El retrato acompañó durante un tiempo todos mis pensamientos, compartiendo mi vida. Lo guardaba en un cajón para que nadie lo encontrara y pudiera burlarse de mí. Pero cuando me hallaba a solas en mi cuartito, sacaba el retrato y conversaba con él. Por la noche lo sujetaba con un alfiler a la pared, frente a mi cabecera, y lo contemplaba hasta dormirme; y por la mañana le dedicaba mi primera mirada.
Precisamente en aquel tiempo volví a soñar mucho, como cuando era pequeño. Me parecía no haber soñado hacía años. Ahora volvían los sueños, una especie nueva de imágenes entre las que aparecía frecuentemente el retrato pintado, viviendo y hablando, amistoso u hostil, a veces deformado hasta la mueca y otras increíblemente bello, armonioso y noble.
Y una mañana, al despertar de uno de aquellos sueños, de pronto le reconocí. Me miraba con un gesto muy familiar, parecía llamarme por mi nombre, parecía conocerme como una madre, parecía estar esperándome desde tiempos inmemoriales. Con el corazón palpitante, contemplé la pintura, el pelo castaño y espeso, la boca blanda, casi femenina, la frente firme, extrañamente clara —con aquel color se había secado la pintura— y sentí cada vez más cerca el reconocimiento, el reencuentro, la certeza.
Salté de la cama, me planté delante del retrato y lo miré de cerca, directamente a los ojos, dilatados, verdosos y fijos, uno de los cuales, el derecho, estaba más alto que el otro. Y de pronto éste parpadeó, parpadeó leve pero perceptiblemente. En este parpadeo reconocí al retratado... ¡Cómo pude haber tardado tanto! Era el rostro de Demian.
Más tarde comparé muchas veces mi obra con los verdaderos rasgos de Demian, tal como los recordaba. No eran los mismos, aunque si parecidos. A pesar de todo, era Demian.
Un atardecer, al principio del verano, el sol entraba oblicuo y rojo por mi ventana, que daba al oeste. Mi habitación iba quedando en la penumbra. Entonces se me ocurrió sujetar el retrato de Beatrice, o de Demian, al marco de la ventana y observar cómo lo atravesaba la luz del crepúsculo. El rostro desapareció, sin contornos; pero los ojos enmarcados de rojo, la claridad de la frente y la boca intensamente roja ardían profunda y violentamente sobre la superficie blanca. Permanecí sentado delante de él durante largo rato, aún después de haberse apagado los colores. Y lentamente intuí que no se trataba de Beatrice ni de Demian, sino de mí mismo. El retrato no se me parecía —yo sentía que tampoco era necesario— pero representaba mi vida, era mi interior, mi destino o mi demonio.
Así sería mi amigo si volvía a encontrar uno. Así sería mi amada si alguna vez tenía una. Así seria mi vida y mi muerte; éste era el tono y el ritmo de mi destino.
Durante aquellos días empecé una lectura que me impresionó más hondamente que todo lo que había leído hasta entonces. Tampoco más adelante he vivido tan intensamente un libro, excepto quizá Nietzsche. Era un tomo de Novalis con cartas y sentencias, muchas de las cuates no comprendía pero que me atraían y fascinaban enormemente. Una de ellas me vino en aquel momento a la memoria y la escribí con la pluma al pie del retrato:
«Destino y sentimiento son nombres de un solo concepto.» Ahora lo comprendía.
Aún volví a encontrar a menudo a la muchacha que yo llamaba Beatrice. Ya no sentía ninguna emoción al verla pero sí una suave simpatía, una intuición: «Estás unida a mí, pero no tú, sino tu retrato; eres una parte de mi destino.»
