En estos momentos tuve una certeza fulminante: cada uno tenía una «misión», pero ésta no podía ser elegida, definida, administrada a voluntad. Era un error desear nuevos dioses, y completamente falso querer dar algo al mundo. No existía ningún deber, ninguno, para un hombre consciente, excepto el de buscarse a sí mismo, afirmarse en su interior, tantear un camino hacia adelante sin preocuparse de la meta a que pudiera conducir. Aquel descubrimiento me conmovió profundamente; éste fue el fruto de aquella experiencia. Yo había jugado a menudo con imágenes del futuro y soñado con papeles que me pudieran estar destinados, de poeta quizá, de profeta, de pintor o de cualquier otra cosa. Aquellas imágenes no valían nada. Yo no estaba en el mundo para escribir, predicar o pintar; ni yo ni nadie estaba para eso. Tales cosas sólo podían surgir marginalmente. La misión verdadera de cada uno era llegar a sí mismo. Se podía llegar a poeta o a loco, a profeta o a criminal; eso no era asunto de uno: a fin de cuentas, carecía de toda importancia. Lo que importaba era encontrar su propio destino, no un destino cualquiera, y vivirlo por completo. Todo lo demás eran medianías, un intento de evasión, de buscar refugio en el ideal de la masa; era amoldarse; era miedo ante la propia individualidad. La nueva imagen surgió terrible y sagrada ante mis ojos, presentida múltiples veces, quizá pronunciada ya otras tantas, pero nunca vivida hasta ahora. Yo era un proyecto de la naturaleza, un proyecto hacia lo desconocido, quizás hacia lo nuevo, quizás hacia la nada; y mi misión, mi única misión, era dejar realizarse este proyecto que brotaba de las profundidades, sentir en mí su voluntad e identificarme con él por completo.
Había probado mucha soledad. Pero ahora presentí que había una soledad más profunda, y que ésta era inevitable.
No hice ningún intento por reconciliarme con Pistorius. Seguimos siendo amigos pero la relación había cambiado. Hablamos una sola vez del asunto; mejor dicho, habló él. Dijo:
—Yo quise ser sacerdote, como usted sabrá. Hubiera querido ser sacerdote de la nueva religión que presentimos. No podré serlo jamás, lo sé; y lo sé desde hace mucho tiempo sin atreverme a reconocerlo. Tendré que servir a Dios de otra manera, quizá mediante el órgano o quién sabe cómo. Pero tengo que sentirme rodeado de algo que considere bello y sagrado: música de órgano, misterio, símbolo y mito; lo necesito y no pienso renunciar a ello. Eso es mi punto débil. Porque a veces, Sinclair, sé que no debía tener esos deseos, que son un lujo y una debilidad. Sería más grande y más justo si me ofreciera al destino sin ambiciones. Pero soy incapaz; es lo único que no puedo hacer. Quizás usted pueda hacerlo un día. Es muy difícil; es lo único verdaderamente difícil que existe, muchacho. He soñado muchas veces con ello, pero no puedo, me da miedo: no puedo existir tan desnudo y solo; también yo soy un pobre perro débil que necesita un poco de calor y comida y sentir de vez en cuando la proximidad de sus semejantes. El que no tiene ningún deseo excepto su destino, ése no tiene ya semejantes, está solo en medio del universo frío que le rodea. ¿Comprende usted?, como Jesús en Getsemani. Ha habido mártires que se han dejado crucificar a gusto; pero tampoco ellos eran héroes, no estaban liberados; también ellos deseaban algo que les resultara amable y familiar, y tenían modelos e ideales. Quien desee solamente cumplir su destino, no tiene modelo, ni ideales, nada querido y consolador. Este es el camino que habría que seguir. La gente como usted y como yo está muy sola; pero, al fin y al cabo, nosotros tenemos nuestra amistad, tenemos la satisfacción secreta de rebelarnos, de desear lo extraordinario. También hay que renunciar a eso cuando se quiere seguir el camino consecuentemente. Tampoco se puede querer ser revolucionario, ni mártir, ni dar ejemplo. Sería inimaginable.
