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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Demonio de libro (2 page)

BOOK: Demonio de libro
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Cogí las puntas, que siempre mordisqueaba cuando estaba nervioso, y las saqué de entre mis dientes mientras trataba de recordar lo que había oído decir a los niños demonio sobre el arte de matar gente.

—Voy a inventar el primer destripador mecánico —dije.

Los ojos de mi madre se abrieron como platos, creo que más por la impresión de oírme utilizar palabras tan largas que por el concepto en sí mismo.

—Tendrá una rueda gigante para desenrollar los intestinos de los condenados. Y voy a venderlo a los reyes y príncipes más sofisticados y civilizados de Europa. ¿Y sabes qué más?

La expresión de mi madre no se alteró en absoluto. Ni un guiño, ni un temblor en los labios. Se limitó a decir con tono monótono:

—Te escucho.

—¡Sí! ¡Exacto! ¡Escuchar!

—¿Qué?

—Las personas que pagan por una buena localidad en una ejecución se merecen oír algo mejor que los gritos de la persona mientras la destripan. ¡Necesitan música!

—Música.

—¡Sí, música! —respondí. Estaba completamente embelesado por el sonido de mi propia voz. Ni siquiera estaba seguro de cuál sería la siguiente palabra que saldría de mi boca, pero confiaba en la inspiración del momento—. Dentro de la enorme rueda habrá otra máquina que reproducirá bonitas melodías que agraden a las damas, y cuanto más grite la persona, mayor será el volumen de la música.

Seguía mirándome sin inmutarse un ápice:

—¿De verdad has pensado en todo eso?

—Sí.

—¿Y eso que has escrito?

—Solamente anotaba todos los pensamientos horribles que tengo en la cabeza. Para inspirarme.

Mi madre me observó detenidamente durante lo que me parecieron horas, escrutando cada centímetro de mi rostro como si supiera que la palabra «mentiroso» estaba escrita en algún lado. Pero finalmente interrumpió su examen y dijo:

—Eres extraño, Jakabok.

—¿Eso es bueno o malo?

—Depende de si a uno le gustan los niños extraños —respondió.

—¿A ti te gustan?

—No.

—AH.

—Pero yo te parí, así que supongo que tengo que asumir parte de la responsabilidad.

Era lo más bonito que me había dicho nunca. Habría vertido alguna lágrima su hubiera tenido tiempo, pero mi madre tenía órdenes para mí:

—Lleva todos esos garabatos tuyos al fondo del patio y quémalos.

—No puedo hacer eso.

—¡Puedes y vas a hacerlo!

—Pero me ha llevado años escribirlo.

—Y arderá en un par de minutos, lo cual debería enseñarte algo sobre este mundo, Jakabok.

—¿Como qué? —pregunté con gesto agrio.

—Como que se trata de un lugar en el que todo aquello por lo que trabajas y te preocupas te será arrebatado tarde o temprano, y no hay nada que puedas hacer al respecto. —Por primera vez desde que había comenzado el interrogatorio, apartó la vista de mí—. Yo una vez fui hermosa —dijo—. Sé que ahora no puedes imaginártelo, pero lo fui. Y entonces me casé con tu padre y todo lo hermoso que había en mí y en aquello que me rodeaba se convirtió en humo. —Se produjo un largo silencio. Entonces su mirada volvió en mi dirección—. Exactamente igual que lo harán todas tus páginas.

Supe que no había nada que pudiera decir para convencerla de que me dejara conservar mis tesoros. Y también supe que se aproximaba la hora en que papá G. regresaba de las calderas y que mi situación empeoraría mucho si él cogía alguna de mis
Historias de Venganza
, porque las cosas más terribles que había inventado las había reservado para él.

Así que comencé a tirar mis preciosas páginas en un gran saco que mi madre había dejado junto a ellas con ese propósito. De vez en cuando ojeaba una frase que había escrito y con un solo vistazo, recordaba al instante las circunstancias que me habían hecho escribirla y cómo me había sentido mientras garabateaba las palabras; si estaba tan furioso que el bolígrafo se había roto bajo la presión de mis dedos, o tan humillado por algo que alguien había dicho que había estado al borde de las lágrimas. Las palabras eran parte de mí, parte de mi mente y mi memoria, y ahí estaba yo tirándolas todas (mis palabras, mis preciadas palabras junto con la parte de mí que las acompañaba) en un saco, como un desperdicio cualquiera.

Por un momento pensé en intentar guardarme una de las páginas más especiales en el bolsillo, pero mi madre me conocía demasiado bien: no me quitó los ojos de encima ni un momento. Me observó mientras llenaba el saco, siguió mis pasos hasta el patio y se quedó de pie a mi lado mientras vaciaba el saco, cogiendo las hojas que volaban del montón y apilándolas junto a las demás.

—No tengo cerillas.

—Hazte a un lado, niño —dijo.

