Además de Frau Eva, Max y yo, pertenecían a nuestro círculo, más o menos íntimamente, otros que también buscaban. Algunos iban por caminos determinados y tenían metas especiales. Entre ellos había astrólogos y cabalistas, también un discípulo de Tolstoi, y toda clase de seres sensibles, tímidos y vulnerables, adeptos a nuevas sectas, practicantes de ejercicios indios y vegetarianos. Con ellos no teníamos espiritualmente nada en común, excepto el respeto que cada uno tributaba al sueño vital de su semejante. Estaban más cerca de nosotros los que investigaban en el pasado el afán de la humanidad en busca de dioses y nuevos ideales. Estos traían libros, nos traducían textos antiguos, nos enseñaban reproducciones de viejos símbolos y mitos, y también cómo todo el patrimonio ideal de la humanidad hasta nuestros días había consistido en sueños subconscientes, en sueños en los que la humanidad seguía a tientas las intuiciones de sus posibilidades futuras. Así recorrimos el maravilloso y multiforme laberinto de dioses de la antigüedad hasta los albores del amanecer cristiano. Conocimos las confesiones de los solitarios y las transformaciones de las religiones en la transmisión de un pueblo a otro. De todo lo que fuimos reuniendo resultó una crítica de nuestro tiempo y de la Europa actual, que con un esfuerzo tremendo había dado al hombre nuevas y poderosas armas pero que había caído por fin en una profunda y estremecedora desolación del espíritu. Había ganado el mundo pero había perdido su alma en la empresa.
También había defensores y adeptos de determinadas creencias y doctrinas. Había budistas que querían convertir a Europa, discípulos de Tolstoi y de otras confesiones. Nosotros, en nuestro círculo más íntimo, escuchábamos todo y aceptábamos estas doctrinas simplemente como símbolos. Nosotros, los marcados, no debíamos preocuparnos por la estructuración del porvenir. Cada confesión, cada doctrina salvadora, nos parecía de antemano muerta y sin sentido. Sólo concebíamos como deber y destino el que cada cual llegara a ser él mismo, que viviera entregado tan por completo a la fuerza de la naturaleza en él activa que el destino incierto le encontrara preparado para todo, trajera lo que trajera.
Presentíamos, claramente expresado o no, que se aproximaba ya una nueva aurora y un derrumbamiento de lo presente. Demian me decía a veces:
—Lo que se avecina es inimaginable. El alma de Europa es un animal que ha estado atado demasiado tiempo. Cuando esté libre, sus primeros movimientos no serán los más amables. Pero los caminos y los rodeos carecen de importancia con tal de que salga a la luz del día la verdadera miseria del alma que ha sido negada y ha estado adormecida durante tanto y tanto tiempo. Ese será nuestro momento; entonces nos necesitarán no como guías o nuevos legisladores —porque nosotros no viviremos las nuevas leyes— sino como seres dispuestos a seguir y a acudir donde el destino nos reclame. Mira, todos los hombres son capaces de hacer lo increíble cuando están amenazados sus ideales. Pero ninguno está dispuesto cuando se presenta un nuevo ideal, un nuevo movimiento de expansión quizá peligroso y misterioso. Los pocos que estaremos preparados seremos nosotros. Por eso estamos marcados, como estaba marcado Cain, para despertar miedo y odio y sacar a la humanidad de su idílica estrechez hacia lejanías de peligro. Todos los hombres que han influido en el curso de la humanidad fueron, sin excepción, capaces y eficaces porque estaban dispuestos a aceptar el destino. Lo mismo Moisés que Buda, Napoleón o Bismarck. Nadie puede elegir la corriente a la que sirve ni el centro desde el que es gobernado. Si Bismarck hubiera comprendido a los socialdemócratas y se hubiera amoldado a ellos, hubiese sido un hombre sabio, pero no un hombre del destino. Así pasó con Napoleón, César, Loyola, ¡con todos! Hay que imaginarse todo esto desde un punto de vista ideológico e histórico. Cuando las transformaciones de la corteza terrestre arrojaron a los animales acuáticos a la tierra y a los animales terrestres a las aguas, fueron los ejemplares preparados a aceptar el destino los que pudieron amoldarse a lo nuevo e inesperado y salvar así su especie. No sabemos si tales ejemplares eran los que antes habían destacado como conservadores o, por el contrario, como originales y revolucionarios. Estaban preparados y por eso salvaron su especie para nuevas evoluciones. Eso es lo que sabemos. Por eso queremos estar preparados.
