En las nubes se veía una gran ciudad de la que salían millones de hombres que se extendían en enjambres por el amplio paisaje. En medio de ellos apareció una poderosa figura divina, con estrellas luminosas en el pelo, alta como una montaña, con los rasgos de Frau Eva. En ella desaparecían las columnas de hombres como en una gigantesca caverna. La diosa se acurrucó en el suelo; el estigma relucía sobre su frente. Un sueño parecía ejercer poder sobre ella; cerró los ojos y su gran rostro se contrajo por el dolor. De pronto lanzó un grito agudo y de su frente saltaron estrellas, miles de estrellas relucientes que surcaron en fantásticos arcos y semicírculos el cielo negro.
Una de las estrellas vino vibrante hacia mí; parecía buscarme. Explotó rugiendo en mil chispas, me levantó del suelo y volvió a estamparme contra él. El mundo se desmoronó con ruido atronador en torno mío. Me hallaron junto al álamo, cubierto de tierra y con muchas heridas.
Estaba tendido en una cueva, mientras los cañones retumbaban sobre mí. Me encontré luego en un carro, dando tumbos por campos desiertos. La mayor parte del tiempo dormía o estaba inconsciente. Pero mientras más profundamente dormía, más vivamente sentía que algo me atraía, que una fuerza me dominaba. Estaba tumbado en una cuadra sobre paja. Todo estaba a oscuras.
Alguien me pisó la mano. Pero mi alma quería proseguir su camino, que la atraía con fuerza cada vez mayor. Volví a encontrarme en un carro y más tarde sobre una camilla o una escalera, y cada vez me sentía más imperiosamente llamado; no sentía más que el ansia de llegar por fin.
Llegué a mi destino. Era de noche, estaba completamente consciente; unos momentos antes había sentido poderosamente el deseo y la atracción. Ahora me encontraba en una sala tumbado en el suelo, y pensé que era allí de donde me habían llamado. Miré a mi alrededor; junto a mi colchoneta había otra y un hombre sobre ella.
Se irguió un poco y me miró. Llevaba el estigma en la frente. Era Max Demian.
No pude hablar; tampoco él pudo, o quizá no quiso. Sólo me miraba atentamente. Sobre su rostro daba la luz de un farol que pendía en la pared sobre su cabeza. Me sonrío.
Estuvo un largo rato mirándome con fijeza a los ojos. Lentamente acercó su rostro al mío, hasta que casi nos tocamos.
—¡Sinclair! —dijo con un hilo de voz.
Le hice un gesto con los ojos, para darle a entender que le oía. Sonrió otra vez, casi con compasión.
—¡Sinclair, pequeño! —dijo sonriendo.
Su boca estaba ahora muy cerca de la mía. Continuó hablando muy bajo. —¿Te acuerdas todavía de Franz Kromer? —preguntó.
Le hice una señal, sonriendo también.
— ¡Pequeño Sinclair, escucha! Voy a tener que marcharme. Quizá vuelvas a necesitarme un día, contra Kromer o contra otro. Si me llamas, ya no acudiré tan toscamente a caballo o en tren. Tendrás que escuchar en tu interior y notarás que estoy dentro de ti, ¿comprendes? ¡Otra cosa! Frau Eva me dijo que si alguna vez te iba mal, te diera el beso que ella me dio para ti... ¡Cierra los ojos, Sinclair!
Cerré obediente los ojos y sentí un beso leve sobre mis labios, en los que seguía teniendo un poco de sangre, que parecía no querer desaparecer nunca. Entonces me dormí.
Por la mañana me despertaron para curarme. Cuando estuve despierto del todo, me volví rápidamente hacia el colchón vecino. Sobre él yacía un hombre extraño al que nunca había visto.
La cura fue muy dolorosa. Todo lo que me sucedió desde aquel día fue doloroso. Pero, a veces, cuando encuentro la clave y desciendo a mi interior, donde descansan, en un oscuro espejo, las imágenes del destino, no tengo más que inclinarme sobre el negro espejo para ver mi propia imagen, que ahora se asemeja totalmente a él, mi amigo y guía.