Sí, era inimaginable; pero se podía soñar, presentir, intuir. Algunas veces, en momentos tranquilos, sentía algo de aquello. Y concentraba la mirada en mí mismo, contemplando mi destino en los ojos abiertos y fijos. Que estuvieran llenos de sabiduría o de locura, que irradiaran amor o profunda maldad, daba lo mismo. No había posibilidad de elección o deseo. Sólo existía la posibilidad de desearse a sí mismo, de desear el propio destino. Hasta este punto me había servido Pistorius de guía durante un trecho.
En aquellos días anduve como loco, con la tempestad desatada en mi interior; cada paso significaba un peligro; no veía nada más que la oscuridad abismal que se abría ante mis ojos y a la que conducían, perdiéndose en ella, todos los caminos que había conocido hasta entonces. En mi mente vislumbraba la imagen de un guía que se parecía a Demian y en cuyos ojos estaba escrito mi destino.
Escribí sobre un papel: «Mi guía me ha abandonado. Estoy en plena oscuridad. No puedo andar solo. ¡Ayúdame!»
Quería mandárselo a Demian, pero no lo hice. Cada vez que lo iba a hacer me parecía una estupidez carente de sentido. Pero me aprendí de memoria la pequeña oración y la repetía a menudo en mi mente; me acompañaba siempre. Y empecé a intuir lo que era rezar.
La época escolar tocaba a su fin. Mi padre había planeado que hiciera un viaje de vacaciones antes de mandarme a la Universidad. A qué Facultad, no lo sabia aún. Decidieron que estudiara un semestre de filosofía. Hubiera estado también de acuerdo con cualquier otro estudio.
Durante las vacaciones fui un día a la casa en que había vivido hacía años Max Demian con su madre. Por el jardín paseaba una anciana; me dirigí a ella y averigüé que la casa le pertenecía. Pregunté por la familia Demian y, aunque la recordaba muy bien, no sabía dónde vivía ahora. Al ver mi interés, me invitó a entrar; sacó un álbum encuadernado en cuero y me enseñó una fotografía de la madre de Demian. Yo apenas la recordaba. Al ver la pequeña fotografía, mi corazón casi dejó de latir. ¡Era la imagen de mi sueño! Era ella, la gran silueta de mujer, un poco masculina, parecida a su hijo, con rasgos maternales, rasgos de sinceridad, rasgos de profunda pasión, bella y atractiva, bella e inasequible, demonio y madre, destino y amada. ¡Era ella!
Me sentí traspasado por un asombro salvaje al descubrir que mi imagen soñada vivía sobre la tierra. ¡Aquella mujer que llevaba los rasgos de mi destino existía! ¿Dónde estaba? ¿Dónde? Era la madre de Demian.
Poco después emprendí mi viaje. ¡Un extraño viaje! Iba desasosegado de un lugar a otro, siguiendo mis impulsos, siempre en busca de aquella mujer. Había días en los que encontraba personas que me la recordaban, que se le parecían, que me arrastraban tras de sí por calles, por ciudades desconocidas, por estaciones, por trenes, como en un sueño enmarañado. Había otros días en los que me daba cuenta de lo inútil que era mi búsqueda; entonces me sentaba apático en un parque, en el jardín de un hotel, en una sala de espera, concentrado en mí mismo e intentando revivir en mi interior la imagen amada. Pero la imagen se había hecho ya borrosa y huidiza. No podía dormir; únicamente en el tren, atravesando paisajes desconocidos, lograba dormirme a ratos. Una vez, en Zurich, me siguió una mujer, guapa y un poco descarada. Yo apenas la miré y seguí adelante como si no existiera. Hubiera preferido morir instantáneamente antes que dedicarle a otra mujer ni un minuto de interés.