Frau Eva asistía con frecuencia a estas conversaciones pero nunca hablaba de esta forma. Era para cada uno de nosotros, cuando exteriorizábamos nuestros pensamientos, un oyente atento, un eco lleno de confianza, de comprensión; parecía que todos los pensamientos manaban de ella y volvían a ella. Estar a su lado, oír de vez en cuando su voz y participar en la atmósfera de madurez y espiritualidad que la rodeaba era para mí la felicidad.
Ella notaba en seguida cuándo se producía en mi un cambio, una confusión o una renovación. Me parecía que los sueños que yo tenía al dormir eran inspiraciones suyas. Muchas veces se los contaba y le resultaban comprensibles y naturales; no había dificultades que ella no siguiera con su clara intuición. Durante un tiempo tuve sueños que eran como reproducciones de nuestras conversaciones del día. Soñaba que todo el mundo estaba revolucionado y que yo, solo o con Demian, esperaba tenso el gran destino. Este permanecía oculto pero llevaba los rasgos de Frau Eva: ser elegido o rechazado por ella era el destino.
A veces me decía sonriente:
—Su sueño no está completo, Sinclair, ha olvidado usted lo mejor.
Y podía suceder que yo volviera a recordar nuevos fragmentos y no pudiera comprender cómo antes los había olvidado.
De vez en cuando me sentía inquieto y los deseos me atormentaban. Creía no poder resistir verla junto a mí sin estrecharla entre mis brazos. También esto lo notaba en seguida. Una vez estuve varios días sin aparecer; por fin volví confuso y ella me condujo a un lado y me dijo:
—No debe usted entregarse a deseos en los que no cree. Sé lo que desea. Pero tiene que saber renunciar a esos deseos o desearlos de verdad. Cuando llegue a pedir con la plena seguridad de que su deseo va a ser cumplido, éste será satisfecho. Sin embargo, usted desea y al mismo tiempo se arrepiente de ello con miedo. Hay que superar eso. Voy a contarle una historia.
Y me contó la historia de un muchacho enamorado de una estrella. Adoraba a su estrella junto al mar, tendía sus brazos hacia ella, soñaba con ella y le dirigía todos sus pensamientos. Pero sabía, o creía saber, que una estrella no puede ser abrazada por un ser humano. Creía que su destino era amar a una estrella sin esperanza; y sobre esta idea construyó todo un poema vital de renuncia y de sufrimiento silencioso y fiel que habría de purificarle y perfeccionarle. Todos sus sueños se concentraban en la estrella. Una noche estaba de nuevo junto al mar, sobre un acantilado, contemplando la estrella y ardiendo de amor hacia ella. En el momento de mayor pasión dio unos pasos hacia adelante y se lanzó al vacío, a su encuentro. Pero en el instante de tirarse pensó que era imposible y cayó a la playa destrozado. No había sabido amar. Si en el momento de lanzarse hubiera tenido la fuerza de creer firmemente en la realización de su amor, hubiese volado hacia arriba a reunirse con su estrella.
—El amor no debe pedir —dijo—, ni tampoco exigir. Ha de tener la fuerza de encontrar en sí mismo la certeza. En ese momento ya no se siente atraído, sino que atrae él mismo. Sinclair: su amor se siente atraído por mí. El día que me atraiga a sí, acudiré. No quiero hacer regalos. Quiero ser ganada.
