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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Demonio de libro (4 page)

BOOK: Demonio de libro
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Me doblé por la cintura (mi torso endurecido por el fuego casi tocaba mis piernas) y seguí buscando la continuación de la cuerda entre la basura.

—Se te ha caído un hueso, ¿verdad, idiota? —dijo papá Gatmuss acompañando sus palabras de una lluvia de babas, cartílagos, y cerveza—. No te entretengas mucho ahí abajo, ¿me oyes? Solo porque me hayas conseguido carne y cerveza no significa… ¡Espera! ¡Ja! Quédate donde estás, chico. No voy a ponerte mi fría pistola en la oreja para volarte los sesos, voy a ponértela en el trasero y volarte…

—Es una trampa —dije con tranquilidad.

—¿De qué estás hablando?

—La comida. Es un cebo. Alguien intenta atrapar…

Antes de que pudiera pronunciar la última sílaba de mi frase, se demostró mi profecía.

La segunda cuerda, la más oscura y extraña situada tan cerca de su compañera amarilla y que había resultado prácticamente invisible, se elevó de repente unos dos o tres metros en el aire, lo que provocó que las dos cuerdas oscuras se tensaran y que aparecieran dos redes grandes y extensas que indicaban que quienquiera que estuviese pescando desde arriba tenía suficientes conocimientos sobre el inframundo como para conocer la presencia de vestigios de demonidad.

En vista de la inmensidad de las redes, me consolé con el hecho de que, aunque me hubiese dado cuenta de la trampa antes, no habríamos sido capaces de escapar del perímetro de la red antes de que los de arriba (los Pescadores, como ya los había apodado en mi mente) percibieran el movimiento de sus cebos y sacaran su pesca.

La malla de la red era lo suficientemente grande para que una de mis piernas colgara por fuera de un modo bastante incómodo, oscilando sobre el caos. Pero aquella incomodidad no era nada cuando podía regocijarme en la visión de Gatmuss, atrapado también por la red que lo rodeaba y lo elevaba igual que a mí, aunque con una diferencia: mientras que Gatmuss maldecía y luchaba tratando de agujerear la red y fracasando en su intento, yo me sentía extrañamente tranquilo. Después de todo, pensé, ¿hasta qué punto podía ser peor mi vida arriba que en el inframundo, donde había conocido pocas comodidades y nada de amor y donde no había un futuro para mí más allá de las amargas e infelices vidas de mamá y papá G.?

Ahora nos elevaban a bastante velocidad y pude ver el paisaje de mi juventud desde lo alto. Vi la casa con mamá de pie en la puerta, una figura diminuta y lejana, totalmente fuera del alcance de mis gritos más estridentes, si hubiera intentado gritar, cosa que no hice. Y allí estaba, extendiéndose en todas direcciones hasta donde mis ojos podían alcanzar, el lúgubre espectáculo de las cimas de basura que me habían parecido tan inmensas cuando me encontraba entre sus sombras y que ahora resultaban intrascendentes, a pesar de que se elevaban hasta alturas descomunales que definían el perímetro del Noveno Círculo. Más allá del Círculo no había nada; tan solo un inmenso vacío, ni blanco ni negro, sino inconmensurablemente gris.

—¡Jakabok! ¿Me oyes?

Gatmuss me arengaba desde su red, en cuyo interior, gracias en parte a su lucha, su enorme figura estaba despachurrada en lo que parecía una posición muy incómoda. Tenía las rodillas pegadas a la cara, mientras que los brazos le sobresalían de la red formando extraños ángulos.

—Sí, te oigo.

—¿Lo has colocado tú? ¿Lo has hecho para hacerme quedar como un estúpido?

—No necesitas ayuda para eso —respondí—. Y no, por supuesto que yo no coloqué esto. Qué pregunta tan necia.

—¿Qué es «necia»?

—No voy a intentar educarte ahora. Eres una causa perdida. Naciste bestia y vas a morir bestia, ignorante de absolutamente todo excepto de tus propios apetitos.

