Las acometidas vinieron una y otra vez del «otro mundo», y siempre trajeron consigo miedo, violencia y remordimiento. Siempre fueron turbulentas y pusieron en peligro la paz en que yo hubiera querido vivir constantemente.
Vinieron los años en los que volví a descubrir que en mi interior latía un instinto que en el mundo permitido y diáfano había que disimular y ocultar. Como a todo ser humano, también a mí me asaltó el lento despertar del sentimiento del sexo, como un enemigo destructor, como la tentación, lo prohibido y el pecado. Lo que mi curiosidad buscaba, lo que suscitaba sueños, placer y miedo —el gran misterio de la pubertad— no encajaba en absoluto dentro de la felicidad mimada de mi paz infantil. Yo hice como todos. Llevé la doble vida del niño que ya no es un niño. Mi conciencia habitaba en el mundo familiar y permitido; mi conciencia negaba el nuevo mundo que surgía. Pero al margen de aquél, yo vivía en sueños, instintos y deseos subconscientes sobre los que construía puentes la conciencia, cada vez más atemorizada porque el mundo infantil se desmoronaba. Como casi todos los padres, tampoco los míos colaboraron en el despertar de los instintos vitales, de los que nunca se hablaba. Sólo colaboraban con un cuidado infatigable en mis esfuerzos desesperados por negar la realidad y seguir viviendo en un mundo infantil, que cada día era más irreal y más falso. No sé si los padres pueden hacer mucho en estos casos, y no hago a los míos ningún reproche. Acabar con mi problema y encontrar mi camino era sólo cosa mía; y yo no actué bien, como la mayoría de los bien educados.
Todos los hombres pasan por estas dificultades. Para el hombre medio es éste el punto en que las exigencias de su propia vida entran en colisión dramática con las circunstancias, el punto en que tiene que luchar más duramente por alcanzar el camino que conduce hacia adelante. Muchos viven tal morir y renacer, que es nuestro destino, sólo en ese momento de su vida en que el mundo infantil se resquebraja y se derrumba lentamente, cuando todo lo que amamos nos abandona y, de pronto, sentimos la soledad y la frialdad mortal del universo que nos rodea. Muchos se estrellan para siempre en este escollo y permanecen toda su vida apegados dolorosamente a un pasado irrecuperable, al sueño del paraíso perdido, que es el peor y más nefasto de todos los sueños.
Volvamos a nuestra historia. Las sensaciones y los sueños con que se me anunció el fin de mi infancia no son tan importantes como para relatarlos. Lo importante fue el «mundo oscuro»; el «otro mundo» había vuelto a aparecer. Lo que un día significó Franz Kromer se hallaba ahora en mí mismo. Y con esto, y también desde fuera, consiguió el «otro mundo» poder sobre mí.
Habían pasado ya varios años desde la historia con Kromer. Aquella época dramática y culpable de mi vida parecía estar muy lejana y haberse disuelto en la nada como una corta pesadilla. Franz Kromer hacía mucho tiempo que había desaparecido de mi vida, y apenas si me fijaba en él cuando me lo encontraba alguna vez en la calle. Sin embargo, la otra figura importante de mi tragedia, Max Demian, no llegó a desaparecer ya nunca de mi horizonte. Durante mucho tiempo se mantuvo muy al margen, visible pero pasivo. Lentamente fue acercándose, irradiando otra vez su fuerza y haciendo sentir su influjo.
Intento recordar lo que sabía de Demian en aquel tiempo. Puede ser que no hablara con él ni una vez durante un año o más. Yo lo evitaba y él no me importunaba en absoluto. Quizá me saludaba cuando alguna vez nos encontrábamos. Me parecía entonces que en su amabilidad había un leve destello de sarcasmo o de irónico reproche; pero probablemente eran imaginaciones mías. La aventura que yo había vivido con él y el extraño ascendiente que había ejercido sobre mí parecían como olvidados, tanto por su parte como por la mía.