Un tiempo después me contó otra historia. Se trataba de un enamorado que amaba sin esperanza. Se refugió por completo en su corazón y creyó que se abrasaba de amor. El mundo a su alrededor desapareció; ya no veía el azul del cielo ni el bosque verde; el arroyo ya no murmuraba, su arpa no sonaba; todo se había hundido, quedando él pobre y desdichado. Su amor, sin embargo, crecía; y prefirió morir y perecer a renunciar a la hermosa mujer que amaba. Entonces se dio cuenta de que su amor había quemado todo lo demás, de que tomaba fuerza y empezaba a ejercer su poderosa atracción sobre la hermosa mujer, que tuvo que acudir a su lado. Cuando estuvo ante él, que la esperaba con los brazos abiertos, vio que estaba transformada por completo; y, sobrecogido, sintió y vio que había atraído hacia sí a todo el mundo perdido. Ella se acercó y se entregó a él: el cielo, el bosque, el arroyo, todo le salió al encuentro con nuevos colores frescos y maravillosos; ahora le pertenecía, hablaba su lenguaje. Y en vez de haber ganado solamente una mujer, tenía el mundo entero entre sus brazos y cada estrella del firmamento ardía en él y refulgía gozosamente en su alma. Había amado y, a través del amor, se había encontrado a sí mismo. La mayoría ama para perderse.
Mi amor hacia Frau Eva era el único sentido de mi vida. Pero ella cambiaba cada día. A veces creía sentir con seguridad que no era su persona por la que se sentía atraída mi alma, sino que ella era un símbolo de mi propio interior que me conducía más y más hacia mí mismo. A menudo oía palabras de ella que me parecían respuestas de mi subconsciente a preguntas acuciantes que me atormentaban. Había momentos en los que me devoraba el deseo y besaba los objetos que habían tocado sus manos. Y lentamente fueron superponiéndose el amor sensual y el amor espiritual, la realidad y el símbolo. Podía suceder que en mi habitación pensara en ella con tranquila intensidad y sintiera su mano en mi mano y sus labios en los míos. Otras veces estaba con ella, miraba su rostro, le hablaba, escuchaba su voz y no sabía si era realidad o sueño. Comencé a intuir de qué modo se puede poseer un amor eternamente. A veces, leyendo un libro, descubría una nueva idea; era como un beso de Frau Eva. Me acariciaba el pelo y me dedicaba una sonrisa cálida y perfumada, y yo tenía la misma sensación de haber dado en mí un paso adelante. Todo lo que me era importante y definitivo, adquiría su figura. Ella podía transformarse en cada uno de mis pensamientos, y cada uno de mis pensamientos en ella.
Había temido las vacaciones de Navidad, que pasé en casa de mis padres, porque creía que iba a ser un tormento vivir dos semanas enteras lejos de Frau Eva. Pero no lo fue. Era una delicia estar en casa y pensar en ella. Cuando volví a H. pasé aún dos días sin ir a su casa para disfrutar de aquella seguridad e independencia de su presencia física. También tenía sueños en los que mi unión con ella se realizaba en nuevas formas simbólicas. Ella era un mar en el que yo desembocaba. Era una estrella y yo otra que caminaba hacia ella; y nos encontrábamos, nos sentíamos atraídos mutuamente, permanecíamos juntos, girando dichosamente el uno en torno al otro en órbitas próximas y armónicas.
Cuando volví a verla, le relaté este sueño.
—El sueño es hermoso —dijo tranquilamente—, hágalo realidad.
Ya casi en la primavera hubo un día que nunca olvidaré. Entré en el salón; una ventana estaba abierta y en el aire tibio flotaba el pesado perfume de los jacintos. Como no vi a nadie, subí por la escalera a la habitación de Max Demian. Llamé suavemente a la puerta y entré sin esperar respuesta, como acostumbraba a hacer. La habitación estaba oscura, las cortinas cerradas. La puerta del cuartito en el que Max Demian había instalado un laboratorio químico estaba abierta. Desde allí llegaba la luz clara y blanca del sol primaveral a través de las nubes. Yo creí que no había nadie y corrí las cortinas.
