Demian (8 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Novela de formación

BOOK: Demian
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En aquellos días volví a discutir vivamente con él; fue antes de una clase de religión. Mi amigo estaba distante y no se animaba ante mis palabras, que seguramente eran muy sabihondas y pretenciosas.

—Hablamos demasiado. —dijo con desacostumbrada seriedad—. Las palabras ingeniosas carecen totalmente de valor. Sólo le alejan a uno de sí mismo. Y alejarse de uno mismo es pecado. Hay que saber recogerse en sí mismo por completo, como las tortugas.

Poco después entramos en clase. Comenzó la lección y yo me esforcé en atender. Demian no intentó distraerme. Al cabo de un rato empecé a sentir a mi lado, donde estaba él sentado, algo extraño: un vacío, un frío o algo parecido, como si el lugar que ocupaba se hubiera quedado desierto. Cuando aquella sensación empezó a hacérseme insoportable, volví la cabeza.

Vi a mi amigo sentado muy derecho y correcto, como siempre. Sin embargo, tenía un aspecto totalmente diferente al acostumbrado; algo que yo desconocía irradiaba de él y le rodeaba. Creí que tenía cerrados los ojos, pero luego vi que los mantenía abiertos; estaban fijos, no miraban, no veían. Estaban dirigidos hacia dentro, hacia una remota lejanía. Demian estaba completamente inmóvil y parecía que no respiraba; su boca parecía como esculpida en madera o mármol, su rostro pálido, de una palidez uniforme, era como de piedra, y sólo su pelo castaño tenía vida. Sus manos descansaban delante de él, sobre el pupitre, inertes y quietas como objetos, como piedras o frutas, pálidas e inmóviles; pero no blandamente, sino como firme y segura protección de una intensa y oculta vida.

Aquel espectáculo me hizo temblar. «¡Está muerto!», pensé y estuve a punto de gritar. Pero sabía que no lo estaba. Fascinado, no podía apartar los ojos de su rostro, de aquella pálida y pétrea máscara, sintiendo que aquel era el verdadero Demian. Lo que solía aparentar cuando iba y hablaba conmigo no era más que una parte de Demian, aquel que durante un rato representaba un papel, plegándose y amoldándose para dar gusto. Pero el verdadero Demian tenía este aspecto pétreo, ancestral, animal, bello y frío, muerto y al mismo tiempo rebosante de una vida fabulosa. ¡Y en torno suyo el vacío silencioso, el éter, los espacios siderales, la muerte solitaria!

«Ahora se ha sumergido del todo en sí mismo», pensé estremecido. Nunca me había sentido tan solo. Yo no participaba de él; estaba fuera de mi alcance, más lejos que si se encontrara en la isla más lejana del mundo.

No podía comprender cómo nadie, excepto yo, se daba cuenta. ¡Todos tenían que verle, todos tenían que estremecerse! Pero nadie se fijó en Demian. Seguía erguido como una estatua, rígido como un ídolo —según me pareció entonces—, mientras una mosca se posaba sobre su frente y recorría lentamente su nariz y sus labios, sin que él reaccionara con el más leve gesto.

¿Dónde se encontraba en esos instantes? ¿Qué pensaba, qué sentía? ¿Se hallaba en un paraíso o en un infierno?

No me fue posible preguntárselo. Cuando al final de la clase le volví a ver vivir y respirar, nuestras miradas se cruzaron y constaté que era el de antes. ¿De dónde venía? ¿Dónde había estado? Parecía cansado. Su rostro tenía otra vez color, sus manos se movían; su pelo castaño, sin embargo, parecía ahora sin brillo y como cansado.

En los días que siguieron intenté varias veces en mi dormitorio un nuevo ejercicio: me sentaba muy derecho en una silla, inmovilizaba los ojos, me quedaba completamente quieto y esperaba a ver cuánto tiempo podía aguantar y qué sensaciones tenía. Pero sólo conseguí cansarme y que los párpados me escocieran fuertemente.

Poco después fue la confirmación, de la que no me ha quedado ningún recuerdo importante.