—Te crees muy listo, ¿verdad chico? Con tus palabras rebuscadas y tus modales refinados. Bueno, pues no me impresionan. Yo tengo un machete y una pistola y en cuanto salgamos de esta estúpida cosa me abalanzaré sobre ti con tal rapidez que no tendrás tiempo de contarte los dedos de las manos antes de que te los corte. Ni los de los pies. Ni la nariz.

—Difícilmente podría contarme la nariz, imbécil, si solo tengo una.

—Ya estás otra vez. Hablas como si fueras importante y poderoso. No eres nada, chico. ¡Espera y verás! Espera a que encuentre mi pistola. ¡Ay, las cosas que puedo hacer con esa pistola! ¡Podría acabar con lo que queda de tu fábrica de bebés y hacer que no te quede absolutamente nada!

Y así continuó, con su interminable retahíla de desprecios y quejas acompañados de amenazas. En resumen, me odiaba porque cuando yo nací mamá perdió todo su interés por él. Decía que en otros tiempos, cuando por algún motivo la atención de mamá se distraía, contaba con un método infalible para recuperarla; pero ahora tenía miedo de volver a usar aquel ardid porque le había alegrado tener una hija, pero otro hijo accidental no sería más que un desperdicio de aliento y palizas. Con un error era suficiente, era más que suficiente, decía, y despotricaba sobre mi estupidez.

Mientras tanto, nuestro ascenso continuaba; había comenzado de un modo algo entrecortado, pero ahora era rápido y suave. Atravesamos una capa de nublada oscuridad antes de internarnos en el Octavo Círculo, que emergía de un recortado cráter en medio de su desolación rocosa. Yo nunca me había alejado más de un kilómetro de la casa de mis padres y no tenía más que una vaga noción acerca de cómo era la vida en otros círculos. Me habría gustado tener tiempo para estudiar el Octavo, pero nos elevábamos demasiado rápido para poder obtener algo más que una fugaz impresión: los condenados, contados por miles, con la espalda desnuda y entregados a la tarea de tirar de algún enorme edificio anónimo a través del terreno irregular. Entonces me quedé de nuevo sin ver nada, esta vez debido a la oscuridad del cielo del Octavo, para, momentos más tarde, emerger resoplando y escupiendo después de haber sido empapados con el fétido fluido de algún canal lleno de algas del cenagoso paisaje del Séptimo. Tal vez fue el baño en agua pantanosa lo que lo volvió loco o, simplemente, que lo que nos estaba ocurriendo le estaba entrando en la mollera, pero fuese lo que fuese, en ese momento papá Gatmuss empezó a vilipendiarme con el lenguaje más grosero y a culparme, por supuesto, del aprieto en el que nos encontrábamos.

—¡Eres un desecho de mi semilla, estúpido tarado, imbécil, zopenco, asqueroso gilipollas! ¡Debería haberte quitado la vida hace años, maldito retrasado! Si consigo alcanzar mi machete, juro que te cortaré en pedazos aquí y ahora.

Mientras me acusaba, no dejaba de forcejear tratando de meter los brazos para alcanzar de nuevo el interior de la red, donde supongo que tendría el machete. Pero la red lo había atrapado de tal modo que cualquier movimiento le resultaba imposible: estaba atascado.

Sin embargo, yo no lo estaba. Todavía tenía en mi posesión el cuchillo que había cogido de la cocina. No era un cuchillo demasiado grande, pero era de sierra, lo cual resultaba útil. Serviría.

Saqué el brazo y comencé a serrar la cuerda que sostenía la red en la que papá G. estaba atrapado. Sabía que tenía que actuar rápido; ya habíamos atravesado el Sexto Círculo y nos elevábamos hacia el Quinto. Ya no prestaba atención a los detalles topográficos de los círculos, solo los contaba mentalmente; por lo demás, mi concentración estaba dedicada a la cuerda.