Busco su imagen; y ahora que reflexiono sobre él recuerdo que permanecía siempre allí y que yo me daba cuenta de ello. Lo veo ir al colegio, solo o entre algunos alumnos mayores; y lo veo extraño, solitario y silencioso, caminando entre ellos como un astro, rodeado de su atmósfera propia, viviendo según sus propias leyes. Nadie le quería. Nadie tenía trato íntimo con él, excepto su madre; y tampoco ella parecía tratarle como a un niño sino como a un adulto. Los profesores procuraban dejarle tranquilo. Era un buen alumno, pero no intentaba gustar a nadie; y de vez en cuando oíamos algún rumor sobre una respuesta, un comentario o una réplica que había dado a algún profesor, en un tono difícilmente superable por su áspera provocación y su ironía.
Cierro los ojos y me parece ver su imagen. ¿Dónde fue? Sí, ahora vuelvo a recordar. Fue en la calle, frente a nuestra casa. Le vi allí un día, con un bloc en la mano, dibujando. Estaba copiando el viejo escudo con el pájaro tallado que campeaba sobre el portal de nuestra casa. Yo me encontraba en la ventana, escondido detrás de la cortina y le observaba. Con profundo asombro vi su rostro atento, distante y despejado, vuelto hacia el escudo. Era el rostro de un investigador o de un artista, inteligente y lleno de voluntad, extrañamente despejado y distante, con ojos llenos de experiencia.
De nuevo lo veo. Fue un poco más tarde, en la calle; estábamos a la salida del colegio, agrupados en torno a un caballo caído. El caballo, aún enganchado a su carro, yacía resoplando angustiada y lastimeramente por los ollares dilatados y sangrando de una herida invisible, mientras el polvo blanco de la carretera se iba tiñendo lentamente de oscuro. Cuando aparté los ojos de aquel espectáculo, con una sensación de malestar, vi el rostro de Demian. No se había acercado; se mantenía en segundo término, con aquel aire de siempre, tranquilo y elegante. Su mirada estaba fija en la cabeza del caballo y tenía de nuevo una atención profunda y silenciosa, casi fanática pero desapasionada. No pude apartar los ojos de él y sentí entonces, lejos, en el subconsciente, algo muy especial.
Observé el rostro de Demian y descubrí no sólo que no tenía cara de niño, sino que su rostro era el de un hombre; y aún más, me pareció ver o sentir que tampoco era la cara de un hombre, sino algo distinto. Era como si en aquel rostro hubiera algo femenino. Durante un instante no me pareció ni masculino, ni infantil, ni viejo, ni joven, sino milenario, fuera del tiempo, marcado por otras edades diferentes a la que nosotros vivimos. Los animales suelen tener esa expresión, o los árboles, o las estrellas. Yo no lo sabía; aunque entonces no sentía exactamente lo que ahora puedo formular como adulto, sí sentía algo parecido. Quizás era guapo, no sé si me gustaba o me repelía; tampoco aquello estaba claro. Yo sólo veía una cosa que era diferente a nosotros, como un animal, como un espíritu, o como una pintura. No sé bien cómo era; pero si que era distinto, inexplicablemente distinto a todos nosotros.
Los recuerdos no me dan más datos; y probablemente éstos estén determinados en parte por impresiones posteriores.
Pasaron varios años antes de que mi relación con él volviera a ser más estrecha. Demian no había recibido la confirmación en la Iglesia con los chicos de su curso, como lo hubiera exigido la tradición del colegio, y esto dio lugar automáticamente a rumores. Se empezó a decir que era judío, o más bien que era pagano; otros opinaban que tanto él como su madre carecían de toda religión o que pertenecían a una fabulosa y peligrosa secta. En relación con esto creo haber oído también que Demian vivía con su madre como con una amante. Lo más probable es que Demian hasta entonces hubiera crecido sin una determinada confesión y que aquello le hiciera tener dificultades en el futuro. En todo caso, su madre decidió que fuera confirmado, dos años más tarde que sus compañeros; y así sucedió que durante unos meses fue mi compañero en la clase preparatoria para la confirmación.
