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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Demonio de libro (6 page)

BOOK: Demonio de libro
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—Déjame ver —dijo Cawley levantando su enorme trasero de la, sin duda, agradecida roca y acercándose a mí, con su estómago por delante, y el hombre un poco más atrás.

—Shamit —le dijo Cawley al rubio—. Coge la correa de
Garganta
.

—La última vez me mordió.

—¡Coge la correa, imbécil! —bramó Cawley—. Sabes cuánto odio tener que pedir las cosas dos veces.

—Sí, Cawley. Lo siento, Cawley.

El rubio Shamit cogió la correa de
Garganta
, visiblemente asustado de que le mordiese por segunda vez. Pero la perra tenía otros planes para cenar: yo. No apartó ni un momento sus enormes ojos negros de mí y le caían ríos de baba de la boca. Había algo en su mirada, tal vez las llamas que encendían sus ojos, que me hizo pensar que se trataba de una perra con un toque de cazadora del infierno en la sangre.

—¿Por qué miras a mi perra, demonio? —preguntó Cawley. Al parecer, le desagradaba que lo hiciese, porque sacó una barra de hierro de su cinturón y me golpeó con ella unas dos o tres veces. Los golpes me dolieron y, por primera vez en muchos años, olvidé el poder de la palabra y le chillé como un mono enfurecido.

Mis ruidos provocaron a la perra, que empezó a ladrar; su cuerpo se agitaba con cada sonido que emitía.

—¡Para de hacer eso, demonio! —gritó Cawley—. ¡Y tú también,
Garganta
!

La perra enmudeció inmediatamente y mis chillidos se transformaron en pequeños gemidos.

—¿Qué vamos a hacer con él? —preguntó Shamit. Había sacado un pequeño peine de madera y se atusaba sus mechones rubios sin parar, como si apenas se diese cuenta de lo que hacía—. Con tantas cicatrices, no sirve para despellejar.

—Son quemaduras —corrigió el sacerdote.

—¿Otra vez tu humor irlandés, O’Brien?

—No es una broma.

—¡Ay, Señor! O’Brien, deja en paz el vino y piensa en las estupideces que estás diciendo. Se trata de un demonio; lo hemos sacado del fuego eterno del Infierno. ¿Cómo se puede quemar algo que vive en un lugar así?

—No lo sé, solo digo que… —Sí…

O’Brien dejó de mirar el rostro de Cawley para mirar la barra de hierro y de nuevo a Cawley. Al parecer, yo no era el único al que le habían hecho daño con aquello.

—Nada, Cawley, nada de nada. Es el vino el que habla. Probablemente tenga usted razón, debería dejar de beber durante un rato.

Dicho esto, hizo precisamente lo contrario: dio la espalda a Cawley, inclinó la jarra para beber y se alejó tambaleándose.

—Estoy rodeado de borrachos, idiotas y… —sus ojos se posaron en Shamit, que seguía peinándose sin cesar y con la mirada fija en el vacío, como si el ritual lo hubiese transportado a un estado de trance— y lo que quiera que sea este.

—Perdón —se disculpó Shamit, saliendo de su delirio—, ¿me preguntaba algo?

—Nada a lo que pudieras responderme —replicó Cawley y a continuación me dedicó una desagradable mirada—. Muy bien. Subidlo y sacadlo de la red. Pero tened cuidado, ya sabéis lo que ocurre cuando las cosas se precipitan y se les da cancha a los demonios para que causen problemas, ¿no?

Se produjo un silencio, solamente interrumpido por el crujido de la cuerda que me estaba elevando de nuevo.

—¡El señor C. os acaba de hacer una pregunta, estúpidos gorilas! —gritó Cawley.

Esta vez se oyeron gruñidos y apagadas respuestas de todos los que estaban allí. Pero aquello no bastaba para satisfacer a Cawley.

—Pero bueno, ¿qué he dicho?

Los cinco hombres mascullaron sus propias e incompletas versiones de la pregunta que Cawley les había hecho.

—¿Y cuál es la respuesta?

—Que pierdes cosas —contestó el padre O’Brien. Alzaba los brazos mientras hablaba para dar pruebas de lo que decía. Su mano derecha había sido arrancada de un bocado, al parecer muchos años atrás, y lo único que le quedaba de ella era el pulgar, que utilizaba para sujetar el asa de la jarra. No tenía mano izquierda, ni tampoco muñeca ni dos tercios del antebrazo. Le sobresalían quince o veinte centímetros de hueso del muñón del codo. Era de color amarillo y marrón, excepto el extremo, que había sido recientemente afilado y era blanco.

—Exacto —dijo Cawley—. Pierdes cosas: manos, ojos, labios. A veces cabezas enteras.