Después, todo cambió. La niñez fue derrumbándose a mi alrededor. Mis padres empezaron a mirarme un poco desconcertados. Mis hermanas me resultaban muy extrañas. Un vago desengaño deformaba y desteñía los sentimientos y las alegrías a que estaba acostumbrado. El jardín ya no tenía perfume, el bosque no me atraía; el mundo a mi alrededor parecía un saldo de cosas viejas, gris y sin atractivo; los libros eran papel y la música ruido. Así van cayendo las hojas de un árbol otoñal, sin que él lo sienta; la lluvia, el sol o el frío resbalan por su tronco, mientras la vida se retira lentamente a lo más íntimo y lo más recóndito. El árbol no muere, espera.

Se había decidido que después de las vacaciones iría a otro colegio, por vez primera, lejos de casa. A veces, mi madre se acercaba a mí con especial ternura, despidiéndose ya por adelantado y esforzándose en llenar mi corazón de amor, nostalgia y recuerdo. Demian estaba de viaje. Yo estaba solo.

4. Beatrice

Al terminar las vacaciones, salí para St sin haber vuelto a ver a mi amigo. Mis padres me acompañaron, dejándome, con toda clase de cuidados, en una pensión internado para colegiales regida por un profesor del Instituto. Se hubieran quedado helados de espanto si hubieran sabido a qué cosas me exponían.

El problema seguía siendo si, con el tiempo, podría yo llegar a ser un buen hijo y un ciudadano útil o si mi naturaleza me empujaría por otros caminos. Mi último intento de ser feliz a la sombra del hogar y dentro del espíritu paterno había durado mucho; a veces lo había conseguido, pero al final fracasé por completo.

El extraño vacío y la soledad que por primera vez sentí durante las vacaciones después de la Confirmación —luego se me haría muy familiar este vacío, este aire enrarecido— no desaparecieron tan deprisa. La despedida del hogar no me costó gran esfuerzo; casi me avergoncé de no estar más triste. Mis hermanas lloraban sin motivo; yo no podía. Estaba asombrado de mí mismo. Siempre había sido, en el fondo, un niño sentimental y bueno. Ahora estaba completamente transformado. El mundo exterior me era completamente indiferente, y, durante días, no hacía más que escucharme a mí mismo y los torrentes misteriosos y oscuros que fluían dentro de mí. Había crecido mucho en el último medio año y me asomaba al mundo como un muchacho largirucho, delgado e inmaduro. La gracia del niño había desaparecido del todo; yo mismo sentía que así no se me podía querer, y tampoco yo me quería nada a mí mismo. Muchas veces echaba de menos a Max Demian; pero no pocas también le odiaba y le reprochaba el empobrecimiento de mi vida, que soportaba como una fea enfermedad.

En el internado al principio no me querían ni estimaban. Primero me tomaron el pelo, después se apartaron de mí, considerándome un cobarde y un solitario antipático. Me volqué en mi papel, exagerándolo, y me encastillé en una soledad rencorosa que hacia fuera tenía todas las apariencias de un desprecio muy viril del mundo mientras en el fondo sucumbía a devoradores ataques de melancolía y desesperación. En las clases pude ir tirando con los conocimientos acumulados en casa; mi curso estaba un poco retrasado en comparación conmigo y me acostumbré a tratar a mis compañeros con cierto desprecio, como si fueran niños.

Las cosas siguieron así un año y más; tampoco las primeras vacaciones en casa trajeron nada nuevo; volví a marcharme contento al colegio.

Era a principios de noviembre. Yo había cogido la costumbre de dar cortos y pensativos paseos, hiciese el tiempo que hiciese, en los que solía disfrutar de una especie de placer, lleno de melancolía, de desprecio al mundo y a mí mismo. Una tarde húmeda y nebulosa divagaba yo por los alrededores de la ciudad. El ancho paseo del parque, completamente desierto, invitaba a pasear por él; el camino estaba cubierto de hojas caídas, en las que yo hundía los pies con oscura voluptuosidad. Olía a humedad amarga, y los árboles lejanos surgían de la niebla, fantasmagóricos, grandes y sombríos.