Nuevamente volví a sentir con fuerza la nostalgia de Max Demian. No sabía nada de él desde hacía años. Le había visto una sola vez durante las vacaciones. Ahora me apercibo de que he omitido este breve encuentro en mis anotaciones; y veo que lo he hecho por vergüenza y amor propio. Tengo que repararlo. Una vez, en las vacaciones, iba yo paseando por mi ciudad natal con la cara hastiada y siempre algo cansada de mi época de juergas, balanceando mi bastón y mirando con descaro a los burgueses con sus rostros de siempre, aburridos y despreciables, cuando me vino al encuentro mi antiguo amigo. Me sobresalté al verle. Automáticamente tuve que pensar en Franz Kromer. ¡Ojalá hubiera olvidado Demian aquella historia! Era muy desagradable estar en deuda con él; aunque, en el fondo, había sido una estúpida historia de niños, al fin y al cabo yo no dejaba de estar en deuda con él.
Pareció esperar a que yo le saludara; y cuando lo hice lo más tranquilo posible, me tendió la mano. Otra vez su apretón de manos ¡firme, cálido y, sin embargo, distante y viril!
Me miró atentamente a la cara y dijo:
—Has crecido, Sinclair.
Él me pareció el mismo, tan maduro y tan joven como siempre.
Se unió a mí y dimos un paseo. Hablamos de muchas cosas sin importancia; pero nada sobre el pasado. Recordé que le había escrito varias veces, sin recibir contestación. ¡Ojalá hubiera olvidado también las estúpidas cartas! El no habló de ellas.
Entonces aún no existía Beatrice ni el retrato; me encontraba en mi época de disipación. En las afueras de la ciudad le invité a entrar conmigo en una taberna. Me acompañó. Yo encargué con mucha jactancia una botella de vino, llené los vasos, brindé con él y me mostré muy familiarizado con las costumbres estudiantiles. El primer vaso lo vacié de un tirón.
—¿Vas mucho a la taberna? —me preguntó.
—Pues si —contesté con desgana—; ¿qué va uno a hacer? En fin de cuentas, es lo más divertido.
—¿Tú crees? Puede ser. Desde luego, la embriaguez, lo báquico, tienen su misterio. Pero me parece que la mayoría de la gente que anda sentada en las tabernas no tiene idea de eso. Me da la impresión que precisamente el meterse en las tabernas es algo muy adocenado. ¡Lo bueno sería pasar la noche entera con antorchas encendidas, en una verdadera orgía desenfrenada! Pero eso de tomar un vasito tras otro no creo que sea muy interesante, ¿no? ¿O acaso puedes imaginarte a Fausto sentado noche tras noche en la taberna?
Yo bebí y le miré con hostilidad.
—Bueno, no todos somos Fausto —respondí secamente.
Me miró un poco sorprendido.
Luego se echó a reír con la frescura y la superioridad de siempre. ¡Bah! ¿Para qué discutir? En todo caso, es probable que la vida de un borracho y libertino sea más animada que la del ciudadano intachable; y además —he leído una vez— el libertinaje es la mejor preparación para el misticismo. Siempre son hombres como San Agustín los que se convierten en profetas. También él fue antes un disoluto y un hombre de mundo.
Yo sentía desconfianza y no quería dejarme dominar por él. Así contesté muy indiferente:
—¡Sí, cada cual según su gusto! A mí, si quieres que te sea sincero, no me interesa ser profeta o algo parecido.
Demian me lanzó una mirada inteligente con ojos ligeramente entornados.
—Querido Sinclair —dijo lentamente—, no tenía intención de molestarte. Además, ninguno de los dos sabemos con qué fin vacías ahora tu vaso. Pero aquello que tienes en tu interior, aquello que conforma tu vida, si lo sabe; y es bueno tener conciencia de que en nosotros hay algo que lo sabe todo, lo quiere todo y lo hace todo mejor que nosotros. Pero, perdona, tengo que irme a casa.
Nos despedimos brevemente. Yo me quedé muy malhumorado, vacié aún la botella y, al marcharme, me encontré con que Demian había pagado. Aquello me molestó aún más.
Mis pensamientos se concentraron en este pequeño suceso; y Demian los ocupaba todos. Las palabras que pronunció en aquella taberna de las afueras de la ciudad me volvieron a la memoria, frescas e indelebles. «Y es bueno tener conciencia de que en nosotros hay algo que lo sabe todo.»
