenzó a extender su solitario. Afuera, las herraduras golpeaban en la tierra dura. La luz del atardecer aún encendía las cuadradas ventanas.
—Yo no tengo familia —dijo George—. He visto a los peones que andan solos por los ranchos. Eso no está bien. No se divierten nada. Al poco tiempo se hacen ruines. Y siempre están queriendo pelear.
—Sí, se hacen ruines —convino Slim—. Tanto que con el tiempo no quieren hablar con nadie.
—Claro que Lennie es casi siempre un estorbo, un pelmazo —prosiguió George—. Pero uno se acostumbra a andar con otro tipo y ya no lo puede dejar.
—No es malo —opinó Slim—. Bien se ve que Lennie no es malo en absoluto.
—Claro que no es malo. Pero siempre está metiéndose en líos, porque es tan condenadamente estúpido... Como le pasó en Weed...
Se calló, detuvo la mano cuando había vuelto a medias una carta. Pareció alarmarse y miró fijamente a Slim.
—¿No se lo contarás a nadie?
—¿Qué hizo en Weed? —preguntó Slim calmosamente.
—¿No lo contarás?... No, claro que no lo vas a contar.
—¿Qué hizo en Weed? —preguntó otra vez Slim.
—Bueno vio a aquella chica con un vestido rojo. Es tan imbécil que quiere tocar todo lo que le gusta. Nada más que palparlo. Así que extiende la mano para tocar ese vestido, y la chica suelta un chillido, y Lennie se hace un lío y sigue agarrando el vestido porque es lo único en que puede pensar. Bueno, la chica grita y grita. Yo estaba cerca, y oí los chillidos, y voy corriendo, y para entonces Lennie tiene tal miedo que sólo puede pensar en no soltar a la chica. Le pegué en la cabeza con un palo de alambrada para hacer que la soltara. Estaba tan asustado que no soltaba el vestido. Y es tan fuerte como el diablo, sabes.
Los ojos de Slim estaban fijos en George, sin parpadear. Asintió muy lentamente con la cabeza.
—¿Qué pasó entonces?
George construyó cuidadosamente la línea de cartas para su solitario.
—Bueno, la chica corre a decir a todos que han abusado de ella. Los hombres de Weed forman una partida para ir a linchar a Lennie. Entonces nos sentamos en una zanja de riego, bajo el agua, durante el resto del día. Apenas asomábamos la cabeza sobre el agua, escondidos bajo el pasto que crece al costado de la zanja. Y esa noche salimos disparados de allí.
Slim guardó silencio durante un instante.
—¿No le hizo ningún daño a la chica, eh? —preguntó por fin.
—No, qué diablos. La asustó, nada más. Yo también me asustaría si me agarrara. Pero no le hizo daño. Sólo quería tocarle el vestido, del mismo modo que le gusta acariciar a esos cachorros.
—No es malo —volvió a opinar Slim—. A una legua de distancia se ve que no es malo.
—Claro que no, y es capaz de hacer cualquier cosa que yo...
Lennie entró por la puerta. Llevaba su chaqueta de estameña azul puesta sobre los hombros como una capa, y caminaba con el cuerpo muy inclinado.
—Hola, Lennie —dijo George—. ¿Qué te parece ahora el cachorro?
Lennie susurró sin aliento:
—Es blanco y pardo como yo quería.
Fue directamente al camastro y se tendió y volvió la cara hacia la pared y encogió las rodillas.
George puso lentamente las cartas sobre la mesa.
—Lennie —llamó con severidad.
Lennie dobló el cuello y miró por encima del hombro.
—¿Eh? ¿Qué pasa, George?
—Ya te dije que no debías traer aquí ese cachorro.
—¿Qué cachorro, George? No tengo nada.
George fue velozmente hasta él, lo sujetó por el hombro y le hizo girar el cuerpo en el camastro. Se inclinó y recogió el cachorrito que Lennie había estado ocultando contra el estómago.
Lennie se sentó rápidamente.
—Dámelo, George.
—Te levantas en seguida y llevas el cachorro con los demás —ordenó George—. Tiene que dormir con la madre. ¿Quieres matarlo? Acaba de nacer y ya lo quieres separar de la perra. Lo llevas de vuelta o le digo a Slim que no te lo deje tener.
Lennie extendió las manos suplicantes.
—Dámelo, George. Lo llevo en seguida. No quise hacer daño, George. Te juro que no. Sólo quería acariciarlo un poco.
George le entregó el cachorro.