Yo notaba que mi destino tiraba de mí; sentía que la consumación estaba ya próxima y me enloquecía de impaciencia viendo que no podía precipitarla. Una vez en una estación —creo que fue en Innsbruck— vi pasar en la ventanilla de un tren que salía una figura que me recordó a ella y durante varios días me sentí profundamente desdichado. Otro día volvió a aparecer la imagen en un sueño; desperté con una sensación de vergüenza y vacío ante la insensatez de mi búsqueda y volví directamente a casa.
Un par de semanas más tarde me matriculé en la Universidad de H. Todo me desilusionó. Las clases de historia de la filosofía a las que yo asistía me parecían tan insulsas y mecánicas como la vida que llevaban los jóvenes estudiantes. Todo estaba cortado por el mismo patrón; todos hacían las mismas cosas. La acalorada alegría en los rostros juveniles tenía un aspecto vacío e impersonal. Pero yo era libre, disponía de todo el día y vivía tranquila y cómodamente en una casa antigua fuera de la ciudad. Sobre mi mesa tenía unos tomos de Nietzsche. Con él vivía, sintiendo la soledad de su alma, presintiendo el destino que le empujaba inexorablemente; sufría con él y era feliz de que hubiera existido un hombre que había seguido tan consecuentemente su camino.
Una noche paseaba yo por la ciudad barrida por el viento otoñal, escuchando cantar a los estudiantes en las tabernas. Por las ventanas abiertas salía en densas nubes el humo del tabaco, así como canciones ruidosas y rítmicas pero desangeladas y uniformes.
Parado en una esquina, escuchaba; en dos tabernas resonaba en la noche a un tiempo la alegría ensayada de la juventud. Por todas partes aquel compañerismo, aquellas pandillas sentadas en las tabernas, aquel eludir el destino, la evasión al calor del rebaño. Dos hombres pasaron lentamente a mi espalda y oí un jirón de su conversación.
—¿Verdad que es igual que la cabaña de adolescentes en un pueblo de negros? Y todo igual, hasta los tatuajes, siguen de moda. ¿Ve usted?: esto es la joven Europa.
La voz me sonó conocida y como una singular advertencia. Seguí a los dos hombres por la calle oscura. Uno de ellos era japonés, pequeño y elegante. A la luz de la farola pude ver el brillo de su cara amarilla y sonriente. Volvió a hablar el otro.
—Bueno, tampoco en Japón, en su país, estarán mejor. Las gentes que no siguen a la manada son muy pocas en todas partes. Aquí también hay algunos.
Cada palabra me hizo estremecer de sobresalto gozoso. Conocía al hombre que hablaba. Era Demian.
En el viento de la noche les seguí por las callejas oscuras, escuchando sus conversaciones y disfrutando del sonido de la voz de Demian. Tenía el antiguo sonido, la antigua y hermosa seguridad, la misma tranquilidad; y seguía teniendo poder sobre mí. Ahora todo marchaba bien. Le había encontrado.
Al final de una calle de las afueras, el japonés se despidió y abrió un portal. Demian volvió sobre sus pasos. Yo me había parado y le esperaba en medio de la calle. Con el corazón palpitante le vi venir a mi encuentro, erguido y elástico, con un impermeable oscuro y un bastón colgado del brazo. Llegó hasta mí sin alterar su caminar acompasado, se quitó el sombrero y mostró su rostro despejado tan familiar, con la boca decidida y aquella luz peculiar de su ancha frente.
—¡Demian! —exclamé.
Me tendió la mano.
—¡Por fin, Sinclair! ¡Te esperaba!
—¿Sabías que estaba aquí?
—No, no lo sabia exactamente, pero te esperaba con toda seguridad. Hasta esta noche no te he visto; nos has venido siguiendo todo el tiempo.
—Entonces ¿me has reconocido inmediatamente?
—Naturalmente. Has cambiado, pero llevas la señal.
—¿La señal? ¿Qué señal?