¡Qué ganas tenía de ver a Demian! No sabía nada de él ni estaba a mi alcance. Sólo sabía que probablemente estaría estudiando en la Universidad y que su madre había abandonado nuestra ciudad al terminar él sus estudios en el colegio.
Evoqué todos mis recuerdos de Max Demian, remontándome hasta mi aventura con Kromer. ¡Cuántas cosas, de las que había dicho entonces, volvieron a surgir! Y todas tenían aún sentido, eran actuales, me concernían. También lo que me había dicho, en nuestro último y poco grato encuentro, sobre el libertinaje y la santidad, surgió con toda claridad en mi alma. ¿No era exactamente lo que me había pasado a mí? ¿No había vivido yo en la embriaguez y en el lodo, aturdido y perdido hasta que un nuevo instinto vital había despertado en mí precisamente lo contrario: el ansia de pureza, la nostalgia de la santidad?
Fui siguiendo mis recuerdos mientras caía la noche. Fuera llovía. También en mis recuerdos oía caer la lluvia, bajo los castaños, el día que Demian me preguntó qué me pasaba con Franz Kromer y acertó mi secreto. Una a una fueron saliendo las conversaciones camino del colegio y durante las clases de religión. Al final recordé mi primera entrevista con Max Demian. ¿De qué había tratado?
Aunque no me acordaba bien, tenía tiempo y me sumí totalmente en mis pensamientos. Volví a precisar mis recuerdos. Habíamos estado parados delante de nuestra casa, después de que él me había comunicado su opinión sobre Caín. Había hablado del viejo y borroso escudo que campeaba sobre nuestro portal; y me había dicho que el escudo le interesaba, que había que fijarse bien en estas cosas. Por la noche soñé con Demian y con el escudo, que cambiaba de forma constantemente.
Demian lo sostenía entre sus manos; unas veces era pequeño y gris, otras imponente y colorido, pero, según me explicaba él, siempre era el mismo. Al final me instó a comer el escudo. Cuando lo hube tragado, sentí un temor terrible de que el ave heráldica reviviera en mi, me llenara del todo y empezara a devorarme las entrañas. Lleno de terror, me desperté.
Era aún noche cerrada. Me despabilé y oí que la lluvia caía dentro de la habitación. Me levanté a cerrar la ventana y pisé algo blanquecino que había caído en el suelo. Por la mañana vi que era mi pintura. Estaba en el suelo, mojada, y se había arrugado. La puse a secar entre dos secantes dentro de un libro pesado. Cuando fui a verla al día siguiente, se había secado y también había cambiado. La boca roja había palidecido y parecía más fina. Era la boca de Demian.
Me puse a hacer un nuevo dibujo del ave heráldica. No recordaba muy bien su verdadero aspecto; sabía que muchos detalles ya no se reconocían, porque el escudo era viejo y había sido pintado varias veces. El pájaro estaba posado sobre algo: una flor, un cesto, un nido o una copa de árbol. No me importaba demasiado y comencé a pintar lo que recordaba claramente. Por un impulso indeterminado comencé en seguida con colores fuertes. La cabeza era en mi dibujo amarilla. Fui pintando según el humor que tuviera y acabé al cabo de unos días.
Resultó un ave de rapiña con una afilada y audaz cabeza de gavilán, con medio cuerpo dentro de una bola del mundo oscura, de la que surgía como de un huevo gigantesco, sobre un fondo azul. Mientras más miraba mi obra, más me parecía que era el escudo coloreado que había visto en mi sueño.
No me hubiera sido posible escribir una carta a Demian, aunque hubiese sabido su dirección. Pero, guiado por la vaga intuición que determinaba todos mis actos, decidí mandarle el dibujo del gavilán, llegara o no a sus manos. No puse nada encima, ni siquiera mi nombre; recorté cuidadosamente los bordes, compré un sobre grande y escribí sobre él la antigua dirección de mi amigo. Luego, lo eché al correo.