Por supuesto, la retahíla de repugnantes improperios que salían de la boca de papá G. se volvía cada vez más obscena a medida que mi pequeño cuchillo empezaba a surtir efecto en la cuerda. Ya estábamos atravesando el Cuarto Círculo, pero no podría decirte absolutamente nada sobre él. Mi vida dependía de aquel cuchillo: si no conseguía cortar la cuerda antes de que alcanzáramos nuestro destino (que yo suponía que era el mundo de arriba) y de que Gatmuss fuera liberado de su red por quienquiera que estuviese tirando de nosotros, me masacraría sin necesidad de machete o pistola alguna.

Simplemente, me arrancaría los miembros uno a uno. Se lo había visto hacer con otros demonios mucho más grandes que yo.

Te diré que suponía una gran motivación oír que las amenazas e insultos de mi padre se volvían cada vez más ininteligibles debido a la furia, hasta que finalmente se convirtieron en una incoherente manifestación de odio. De vez en cuando lo miraba con disimulo a la cara, que estaba aplastada contra la malla de la red. Sus rasgos porcinos estaban vueltos hacia mí; sus ojos estaban clavados en mí.

Podía ver la muerte en aquellos ojos: mi muerte, evidentemente, representada una y otra vez en aquel cerebro suyo del tamaño de un testículo. Cuando le pareció haber captado mi atención, dejó de proferir insulto tras insulto e intentó conmoverme con incoherencias, como si yo no hubiera oído todas las obscenidades que había estado vomitando hasta entonces:

—Te quiero, hijo.

Tuve que reírme. Nunca nada me había divertido tanto en toda mi vida. Y había más: un montón de idioteces para morirse de risa.

—Claro que somos diferentes. Yo soy mezquino, tú eres un chico pequeño y yo…

—¿… No? —sugerí.

Sonrió de oreja a oreja. Nos comprendimos perfectamente.

—Exacto, no. Y cuando no lo eres, como yo, y tu hijo sí lo es, entonces no es justo que le esté pegando día y noche…

Pensé que lo confundiría jugando al abogado del diablo:

—¿Estás seguro? —le pregunté.

Su sonrisa se desvaneció un poco y el pánico invadió sus diminutos y centelleantes ojos.

—¿No debería estarlo? —dijo.

—No me lo preguntes a mí. No soy yo el que está diciéndome lo que cree que es…

—¡Ah! —me interrumpió, impaciente por expresar su pensamiento antes de que se le escapase—. ¡Eso es! ¿No es cierto?

—¿No lo es? —respondí serrando la cuerda mientras el diálogo de besugos continuaba.

—Esto no está bien —prosiguió papá G.—. Un hijo no debería matar a su propio padre.

—¿Por qué no, si su padre trató de asesinarlo?

—De asesinarlo no, chico. Asesinar nunca. Tal vez atar un poco en corto, pero ¿asesinar? No, eso nunca. Jamás.

—Bueno, papá, eso te convierte a ti en mejor padre de lo que yo soy como hijo —le respondí—, pero no va a impedirme cortar esta cuerda y desde aquí hay una caída considerable. Si tienes suerte, te romperás en pedazos.

—¿Si tengo suerte?

—Sí. No querría que te quedaras tirado sobre todos esos desperdicios con la espalda rota y todavía vivo. No con todos los demonios y condenados hambrientos que merodean por allí: te comerían vivo. Y eso sería demasiado terrible, incluso para ti. Así que tal vez deberías hacer las paces contigo mismo y rezar por tu muerte, porque te resultará mucho más fácil morir de ese modo: tan solo una larga caída y nada más. Oscuridad. El fin de papá Gatmuss de una vez por todas.