Sabía lo que iba a ocurrir, así que me separé rápidamente de la pila de hojas. Fue un sabio movimiento, porque en cuanto di el siguiente paso oí cómo mi madre arrancaba ruidosamente una gran flema. Volví la vista hacia mis preciados diarios al mismo tiempo que ella les escupía. Si simplemente les hubiese escupido, no habría sido tan horrible, pero mi madre procedía de una larga casta de poderosos pirománticos. En cuanto la flema salió volando de entre sus labios, se volvió brillante y estalló en llamas, acertando con horrible precisión en la caótica pila de diarios.

Si se hubiese tratado de una simple cerilla arrojada sobre el trabajo de mi juventud, esta se habría carbonizado por completo sin tan siquiera prender una sola página. Pero fueron las llamas de mi madre las que aterrizaron sobre los diarios y, nada más chocar contra ellos, arrojaron cintas de fuego en todas direcciones. Me quedé mirando por un momento las páginas en las que había vertido toda la ira y la crueldad que había hecho crecer dentro de mí. Al instante, aquellas mismas páginas se consumieron con el fuego de mi madre devorando el papel.

Yo seguía de pie a poco más de un paso de la hoguera; el calor era atroz, pero no quería alejarme de él, incluso aunque mi pequeño bigote, que había cuidado con esmero (era mi primer bigote) se estuviera chamuscando con el calor; incluso a pesar del olor, que provocaba que me escocieran las fosas nasales y me lloraran los ojos. De ningún endemoniado modo iba a permitir que mi madre viese lágrimas en mi rostro. Alcé la mano para enjugármelas rápidamente, pero no hizo falta: el calor las había evaporado.

No cabe duda de que si mi cara estuviera cubierta, como la tuya, de delicada piel en lugar de escamas, se habría ampollado a medida que el fuego consumía mis diarios. Pero mis escamas me protegieron, al menos durante un rato. Entonces empecé a sentir como si mi rostro se estuviese friendo, pero continué sin moverme: quería permanecer lo más cerca posible de mis amadas palabras. Sencillamente me quedé donde estaba, viendo como el fuego hacía su trabajo. Tenía un modo sistemático de deshacer cada uno de los libros página a página, calcinando una para exponer la siguiente, que a su vez se consumía con rapidez y me permitía vislumbrar retazos de máquinas de la muerte y de venganzas que había descrito antes de que el fuego se las llevara.

Permanecí allí de pie inhalando el aire abrasador mientras mi cabeza se llenaba con visiones de los horrores que había conjurado en aquellas páginas: vastas creaciones que habían sido diseñadas para provocar a cada uno de mis enemigos (o sea, a todo el que conocía, porque no me gustaba nadie) una muerte tan lenta y dolorosa como fuese posible. Ya ni siquiera era consciente de la presencia de mi madre. Tan solo tenía los ojos clavados en el fuego, el corazón me latía con fuerza dentro del pecho debido a mi proximidad al calor y mi cabeza, a pesar de las atrocidades que la ocupaban, estaba extrañamente despejada.

Entonces…

—¡Jakabok!

Todavía estaba lo bastante lúcido como para reconocer mi nombre y la voz que lo pronunciaba. Aparté la vista de la cremación de mala gana y la alcé a través del aire resquebrajado por el calor hacia papá Gatmuss. Sabía que no estaba de buen humor por el movimiento de sus dos colas, que se mantenían erguidas desde la raíz por encima de las nalgas, enroscándose la una en la otra y desenroscándose, todo ello a una gran velocidad y con una fuerza tal que parecía que la una quisiera estrangular a la otra hasta hacerla reventar.

Yo heredé esa atípica doble cola, por cierto; fue uno de los dos dones que él me otorgó. Pero no me sentía precisamente agradecido en ese momento, cuando él avanzó pesadamente hacia el fuego mientras le gritaba a mi madre al mismo tiempo, exigiendo saber qué hacía encendiendo hogueras y, en cualquier caso, qué era lo que estaba quemando. No oí la respuesta de mi madre. La sangre bullía en mi cabeza con tal volumen que era lo único que podía oír. Sus peleas y ataques de furia podían durar horas, así que volví a observar con cautela el fuego que, gracias al enorme volumen de papel que se estaba consumiendo, todavía ardía con más violencia que nunca.

Ya llevaba varios minutos respirando de un modo superficial, mientras mi corazón tamborileaba salvajemente. Entonces, mi consciencia se agitó como la llama de una vela con una ráfaga de viento; sabía que en cualquier momento se desvanecería, pero no me importaba. Me sentía extrañamente apartado de todo, como si nada de aquello estuviera sucediendo realmente.

Entonces, sin previo aviso, me fallaron las piernas y caí inconsciente de bruces…

sobre…

… las…

… llamas.

Ahí tienes. ¿Ya estás satisfecho? Nunca le he contado a nadie esta historia en los muchos cientos de años que hace que ocurrió. Pero ahora te la he contado a ti solo para que veas lo que me hacen sentir los libros. Por qué necesito verlos quemados.