Durante algún tiempo me mantuve alejado de él por completo; no quería tener nada que ver con él. Lo encontraba rodeado de demasiadas habladurías y misterios, pero sobre todo me molestaba la sensación de compromiso hacia él que tenía desde la historia de Kromer. Y precisamente entonces estaba yo muy ocupado con mis propios secretos. La clase preparatoria para la confirmación coincidió para mí con la aclaración definitiva de los problemas sexuales; y, a pesar de mi buena voluntad, mi interés por la enseñanza religiosa se veía muy mermado por este hecho. Los temas de que hablaba el pastor quedaban muy lejos de mí, en un mundo irreal, tranquilo y venerable: quizás eran muy bonitos e importantes, pero no eran nada actuales o interesantes; y aquellas otras cosas que me preocupaban lo eran precisamente en grado máximo.
Esta situación hizo que creciera por un lado mi indiferencia hacia las clases y aumentara por otro mi interés por Max Demian. Algo parecía unirnos. Me voy a esforzar en seguir este hilo con la mayor exactitud. Que yo recuerde, la cosa empezó en una clase, muy temprano por la mañana, cuando la luz del aula aún estaba encendida. Nuestro profesor de religión hablaba de la historia de Caín y Abel. Yo no atendía, estaba adormilado y apenas escuchaba. Entonces el cura empezó a hablar en voz alta e insistente del estigma de Caín. En ese momento sentí una especie de contacto o llamada; y, levantando los ojos, vi a Demian que se volvía hacia mí desde las primeras filas de pupitres con una mirada penetrante y significativa, cuya expresión lo mismo podía ser burlona que grave. Me miró sólo un instante; y, de pronto, me fijé con toda atención en las palabras del párroco. Le oí hablar de Caín y del estigma sobre su frente, y tuve en lo más profundo la conciencia de que las cosas no eran como él las decía, que también se podían interpretar de otra manera y que era posible una crítica.
En este momento se estableció de nuevo contacto entre Demian y yo. Y es curioso: apenas surgió en el alma aquella sensación de concordancia con él, se reflejó también, como por arte de magia, en el espacio. No sé si lo consiguió él o si fue pura casualidad; yo entonces creía firmemente en las casualidades. A los pocos días, Demian había cambiado de sitio y vino a sentarse delante de mí durante las clases de religión. (Aún recuerdo con qué placer aspiraba yo, en el aire viciado de hospicio de aquella aula repleta, el perfume fresco y suave de jabón que exhalaba su nuca). Y unos días después volvió a cambiar de lugar y se sentó junto a mí, y allí permaneció durante todo el invierno y la primavera.
Las clases de la mañana se habían transformado por completo. Ya no eran adormecedoras y aburridas. Me hacían ilusión. A veces escuchábamos los dos al pastor con la mayor atención; y una mirada de mi vecino bastaba para que me fijara en una historia curiosa, en una frase extraña, y otra mirada, muy especial, bastaba para alertarme y despertar en mí la crítica y la duda. Pero muchas veces éramos malos alumnos y no oíamos nada de la clase. Demian era siempre muy correcto con los profesores y con los compañeros; nunca hacía tonterías de colegial, nunca se le oía reír ruidosamente o charlar, nunca provocaba las reprimendas del profesor. Sin embargo, en voz baja, y más por señas y miradas que por palabras, supo hacerme partícipe de sus propios problemas. Estos eran en parte muy curiosos.
Me dijo, por ejemplo, qué compañeros le interesaban y de qué manera les estudiaba. A algunos les conocía muy bien. Un día me dijo antes de clase:
—Cuando te haga una señal con el dedo, fulano o mengano se dará la vuelta para mirarnos o se rascará la cabeza.