—¿Cabezas? —preguntó el sacerdote—. Nunca vi a nadie que perdiese…

—En Francia. Aquel demonio lobo que sacamos de un agujero muy parecido a este, salvo porque había agua…

—Ah, sí, aquel que saltó de la roca. Ahora lo recuerdo. ¿Cómo he podido olvidar a aquella cosa monstruosa? El tamaño de sus fauces; simplemente se abrieron y arrancaron la cabeza de aquel estudiante. ¿Cómo se llamaba?

—No importa.

—Pero viajé con él durante un año o más y ahora no recuerdo su nombre.

—No empieces a ponerte sentimental.

—¡Ivan! —exclamó O’Brien—. ¡Se llamaba Ivan!

—Ya es suficiente, cura. Tenemos trabajo que hacer.

—¿Con eso? —preguntó Shamit mirándome por encima de su estrecha y larga nariz llena de granos. Le mantuve la mirada mientras trataba de hacer algún comentario despectivo con mi tono más condescendiente, pero por algún motivo mi garganta no pronunció las palabras que tenía en la cabeza. Todo lo que me salió fue un vergonzoso revoltijo de gruñidos y balbuceos.

Entretanto, Cawley preguntaba:

—¿Cuándo comienza la quema del arzobispo y sus animales sodomíticos?

—Mañana —respondió O’Brien.

—Entonces tendremos que movernos deprisa si queremos sacar algo de dinero de este lamentable intento de monstruo. O’Brien, trae los grilletes para el demonio. Los más pesados, los que tienen clavos en la parte de dentro.

—¿Los quieres para las manos y los pies?

—Desde luego. Y Shamit, deja de flirtear con él.

—No estoy flirteando.

—Bueno, deja de hacer lo que quiera que estés haciendo, ve a la parte trasera del carro y trae la vieja capucha.

Shamit se fue sin pronunciar palabra y yo me quedé allí tratando de persuadir a mi lengua y a mi garganta de que produjesen un sonido más articulado y más civilizado que los ruidos que se me habían escapado hasta entonces. Creí que si me oían hablar, tal vez podría convencerlos de que dialogaran conmigo y Cawley vería que yo no era un devorador de miembros ni de cabezas, sino una criatura pacífica. Y en cuanto lo comprendiese, ya no habría necesidad de grilletes ni de capucha. Pero seguía siendo incapaz. Las palabras estaban lo suficientemente claras en mi cabeza, pero mi boca sencillamente se negaba a pronunciarlas, como si una reacción instintiva a la visión y al olor del mundo de arriba me hubiese dejado mudo.

—Puedes escupir y gruñirme todo lo que quieras —dijo Cawley—; pero no me vas a hacer ningún daño, ni a mí ni a mi pequeña familia. ¿Me oyes, demonio?

Asentí. Era todo lo que podía hacer.

—¡Vaya, mirad esto! —exclamó Cawley, al parecer realmente sorprendido—. Esta criatura me entiende.

—No es más que un truco para hacerle pensar eso —dijo el sacerdote—. Créame, en su cabeza no hay nada más que ansias de llevarse su alma a la demonidad.

—¿Y qué hay del modo en que asiente con la cabeza? ¿Qué significa eso?

—No significa nada. Tal vez tiene un nido de esas pulgas de sangre negra en los oídos y está tratando de sacárselo.

La arrogancia y la estupidez supina de la respuesta del sacerdote llenaron mi cabeza de una furia atronadora. Por lo que a O’Brien respectaba, yo no era más significativo que las pulgas a las que culpaba de mis movimientos; un mugriento parásito que él aplastaría felizmente con su pie si hubiese sido lo suficientemente pequeño. Se apoderó de mí una furia profunda, aunque inútil, dado que en la situación en la que me encontraba no había modo alguno de expresarla.

—Yo… yo tengo… tengo la capucha —jadeó Shamit mientras tiraba de algo sobre el oscuro suelo.

—¡Vale, pues levántala! —ordenó Cawley—. Déjame ver esa maldita cosa.

—Pesa.

—¡Tú! —exclamó Cawley señalando a uno de los tres hombres que estaban desocupados junto al torno. Los tres se miraron entre ellos tratando de presionar a alguno de los otros para que diese un paso a delante. Cawley no tenía paciencia para esas tonterías—. ¡Tú, el de un solo ojo! ¿Cómo te llamas?

—Hacker.

—Muy bien, Hacker. Ven a ayudar a este imbécil degenerado.

—¿A hacer qué?

—Quiero que le pongáis la capucha al demonio, y rápido. Vamos, deja de santiguarte como una virgen asustada. El demonio no te va a hacer ningún daño.

—¿Está seguro?

—Míralo, Hacker. Es un enclenque.

Gruñí ante este nuevo insulto, pero mi protesta pasó desapercibida.

—Solo ponedle la capucha sobre la cabeza —dijo Cawley.

—¿Y después?

—Después tendréis toda la cerveza que seáis capaces de beber y toda la carne de cerdo que seáis capaces de comer.

