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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Déjame entrar (29 page)

BOOK: Déjame entrar
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Virginia pasó los edificios altos, iba parque abajo, sin mirar atrás.

Lloraba con hipo, casi corriendo como para dejar atrás las lágrimas. Pero la seguían, le arrasaban los ojos y caían como goterones por las mejillas. Los tacones se clavaban en la nieve, sonaban contra el pavimento de asfalto del camino del parque. Llevaba los brazos cruzados, abrazándose.

No se veía a nadie, así que dio rienda suelta al llanto mientras avanzaba hacia casa, apretándose el estómago con las manos; le dolía allí dentro como si tuviera un feto maligno.

Ábrete a una persona y te hará daño.

No le faltaban motivos para que sus relaciones fueran cortas. No se abría. De hacerlo, había muchas más posibilidades de que la dañaran. Debía consolarse. Se puede vivir con angustia mientras ésta tenga sólo que ver con una misma, mientras no haya esperanza.

Sin embargo había confiado en Lacke. En que algo podría crecer poco a poco. Y al final, un día… ¿Qué? Se aprovechaba de su comida y de su calor, pero en realidad no significaba
nada
para él.

Caminó encogida a lo largo del camino del parque, cobijando su pena. Iba con la espalda encorvada y era como si tuviera allí un demonio que le fuera susurrando cosas terribles al oído.

Nunca más. Nada.

Justo cuando empezaba a imaginarse qué aspecto tendría ese demonio, cayó sobre ella.

Un peso grande se posó en su espalda y cayó de lado sin tiempo de poner las manos. Su mejilla chocó contra la nieve y las lágrimas se convirtieron en hielo. El peso seguía allí.

Por un momento creyó que se trataba realmente del demonio de la pena que había tomado forma y caído sobre ella. Luego llegó el dolor del desgarro en el cuello cuando unos dientes afilados se le clavaban en la piel. Consiguió ponerse en pie de nuevo, dando vueltas, intentando quitarse de encima aquello que tenía en la espalda.

Había algo que le mordía la nuca, el cuello, un chorro de sangre se escurría entre sus pechos. Gritó como una loca e intentó quitarse aquel animal de la espalda a empujones, continuó gritando mientras volvió a caer en la nieve.

Hasta que algo duro le tapó la boca. Una mano.

En la mejilla, una garra que se clavaba más y más en la carne blanda… hasta llegar al hueso del pómulo.

Los dientes dejaron de triturar y oyó un sonido como cuando se sorbe con una paja lo último del vaso. Le cayó un líquido en los ojos y no supo si eran lágrimas o sangre.

Cuando Lacke salió del edificio alto, Virginia no era más que una figura oscura que se movía a lo lejos en el camino del parque, en dirección a la calle Arvid Mörnes. Le oprimía el pecho tras la carrera por las escaleras y el dolor del codo se extendía hasta el hombro. Pese a todo, iba corriendo. Corría cuanto podía. Se le empezó a despejar la cabeza con el aire fresco, y el miedo a perderla lo impulsaba.

Al llegar al recodo donde el «camino de Jocke», como él había empezado a llamarlo, se encontraba con «el camino de Virginia» se paró y logró tomar aire para llamarla. Ella iba por el camino sólo a unos cincuenta metros de él, bajo los árboles.

Justo cuando iba a gritar vio cómo del árbol caía una sombra sobre Virginia, se posaba en ella y la hacía caer al suelo. El grito se quedó en silbido y echó a correr hacia allí. Quería gritar, pero no tenía aire suficiente como para correr y gritar al tiempo.

Corrió.

Delante de él Virginia se levantaba con un gran fardo en la espalda, girando como si tuviera una joroba enloquecida, y volvió a caer.

No tenía ningún plan, ninguna idea. Sólo ésta: llegar hasta Virginia y quitarle aquello de la espalda. Estaba tendida en la nieve al lado del camino con esa masa negra agitándose sobre ella.

Llegó y empleó las fuerzas que le quedaban en dar una patada directamente al bulto negro. Su pie chocó con algo duro y oyó un crujido como cuando el hielo se rompe. El bulto negro cayó de la espalda de Virginia, aterrizó a su lado.

Virginia no se movía, había manchas oscuras en la nieve. El bulto negro se levantó.

Un niño.

Lacke se quedó mirando el más dulce de los rostros infantiles enmarcado por una orla de cabellos negros. Un par de ojos grandes, negros, se cruzaron con los de Lacke.

El niño se puso a cuatro patas como un felino, dispuesto a atacar. Su cara se transformó cuando abrió los labios y Lacke pudo ver la hilera de dientes afilados brillando en la oscuridad.

Hubo un par de respiraciones jadeantes. El niño seguía a cuatro patas y Lacke pudo observar entonces que sus pies eran garras, nítidamente perfiladas contra la nieve.

Entonces una mueca de dolor cruzó la cara del pequeño, se puso de pie y echó a correr en dirección a la escuela con pasos largos y rápidos. Unos segundos después se deslizó en las sombras y desapareció.