No es difícil de entender, ¿verdad? Era un niñito demonio que vio como su trabajo estallaba en llamas. No fue justo. ¿Por qué tuve que perder la oportunidad de contar mi historia cuando son cientos quienes, con historias mucho más aburridas que contar, publican libros todo el tiempo? Yo conozco el tipo de vida que llevan los escritores: se despiertan por la mañana, da igual lo tarde que sea, se sientan ante su escritorio sin tan siquiera asearse, encienden un cigarro, se beben su té y escriben la primera basura que se les viene a la cabeza. ¡Menuda vida! Yo podría tener una vida como esa si mi primera obra maestra no hubiera sido quemada ante mis ojos. Y hay grandes cosas dentro de mí. Obras que harían llorar al Cielo y arrepentirse al Infierno. Pero ¿he conseguido escribirlas, verter mi alma en unas páginas? No.

En lugar de ello, soy un prisionero entre las cubiertas de este miserable volumen, con tan solo una petición que hacer a alguna alma caritativa:

Quema este libro.

No, no y no.

¿Por qué estás dudando? ¿Crees que encontrarás excitantes detalles sobre la demonidad aquí? ¿Algo depravado, obsceno, como las chorradas que has leído en otros libros sobre el inframundo (o el Infierno, si lo prefieres)?

La mayoría de esas cosas son inventadas. Lo sabes, ¿no? No son más que chismorreos y supersticiones mezclados por algún autorucho especulador que no sabe nada acerca de la demonidad: nada.

¿Te estás preguntando cómo sé lo que se hace pasar hoy en día por la verdad? Bueno, no me he quedado completamente sin amigos de los viejos tiempos. Hablamos, mente a mente, cuando la ocasión nos lo permite. Como cualquier prisionero encerrado en su solitario confinamiento, todavía me las arreglo para estar informado. No mucho, pero lo suficiente como para mantenerme cuerdo.

Yo soy lo real. Al contrario que los impostores que se hacen pasar por la encarnación de la oscuridad, yo soy esa oscuridad. Y si tuviera la oportunidad de escapar de esta prisión de papel, causaría tales agonías y derramaría tales mares de sangre que el nombre de Jakabok Botch se erguiría como la personificación misma del mal.

Yo era… No, soy el enemigo acérrimo de la humanidad, y me tomo esa enemistad muy en serio. Cuando era libre hice todo lo que pude para causar dolor, sin tener en cuenta la inocencia o culpa del alma humana a la que estaba condenando. ¡Las cosas que hice! Necesitaría otro libro para elaborar una lista de las atrocidades de las que felizmente fui responsable. La violación de lugares sagrados y, con gran frecuencia, la correspondiente violación de quienquiera que cuidara del lugar. A menudo estos pobres ilusos devotos, pensando que la imagen de su salvador in extremis poseía el poder de alejarme, avanzaban hacia mí empuñando un crucifijo y ordenándome que me fuera.

Por supuesto, nunca funcionó. Y vaya, cómo gritaban y suplicaban mientras los atraía hacia mí. Huelga decir que soy una criatura de una maravillosa fealdad. La parte frontal de mi cuerpo, desde lo alto de mi cabeza hasta las preciadas partes que se encuentran entre mis piernas, se había abrasado de tal modo en el fuego en el que me había caído (y en el que papá Gatmuss me había dejado arder durante uno o dos minutos mientras abofeteaba a mi madre) que mi apariencia de reptil se había convertido en una masa de tejido postilloso, brillante y chamuscado. Mi rostro era (y todavía es) un caos de ampollas, pequeñas cúpulas de piel dura que emergieron cuando me freí en mi propia grasa. Tengo dos agujeros por ojos, sin pestañas ni cejas. Igual que mi nariz. Tanto mis orificios oculares como los nasales emanan constantemente una mucosidad gris verdosa, así que no se da ni un solo momento, del día o de la noche, en el que no tenga riachuelos de fluidos nauseabundos corriendo por mis mejillas.

En cuanto a mi boca… De todos mis rasgos, desearía tener de nuevo mi boca exactamente igual a como era antes de quemarse. Tenía los labios de mi madre, ambos generosos, y los besos que había practicado, sobre todo con mi mano y aisladamente con un cerdo, me habían convencido de que mis labios serían la fuente de mi buena fortuna. Besaría con ellos y mentiría con ellos; convertiría en víctimas y en serviciales esclavos a todos aquellos a quienes mis ojos desearan. Simplemente hablaría un poco, a la charla le seguirían unos besos y a los besos, exigencias. Y se derretirían con docilidad, todos y cada uno de ellos, felices de llevar a cabo los actos más degradantes, siempre y cuando yo estuviera allí para recompensarlos con un largo beso.

Pero el fuego no perdonó mis labios. Los envolvió y los borró por completo. Ahora mi boca no es más que una ranura que apenas puedo abrir más de un centímetro porque las cicatrices que la rodean son demasiado sólidas.

¿Es de extrañar que esté harto de mi vida? ¿Que quiera que el fuego la borre? Tú desearías lo mismo, así que, por empatía, quema este libro. Hazlo por clemencia, si tienes buen corazón, o porque compartes mi ira. Nada puede salvarme; soy una causa perdida, atrapado para siempre entre las cubiertas de este libro. Así que acaba conmigo.

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