En el transcurso de nuestra charla ya habíamos atravesado varios círculos y, para ser sincero, había perdido la cuenta de cuántos quedaban para emerger al mundo de arriba. Tal vez tres. Mi cuchillo empezaba a embotarse a causa de la labor que le había encomendado, pero ya había cortado tres cuartas partes de la cuerda y el peso que esta soportaba tensó de tal modo las últimas hebras que comenzaron a romperse con el simple roce de la hoja.

Supe que nos encontrábamos cerca de la superficie porque podía oír voces en lo alto; más bien una voz en concreto que gritaba órdenes:

—¡Seguid tirando todos! Sí, eso te incluye a ti también. ¡Trabaja! Hemos atrapado algo grande. ¡No es uno de los gigantes, pero es grande!

Miré hacia arriba: había una capa rocosa a unas decenas de metros sobre nuestras cabezas, con una grieta que se ensanchaba en un punto. Las cuatro cuerdas desaparecían a través de esa parte más ancha de la fisura: las dos que nos sujetaban a papá G. y a mí y las otras dos que sostenían el cebo. La claridad que atravesaba la grieta era más intensa que cualquier otra cosa que hubiera visto abajo. Me ardían los ojos, así que aparté la mirada de allí y puse todas mis energías en cortar las hebras más persistentes de la cuerda. Sin embargo, la imagen de la grieta seguía grabada en mi retina como un relámpago.

Durante esos dos o tres últimos minutos, papá G. había cesado tanto en su letanía de insultos como en su absurdo intento de apelar a mi amor filial. Solo miraba fijamente al hueco situado en el cielo del Primer Círculo. Su visión parecía haber desatado en él el terror, expresado mediante una avalancha de súplicas que se iban debilitando debido a otros sonidos que nunca creí que él emitiría: gimoteos y sollozos de terror.

—No, no podemos ir arriba, no podemos, no podemos…

Le manaban lágrimas de moco de las fosas nasales, y por primera vez reparé en que estas eran enormemente mayores que sus ojos.

—…en la oscuridad, en la profundidad, ahí es donde tenemos que… No, no, no puedes, no debes.

De repente la histeria lo enloqueció:

—¿Sabes los que hay ahí, chico? ¿En la luz, chico? La luz de Dios en el cielo. La luz abrasará mis ojos. ¡No quiero verla! ¡No quiero verla!

Se retorcía presa del pánico mientras daba rienda suelta a todos esos sentimientos, tratando por todos los medios de taparse los ojos con las manos, aunque le resultaba anatómicamente imposible. Pero siguió intentándolo, contorsionándose entre la malla de la red. Sus aterrorizados gritos eran de una intensidad tal que cuando se detuvo un momento para respirar oí que alguien del mundo de arriba decía:

—¡Escuchad eso! ¿Qué dice? Y otra voz:

—No lo escuchéis. No queremos llenar nuestras cabezas con palabras de demonio. Tápate los oídos, padre O’Brien, o te hará perder la cabeza.

Eso fue todo lo que pude oír, porque papá G. comenzó a sollozar y a forcejear de nuevo. La malla de su red crujió debido a sus convulsiones, pero no fue la red lo que se rompió: fueron las últimas hebras de la cuerda que aún lo sostenía. Dada la pequeña magnitud de lo que se rompió, el ruido que hizo fue sorprendentemente fuerte y resonó en el tejado de roca que teníamos sobre nuestras cabezas.

La expresión en el rostro de papá Gatmuss pasó del terror metafísico a algo más simple: estaba cayendo. Cayendo y cayendo.

Justo antes de golpearse con la capa de roca cubierta de liquen que se extendía en el suelo del Primer Círculo, dio rienda suelta a ese terror simple que su cara expresaba soltando un bramido de desesperación. Aparentemente, no le agradaba elevarse ni tampoco caer. Entonces atravesó la capa de musgo y desapareció.

Sin embargo, su bramido podía oírse aún; se atenuó un poco mientras atravesaba el Segundo Círculo, y un poco más mientras caía al Tercero, hasta que se desvaneció por completo cuando pasó por el Cuarto.

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