—Antes lo llamábamos el estigma de Caín; supongo que lo recordarás. Es nuestro estigma. Tú siempre lo has llevado; por eso me hice tu amigo. Pero ahora se ha acentuado.
—No lo sabia. O si, si lo sabía. Una vez dibujé un retrato tuyo, Demian, y me quedé asombrado porque se parecía también a mí. ¿Era eso el estigma?
—Sí, eso es el estigma. Me alegro de que estés por fin aquí. También mi madre se alegrará.
Me sobresalté.
—¿Tu madre? ¿Está contigo? Ella no me conoce.
—¡Oh!, sabe algo de ti. Te reconocerá aunque yo no le diga quién eres. Hace tiempo que no sabemos nada de ti.
—Quise escribir muchas veces, pero no podía. Desde hace un tiempo presentí que te iba a encontrar pronto. Lo esperaba cada día.
Me cogió del brazo y echó a andar a mi lado. La tranquilidad que emanaba de su persona fue inundándome lentamente. Empezamos a charlar como antes. Recordamos la época del colegio, las clases de religión, y también aquel encuentro aciago durante las vacaciones; pero tampoco en esa ocasión hablamos del lazo más antiguo y estrecho que existía entre nosotros: la aventura con Franz Kromer.
Sin darnos cuenta nos encontramos en medio de un diálogo extraño y lleno de presagios. Siguiendo la conversación de Demian con el japonés, hablamos de la vida estudiantil; y de este tema pasamos a otro que parecía muy lejano. Sin embargo, en las palabras de Demian se fundían ambos íntimamente.
Habló del espíritu de Europa y del signo de nuestra época. Por todas partes —dijo— se extienden el grupo y la manada, por ningún lado la libertad y el amor. El espíritu de corporación, desde las asociaciones estudiantiles y los coros hasta las naciones, no es más que un producto de la necesidad. Es una solidaridad por miedo, temor y falta de imaginación; en su fondo está carcomida y vieja, a punto de desintegrarse.
—La solidaridad —dijo Demian— es algo hermoso. Pero lo que vemos florecer por ahí no es solidaridad. Volverá a renacer del conocimiento del individuo por los individuos y durante algún tiempo transformará el mundo. La que hoy existe no es más que espíritu gregario. Los hombres se unen porque tienen miedo los unos de los otros; los señores se asocian, los trabajadores se asocian, los sabios se asocian. ¿Y por qué tienen miedo? Sólo se tiene miedo cuando se está en disensión consigo mismo. Tienen miedo porque nunca se han reconocido a sí mismos. ¡Una sociedad de hombres que tienen miedo de lo desconocido que anida en ellos! Todos se percatan de que sus leyes de vida no funcionan ya, de que viven según los viejos códigos y que ni su religión ni su moral corresponden a lo que necesitamos. Durante cien años y más, Europa no ha hecho más que estudiar y construir fábricas. Todos saben con exactitud cuántos gramos de pólvora se necesitan para matar a un hombre; pero no saben cómo se reza a Dios, no saben siquiera cómo se pasa un rato divertido. ¡Mira las tabernas de los estudiantes! O un lugar de diversión donde se reúne gente rica. ¡Desesperante! Querido Sinclair, de esto no puede salir nada alegre. Los hombres que se apiñan acobardados están llenos de miedo y de maldad; ninguno se fía del otro. Son fieles a unos ideales que han dejado de serlo y apedrean a todo el que crea otros nuevos. Presiento graves conflictos. Vendrán, créeme, vendrán pronto. Naturalmente, no «mejorarán» el mundo. Que los obreros maten a los empresarios, o que Rusia y Alemania disparen una sobre otra, nada altera la situación; sólo cambian los dueños. Pero no será completamente en vano. Hará patente la miseria de los ideales actuales; se saldarán las cuentas con los dioses de la Edad de Piedra. Este mundo, tal como es ahora, quiere morir, quiere sucumbir y lo conseguirá.