Durante la clase, cuando apenas me acordaba ya de aquello, Max me hizo una señal muy ostensible con el dedo; miré rápidamente hacia el alumno señalado y le vi en efecto hacer el gesto esperado, como movido por un resorte. Yo insistí en que Max hiciera el experimento con el profesor, pero no quiso. Sin embargo, una vez llegué a clase y le conté que no había estudiado la lección y que confiaba en que el pastor no me preguntara. Entonces Demian me ayudó. El cura buscaba a un alumno para que le recitara un trozo del catecismo, y su mirada vacilante se posó sobre la expresión culpable de mi rostro. Se acercó lentamente y alargó un dedo hacia mí; ya tenía mi nombre en los labios cuando de pronto se puso inquieto y distraído, empezó a dar tirones de su alzacuello, se acercó a Demian, que le miraba fijamente a los ojos, pareció que quería preguntarle algo, y finalmente se apartó bruscamente, tosió un rato y llamó a otro alumno.
Poco a poco, en medio de aquellas bromas que tanto me divertían, me di cuenta de que mi amigo, a menudo, también jugaba conmigo. A veces, yendo al colegio, presentía de pronto que Demian me seguía y, al volverme, le encontraba efectivamente allí.
—¿Puedes conseguir, de verdad, que otro piense lo que tú quieres? —le pregunté.
Me respondió amablemente con la tranquilidad y objetividad de su madurez adulta:
—No —dijo—, eso no es posible. No tenemos una voluntad libre, aunque el párroco haga como si así fuera. Ni el otro puede pensar lo que quiere, ni yo puedo obligarle a pensar lo que quiero. Lo único que puede hacerse es observar atentamente a una persona; generalmente se puede decir luego con exactitud lo que piensa o siente y, por consiguiente, también se puede predecir lo que va a hacer inmediatamente después. Es muy sencillo; lo que ocurre es que la gente no lo sabe. Naturalmente se necesita entrenamiento. Entre las mariposas hay, por ejemplo, cierta especie nocturna en la que las hembras son menos numerosas que los machos. Las mariposas se reproducen como los demás animales: el macho fecunda a la hembra, que pone luego los huevos; si capturas una hembra de esta especie —y esto ha sido comprobado por los científicos— los machos acuden por la noche, haciendo un recorrido de varias horas de vuelo. Varias horas, ¡imagínate! Desde muchos kilómetros de distancia los machos notan la presencia de la única hembra de todo el contorno. Se ha intentado explicar el fenómeno, pero es imposible. Debe de tratarse de un sentido del olfato o algo parecido, como en los buenos perros de caza, que saben encontrar y perseguir un rastro casi imperceptible. ¿Comprendes? Ya ves, la naturaleza está llena de estas cosas, y nadie puede explicarlas. Y yo digo entonces: si entre estas mariposas las hembras fueran tan numerosas como los machos, éstos no tendrían el olfato tan fino. Lo tienen únicamente porque lo han entrenado. Si un animal o un ser humano concentra toda su atención y su voluntad en una cosa determinada, la consigue. Ese es todo el misterio. Y lo mismo ocurre con lo que tú dices. Observa bien a un hombre y sabrás de él más que él mismo.
Estuve a punto de pronunciar las palabras «adivinación de pensamiento» y recordarle con ellas la historia de Kromer, que quedaba tan lejana. Pero con respecto a ese asunto sucedía algo muy raro entre nosotros: ni él ni yo hacíamos nunca la más mínima alusión a que hacía unos años él había intervenido de una manera tan decisiva en mi vida. Era como si nunca hubiera habido nada entre nosotros o como si cada uno contara con que el otro hubiera olvidado lo pasado. Sucedió incluso que nos encontramos una o dos veces con Franz Kromer yendo por la calle pero no intercambiamos ni una mirada ni pronunciamos palabra alguna sobre él.