Lacke se quedó allí parpadeando para evitar que el sudor le entrara en los ojos. Luego se tiró al suelo al lado de Virginia. Vio la herida. Toda la parte posterior de la cabeza estaba rajada, hilillos negros que subían hasta la raíz del pelo y caían por la espalda. Se quitó la cazadora, se quitó el jersey que llevaba debajo, lo arrebujó como una pelota y lo apretó contra la herida.

—¡Virginia! ¡Virginia! Querida, amada…

Por fin pudo soltar aquellas palabras.

Sábado 7 de Noviembre

De viaje a casa de su padre. Cada recodo del camino le resultaba conocido; había hecho aquel trayecto… ¿cuántas veces? Solo, tal vez diez o doce, pero con su madre otras treinta, por lo menos. Sus padres se habían separado cuando tenía cuatro años, pero Oskar y ella habían seguido yendo allí los fines de semana y durante las vacaciones.

Los últimos tres años le habían dejado viajar solo en el autobús. Esta vez su madre ni siquiera lo había acompañado hasta la Escuela Técnica Superior, desde donde salían los autobuses. Ya era un chico mayor, con su propia tarjeta prepago para el metro en la cartera.

En realidad tenía la cartera sólo para llevar la tarjeta, pero ahora, además, guardaba allí veinte coronas para golosinas y cosas así, y las notas de Eli.

Oskar se tocó la venda de la mano. No quería volver a verla. Era repulsiva. Lo que había ocurrido en el sótano había sido como si…
Ella mostrara su verdadero rostro.

… había algo en ella, algo que era… Lo Terrible. Todo aquello de lo que uno debe cuidarse. Grandes alturas, fuego, cristales en la hierba, serpientes. Todo aquello de lo que su madre se esforzaba tanto en protegerlo.

Quizá fuera por eso por lo que no había querido que Eli y su madre se conocieran. Su madre se habría dado cuenta de inmediato, le habría prohibido acercarse a ello. A Eli.

El autobús salió de la autopista, torció hacia abajo, hacia Spillersboda. Aquél era el único que iba hacia Rådmanså, por eso tenía que ir dando rodeos para pasar por tantos pueblos como fuera posible. El vehículo atravesó un paisaje montañoso con pilas de tablas amontonadas en el Aserradero de Spillersboda, hizo un giro brusco y a punto estuvo de deslizarse cuesta abajo contra el muelle.

No se había quedado a esperar a Eli el viernes por la tarde.

En lugar de eso, cogió su trineo y fue a deslizarse solo por la Cuesta del Fantasma. Su madre se enfadó con él porque se había quedado en casa todo el día, sin ir a la escuela, resfriado, pero Oskar le dijo que ya se encontraba mejor.

Fue hacia el Parque Chino con el trineo a la espalda. La Cuesta del Fantasma empezaba cien metros más allá de la última farola del parque, cien metros de oscuro bosque. La nieve crujía bajo sus pies. El absorbente susurro del bosque, como un aliento. La luz de la luna se filtraba hasta el suelo y entre los árboles parecía un entramado de sombras en el que hubiera figuras sin rostro esperando, moviéndose hacia delante y hacia atrás.

Alcanzó el punto donde el camino empezaba a descender abruptamente hacia la Ensenada del Molino, se sentó en el trineo. La Casa del Fantasma era una pared negra al lado de la cuesta, una prohibición:
No puedes estar aquí cuando es de noche. Éste es nuestro sitio ahora. Si quieres jugar aquí, tienes que jugar con nosotros.

Al final de la cuesta brillaban algunas luces del club náutico de la Ensenada de Kvarnviken. Oskar se desplazó unos centímetros más hacia delante, el desnivel hizo el resto y el trineo empezó a deslizarse. Agarraba el volante con fuerza, quería cerrar los ojos pero no se atrevía, porque entonces podía salirse de la pista, caer por el abrupto precipicio contra la Casa del Fantasma.

Corría cuesta abajo, un proyectil de nervios y músculos tensos. Más y más rápido. De la Casa del Fantasma salían brazos deformados que, cubiertos de nieve en polvo, le tiraban del gorro, le rozaban las mejillas.

Puede que no fuera más que una ráfaga de viento, pero en la parte baja de la cuesta se topó con una maraña transparente y viscosa que estaba atravesada y bien tensada en medio de la pista, como tratando de detenerlo. Pero iba demasiado rápido.

El trineo atravesó la maraña, que se quedó pegada a la cara y al cuerpo de Oskar, luego dio de sí, se estiró hasta romperse y cruzó a través de ella.

En la ensenada de Kvarnviken brillaban las luces. Sentado en su trineo miraba el lugar donde el día antes por la mañana había derribado a Jonny. Se volvió. La Casa del Fantasma era una fea gualdrapa de chapa.

Tirando del trineo subió de nuevo la cuesta. Se lanzó. Arriba de nuevo. Abajo. No podía dejarlo. Y siguió tirándose. Se estuvo deslizando hasta que su cara se convirtió en una máscara de hielo.

Luego se fue a casa.