Al final del paseo me paré indeciso, con los ojos clavados en la hojarasca negra, respirando con ansia el aroma mojado de descomposición y muerte, al que algo en mí respondía y saludaba. Oh, qué insípida me resultaba la vida!

De uno de los caminos laterales salió alguien con capa flotante; yo quería seguir andando, pero el recién llegado me llamó.

—¡Eh! ¡Sinclair!

Se acercó. Era Alfons Beck, el mayor del internado. A mí me resultaba simpático y no tenía nada contra él, excepto que siempre me trataba, como a todos los más pequeños, de una manera irónica y paternal. Todos le considerábamos como el más fuerte; decían que tenía dominado al director del internado y era el héroe de muchas leyendas escolares.

—¿Qué haces tú por aquí? —me gritó jovialmente, en el tono que adoptaban los mayores cuando se dignaban hablar con nosotros—. ¡Apuesto a que estás haciendo versos!

—Ni pensarlo —negué bruscamente.

Beck soltó una carcajada y echó a andar junto a mí, charlando como yo no estaba ya acostumbrado a hacerlo.

—No creas que no lo comprendo, Sinclair. Tiene un no sé qué caminar así en la niebla al atardecer, con pensamientos otoñales. Comprendo que se caiga en la tentación de hacer versos. Sobre la naturaleza que muere y sobre la juventud perdida que se le parece. Como Heinrich Heine.

—No soy tan sentimental —me defendí.

—Bueno, bueno ¡déjalo! Pero con un tiempo así creo que es mejor buscar un lugar recogido donde se pueda tomar un vasito de vino o algo por el estilo. ¿Te vienes conmigo un rato? Precisamente estoy completamente solo. O ¿quizá no te apetece? No quiero pervertirte amigo, a lo mejor eres un niño modelo.

Poco después nos encontrábamos en un tabernucho de las afueras de la ciudad, bebiendo un vino dudoso y entrechocando los vasos de vidrio grueso. Al principio aquello no me gustaba demasiado, pero al menos era algo nuevo. Al poco rato, bajo el efecto del vino, me volví muy locuaz. Era como si en mi interior se hubiese abierto una ventana y el mundo entrara resplandeciente. Cuánto tiempo hacía que mi alma no se desahogaba hablando! Me puse a fantasear y de pronto saqué a relucir la historia de Caín y Abel.

Beck me escuchaba complacido. ¡Por fin alguien a quien yo daba algo! Me golpeaba en el hombro y me llamaba «chico del demonio»; y a mí se me hinchaba el corazón del placer de dejar correr generosamente todos los deseos acumulados de hablar y comunicarme, de ser reconocido por alguien y de valer algo a los ojos de uno mayor que yo. Cuando me dijo que era un «pillastre genial», sus palabras me inundaron el alma como un vino dulce y embriagador. El mundo ardía con nuevos colores, los pensamientos me venían de cien mil fuentes audaces, sentía llamear en mí el fuego y el ingenio. Hablamos de los profesores y de los compañeros y a mi me dio la impresión de que nos entendíamos estupendamente. Hablamos sobre los griegos y los paganos. Beck quería a toda costa que le hiciera confidencias sobre aventuras amorosas. Pero en ese terreno yo no podía seguir la conversación; no había vivido nada y nada podía contar. Y lo que había sentido, construido y fantaseado en mi cabeza, lo llevaba ardiendo en el alma y no se hubiera disuelto o hecho comunicable sólo con el vino. Beck sabía mucho más de las chicas que yo, y escuché con la cara encendida sus cuentos. Me enteré de cosas increíbles; cosas que nunca hubiera creído posibles se hacían reales y parecían normales. Alfons Beck, con sus dieciocho años, tenía ya alguna experiencia. Entre otras, que la relación con las chicas jóvenes tenía sus pegas; no querían más que carantoñas y galanterías, y eso estaba bien pero no era lo verdadero. De las mujeres se podía esperar mucho más. Las mujeres eran más razonables. Por ejemplo, la señora Jaggelt, la de la tienda de cuadernos y lapiceros; con ésa se podía uno entender; y las cosas que habían sucedido detrás del mostrador no eran para contarlas.