Vi a Max Demian sentado en un taburete, cerca de la ventana tapada, acurrucado y extrañamente transformado. Como un rayo me traspasó la idea de que ya lo había visto otra vez. Sus brazos pendían inmóviles, las manos descansaban sobre su regazo; su rostro, echado ligeramente hacia adelante, con los ojos fijos, estaba vacío y muerto; en sus pupilas brillaba un pequeño y duro reflejo, como un pedazo de cristal. La cara pálida estaba ensimismada y sin otra expresión que la de una tremenda rigidez. Parecía la máscara milenaria de un animal en el portal de un templo. No parecía respirar.
Los recuerdos me inundaron; así, exactamente así, le había visto ya una vez, hacía muchos años, cuando yo aún era un chico. Como ahora, sus ojos estaban vueltos hacia dentro, sus manos inmóviles, una junto a otra, una mosca le había paseado por la cara. Y entonces, hacía quizá seis años, había tenido el mismo aspecto, tan joven y tan intemporal; ni un rasgo de su cara era hoy diferente.
Sobrecogido por un repentino miedo, salí de la habitación y bajé las escaleras. En el salón encontré a Frau Eva. Estaba pálida y parecía cansada; nunca la había visto así. Una sombra pasó por la ventana, y el sol blanquecino e hiriente desapareció de pronto.
—Estuve en la habitación de Max —musité agitado—, ¿ha sucedido algo? Está dormido o ensimismado, no lo sé. Ya le he visto una vez así.
—No le habrá despertado, ¿verdad? —preguntó inquieta.
—No, no me ha oído. Volví a salir en seguida. Frau Eva, dígame, ¿qué le pasa? Ella se pasó la mano por la frente.
—Esté tranquilo, Sinclair, no le pasa nada. Se ha retirado. No tardará en volver.
Se puso en pie y salió al jardín, a pesar de que empezaba a llover. Intuí que no debía acompañarla. Permanecí en el salón, dando paseos de arriba abajo en medio del perfume embriagador de los jacintos, contemplando el dibujo de mi pájaro sobre la puerta y respirando con angustia la siniestra sombra que llenaba esta mañana toda la casa. ¿Qué era? ¿Qué había pasado?
Frau Eva volvió pronto. Las gotas de lluvia brillaban en su pelo negro. Se sentó en su sillón. El cansancio la inundaba. Me acerqué a ella; me incliné y besé las gotas que temblaban en su pelo. Sus ojos estaban claros y serenos, pero las gotas me supieron a lágrimas.
—¿Quiere que vaya a ver cómo está? —murmuré.
Ella sonrió débilmente.
—No sea usted niño, Sinclair —me amonestó en voz alta, como para romper el sortilegio—. Váyase ahora y vuelva más tarde. Ahora no puedo hablar con usted.
Me fui hacia las montañas, alejándome de la casa y de la ciudad. La lluvia fina y oblicua me daba en la cara; las nubes pasaban muy bajas y pesadas, como bajo la presión del miedo. En el valle no se movía el aire; en las alturas parecía que estaba desatada la tormenta. De vez en cuando, el sol rompía descolorido y cegador entre las nubes grises.
Entonces apareció sobre el cielo una nube ligera y amarilla; se agolpó contra el muro de nubarrones grises; y en pocos momentos el viento formó con el amarillo y el azul una imagen, un gigantesco pájaro, que se despegaba del caos azul y desaparecía con amplios aletazos en el cielo. En ese momento se desencadenó la tormenta y la lluvia cayó a torrentes mezclada con granizo. Un trueno breve, inverosímil y terrible, crepitó sobre el paisaje azotado; un poco más tarde volvió a romper el sol y sobre las cercanas montañas, más allá del bosque marrón, brilló mortecina e irreal la pálida nieve.