No había dormido más de cuatro o cinco horas aquella noche, tenía miedo de que llegara Eli por lo que se vería obligado a decir, a hacer, si ella se presentaba: rechazarla. Por eso se había quedado dormido en el autobús hacia Norrtälje y no se había despertado hasta que llegaron. En el autobús de Rådmansö se mantuvo despierto, jugando al juego de recordar todo lo que pudiera a lo largo del recorrido.

Ahí delante tiene que aparecer enseguida una casa pintada de amarillo con un molino de viento en el césped.

Una casa pintada de amarillo con un molino de viento nevado pasó por la ventana. Y así. En Spillersboda se subió una chica al autobús. Oskar se agarró al asiento de delante. Se parecía un poco a Eli, pero por supuesto no era ella. La chica se sentó un par de asientos delante de Oskar. Él se quedó mirándole la nuca.

¿Qué es lo que le pasa?

Aquel pensamiento ya se le había ocurrido a Oskar abajo, en el sótano, cuando estuvo recogiendo las botellas y se secó la sangre de la mano con un trozo de tela del cuarto de la basura, que Eli era una vampira. Eso explicaba un montón de cosas.

Que nunca saliera de día.

Que pudiera
ver en la oscuridad
, cosa que él sabía de sobra que podía hacer.

Además de un montón de cosas: la manera de hablar, el cubo, la agilidad, cosas que sin duda
podían
tener una explicación natural… pero es que, además, estaba la forma en que había chupado su sangre del suelo, y lo que realmente le congelaba las entrañas cuando pensaba en ello:

¿Puedo entrar? Dime que puedo entrar.

Que necesitara una invitación para poder entrar en su habitación, en su cama. Y él la había invitado. Una vampira. Un ser que vivía de la sangre de los demás. Eli. No había ni
una
sola persona a quien pudiera contárselo. Nadie le creería. Y si alguien, pese a todo, le creyera, ¿qué pasaría?

Oskar vio ante sí una multitud de hombres que cruzaban el arco de entrada a Blackeberg, donde él y Eli se habían abrazado, con estacas afiladas en las manos. Entonces sintió miedo por Eli, no quería volver a verla, pero
aquello
no quería que ocurriera.

Tres cuartos de hora después de que se subiera al autobús en Norrtälje llegó a Södersvik. Tiró de la cuerda y la campanilla sonó delante, al lado del conductor. El autobús se paró justo ante la tienda y Oskar tuvo que esperar a que bajara primero una señora mayor a la que conocía pero de la que ignoraba su nombre.

Su padre estaba al pie de la escalera, asintió con la cabeza y dijo: «Hum» a la señora mayor. Oskar bajó del autobús, se quedó un momento parado delante de su padre. La última semana habían sucedido cosas que le hacían sentirse mayor. No adulto, pero sí más mayor. Eso se le vino abajo cuando estuvo ante su padre.

Su madre aseguraba que su padre era infantil de una forma equivocada. Inmaduro, incapaz de asumir responsabilidades. Bueno, ella decía también cosas buenas de él, pero aquello era un escollo constante. La inmadurez.

Para Oskar, su padre allí, extendiendo los brazos, era la imagen del adulto. Y Oskar cayó en esos brazos.

Su padre olía diferente a todas las demás personas de la ciudad. En su viejo chaleco Helly Hansen remendado con cinta de velero había siempre la misma mezcla de madera, pintura, metal y, sobre todo, aceite. Ésos eran sus olores, pero Oskar no pensaba en ello de aquella manera. Era sencillamente «el olor de su padre». Le gustaba aquel olor y aspiró profundamente por la nariz mientras hundía la cara en el pecho de su padre.

—Sí, hola.

—Hola, papá.

—¿Ha ido bien el viaje?

—No, hemos chocado con un alce.

—¡Huy! No me digas.

—Sólo es una broma.

—Ya, ya. Bueno. Pero yo me acuerdo de que una vez…

Mientras iban hacia la tienda su padre empezó a contar la historia de cómo una vez atropelló a un alce con un camión. Oskar, que ya había oído la historia antes, asentía de vez en cuando mirando a su alrededor.

La tienda de Södervik tenía el mismo aspecto sucio de siempre. Los rótulos y banderines que se habían quedado allí a la espera del próximo verano hacían que todo el lugar se asemejara a un puesto de helados desmesurado. La gran carpa detrás de la tienda, donde vendían herramientas para el jardín, muebles para exteriores y cosas por el estilo, tenía el acceso cerrado con unas cuerdas porque ya no era temporada.

En verano, la población de Södervik se multiplicaba por cuatro. Toda la zona alrededor de la ensenada de Norrtälje, la isla de Lågarö, era un hormiguero de casitas de verano y segundas residencias, y aunque los buzones abajo, hacia la isla de Lågarö, colgaban en hileras dobles de treinta casilleros en cada una, el cartero no tenía que ir casi nunca allí en esta época del año. No había nadie, no había correo.

Justo cuando llegaron hasta la moto, su padre terminó de contar la historia del alce.

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