Yo estaba fascinado y aturdido. Yo, desde luego, no hubiera podido enamorarme de la señora Jaggelt precisamente; pero, a fin de cuentas la historia era increíble. Parecía que había posibilidades —por lo menos para los mayores— que yo nunca hubiera imaginado. Sin embargo, también había algo falso en todo aquello; me sabía a menos y a más vulgar de lo que, según mi opinión, debía ser el amor; pero era la realidad, era la vida y la aventura. A mi lado tenía a uno que lo había vivido y a quien parecía natural.

Nuestra conversación había bajado de nivel, había perdido algo. Yo no era ya el niño genial; ahora sólo era un chico escuchando a un hombre. Pero aun así, comparado con lo que había sido mi vida desde hacía meses y meses, resultaba maravilloso y paradisíaco.

Además fui dándome cuenta lentamente de que todo lo que estaba haciendo, desde estar en la taberna hasta el tema de nuestra conversación, estaba prohibido terminantemente, saboreaba al menos el espíritu rebelde de la situación.

Recuerdo con todo detalle aquella noche. Al volver los dos a casa, tarde, bajo los faroles mortecinos, en la noche fresca y mojada, iba borracho por primera vez en mi vida. No era nada grato, sino muy desagradable; y, sin embargo, hasta esto tenía algo, un atractivo, una dulzura: era la rebelión y la orgía, la vida y el espíritu. Beck se portó muy bien conmigo, aunque iba enfadado y me regañaba por novato. Me llevó casi en brazos hasta el internado, donde consiguió que entráramos, sin ser descubiertos, por una ventana abierta.

Al despertar de la borrachera, tras un breve y mortal sueño, me sobrevino una desesperada tristeza. Me erguí en la cama, aún con la camisa del día anterior —mi ropa y mis zapatos andaban tirados por el suelo y olían a tabaco y a vomitona—, entre dolores de cabeza, vértigo y una sed abrasadora; en mi alma surgió una imagen con la que hacia tiempo que no me enfrentaba. Vi mi ciudad natal y la casa de mis padres, a mi padre y a mi madre, a mis hermanas, el jardín; mi dormitorio tranquilo y acogedor, el colegio y la Plaza Mayor; vi a Demian, las clases de religión. Y todo era diáfano y estaba como bañado en luz; todo era maravilloso, divino y puro; y todo —en ese momento me daba cuenta— me había pertenecido hasta hacía unas horas, me había estado esperando, y ahora, sólo ahora, en este momento, había desaparecido: ya no me pertenecía, me excluía, me miraba con asco. Todo el amor y el cariño que me habían dado mis padres, remontándome hasta los más lejanos y dorados paraísos de la infancia, cada beso de mi madre, cada Navidad, cada mañana de domingo, clara y piadosa, cada flor del jardín... todo estaba destrozado. ¡Yo había pisoteado todo con mis pies! Si ahora hubieran aparecido unos esbirros y me hubiesen agarrado y conducido al patíbulo, por descastado y sacrílego, habría estado de acuerdo, les hubiera seguido con gusto y me hubiera parecido justo y bien.

Así era yo en el fondo. ¡Yo, que despreciaba a todo el mundo! ¡Yo, que sentía el orgullo de la inteligencia y compartía los pensamientos de Demian! Así era yo: una infame basura, borracho y sucio, asqueroso y grosero, una bestia salvaje dominada por horribles instintos. Este era yo, el que venía de los jardines donde todo es pureza, luz y suave delicadeza, el que había disfrutado con la música de Bach y los bellos poemas. Aún me parecía escuchar con asco y con indignación mi propia risa, una risa borracha, descontrolada, que brotaba estúpidamente a borbotones. Así era yo.

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