Se aproximaba un examen y yo tenía que estudiar más que de costumbre, para el colegio. Desde que había abandonado aquella conducta despreciable, los profesores me habían acogido otra vez con benevolencia. Tampoco era ahora un buen alumno; pero ni yo ni nadie se acordaba ya de que medio año antes todos habían dado como probable mi expulsión del colegio.
Mi padre volvió a escribirme en el tono de antes, sin reproches ni amenazas. Pero yo no sentía la necesidad de explicarle a él o a quien fuera cómo se había producido aquel cambio. Era pura casualidad que hubiera coincidido con los deseos de mis padres y profesores. El cambio no me acercó más a los compañeros; no me acerco a nadie: sólo me hizo más solitario. Pero me impulsaba hacia Demian, hacia un destino lejano. Yo mismo no lo sabia, pues me encontraba en el centro de la corriente. Todo había comenzado con Beatrice; pero desde hacía tiempo vivía con mis dibujos y mis pensamientos sobre Demian en un mundo tan irreal que la había perdido totalmente de vista, incluso en mis pensamientos. No hubiera podido contar a nadie una palabra de mis sueños, esperanzas y transformaciones interiores, aunque hubiera querido.
Pero, ¿cómo lo iba a querer?
El pájaro de mi sueño se puso en camino, en busca de mi amigo. Del modo más extraño me llegó su respuesta.
Un día, después del recreo, encontré en clase, sobre mi pupitre, un papel metido en mi libro. Estaba doblado como era costumbre entre nosotros cuando los compañeros se enviaban recados secretos durante la clase. A mí me sorprendió que alguien me mandara uno, pues yo no mantenía esta clase de comunicación con ningún compañero. Pensé que sería una invitación a participar en alguna broma escolar en la que yo no tomaría parte, y dejé el papel —sin haberlo leído— en el libro. Durante la clase, por casualidad, volvió a caer en mis manos. Jugué un rato con él, lo desdoblé distraídamente y encontré unas pocas palabras escritas. Eché un vistazo y tropecé con una de ellas; me asusté y seguí leyendo, mientras mi corazón se contraía ante el destino como invadido por un repentino frío.
«El pájaro rompe el cascarón. El cascarón es el mundo. Quien quiera nacer, tiene que destruir un mundo. El pájaro vuela hacia Dios. El dios se llama Abraxas.»
Después de haber leído varias veces estas líneas, quedé sumido en hondos pensamientos. No cabía duda, era la respuesta de Demian. Nadie podía saber nada del pájaro, excepto él y yo. ¡ Había recibido mi dibujo! Había comprendido y me ayudaba a interpretar. ¡¿Pero qué relación tenía todo aquello?! Y sobre todo, ¿qué significaba Abraxas? Yo no había oído ni leído nunca ese nombre. «El dios es Abraxas.»
La clase pasó sin que me enterara de nada. Dio comienzo la siguiente, la última de la mañana. La daba un joven ayudante que acababa de salir de la universidad y que nos gustaba porque era muy joven y no se daba importancia ante nosotros.
Bajo su dirección leímos a Herodoto. Esta lectura pertenecía a las pocas asignaturas que me interesaban, pero esta vez estaba ausente. Había abierto el libro mecánicamente, pero, sumergido en mis reflexiones, no seguía la traducción. Por cierto, había hecho ya varias veces la experiencia y era verdad lo que Demian dijo una vez durante la clase de religión: lo que se desea con bastante fuerza, se consigue. Si durante la clase estaba yo intensamente dedicado a mis propios pensamientos, podía estar tranquilo; el profesor me dejaba en paz. Pero si estaba distraído o adormilado, le tenía de pronto ante mí, como me había pasado ya otras veces. Sin embargo, cuando uno pensaba de verdad y estaba absorto, estaba protegido. También había probado a mirar fijamente a los ojos, y me había dado resultado. En la época de mi amistad con Demian no lo conseguí; mas ahora presentía que con la mirada y los pensamientos se podía hacer mucho.