El trato dibujó una nada atractiva sonrisa en el escabroso rostro de Hacker.

—Hagámoslo —dijo—. ¿Dónde está la capucha?

—Estoy sentado sobre ella —respondió Shamit.

—¡Entonces muévete! ¡Tengo hambre!

Shamit se puso en pie y los dos hombres comenzaron a levantar la capucha del suelo, por lo que pude verla con claridad. Entonces entendí por qué Shamit respiraba tan entrecortadamente mientras la transportaba: la capucha no estaba hecha de loneta ni de piel, como yo me había imaginado, sino de hierro negro. Estaba formada por una rústica caja con los lados de cinco centímetros o más de grosor y una puerta cuadrada con bisagras en la parte frontal.

—Si intentas alguna treta demoníaca —me advirtió Cawley—; traeré madera y te quemaré aquí mismo. ¿Me oyes?

Asentí con la cabeza.

—Me entiende —dijo Cawley—. Muy bien, ¡hacedlo rápido! O’Brien, ¿dónde están los grilletes?

—En la furgoneta.

—No nos resultan demasiado útiles allí. ¡Tú! —Escogió a uno de los dos hombres restantes—. ¿Tu nombre?

—William Nycross.

Aquel hombre era como un behemoth, con los brazos y las piernas gruesos como troncos y un enorme torso. Sin embargo, su cabeza era diminuta; redonda, roja y sin cabello, ni siquiera cejas ni pestañas.

—Vete con O’Brien y traed los grilletes. ¿Eres rápido con las manos? —preguntó Cawley.

—Rápido… —respondió Nycross, como si la pregunta estuviese poniendo a prueba su inteligencia— con… las manos.

—¿Sí o no?

Situado detrás de Cawley, fuera de su campo de visión pero no del de Nycross, el sacerdote guió al bobalicón de la cabeza pequeña haciendo un gesto de asentimiento. El niño gigante imitó lo que veía.

—Servirá —dijo Cawley.

Para entonces yo ya había caído en la cuenta de que no iba a ser capaz de conseguir que mi lengua pronunciase algo convincente que me ayudase a obtener un poco de compasión por parte de Cawley. El único modo de evitar que me convirtiera en su prisionero era actuar como el demonio salvaje que desde el principio afirmó que era.

Emití un ruido débil que me salió más chillón de lo que esperaba. Cawley se alejó instintivamente unos pasos de mí y agarró a uno de sus hombres, al que todavía no se había dirigido. El rostro del hombre presentaba grotescas marcas que indicaban que había padecido sífilis, cuya más notable consecuencia era la ausencia de nariz. Cawley situó al sifilítico entre él y yo, sosteniendo el cuchillo contra su cuerpo para obligarlo a cumplir su deber.

—Mantente a distancia, demonio. ¡Tengo agua bendita, bendecida por el papa! ¡Más de diez litros! Podría ahogarte en agua bendita si quisiera.

Repliqué con el único sonido que mi garganta había sido capaz de producir: aquel gruñido marchito. Finalmente Cawley pareció darse cuenta de que ese sonido era la única arma de mi arsenal y estalló en carcajadas.

—Me muero de miedo —dijo—. ¡Shamit, Hacker! ¡La capucha! —Se sacó la barra de hierro del cinturón y la blandió con impaciencia contra su palma abierta mientras hablaba—. ¡Moveos! ¡Todavía nos quedan desollamientos que hacer y otras diez colas que deshuesar al fuego!

No me gustó nada cómo sonó aquel comentario, ya que era el único allí que tenía no solo una cola, sino dos. Y si hacían aquello por dinero, mi estrafalario exceso de colas les daría un motivo para avivar el fuego bajo la olla.

Se me hizo un nudo en las tripas por el miedo. Comencé a forcejear como un loco contra la malla de la red, pero mis movimientos solo sirvieron para enredarme aún más.

Mientras tanto, mi muda garganta emitía sonidos cada vez más extravagantes; la bestia que había liberado unos momentos antes sonaba como un animal doméstico en comparación con el incontrolable y salvaje ruido que salía ahora de mis entrañas. Aparentemente, el estruendo no intimidaba a mis captores.

—¡Ponle la capucha, Shamit! —ordenaba Cawley—. Por Dios, ¿a qué estás esperando?

—¿Y si me muerde? —gimoteó Shamit.

—Pues tendrás una horrible muerte y echarás espuma por la boca como un perro rabioso —respondió Cawley—. ¡Así que ponle la maldita capucha y hazlo rápido!

Se produjo una oleada de actividad en cuanto todo el mundo se puso a cumplir su tarea. El sacerdote daba instrucciones al titubeante Nycross sobre cómo preparar los grilletes para mis muñecas y mis tobillos, mientras que Cawley daba órdenes desde la corta distancia a la que se había apartado.

—¡Primero la capucha! ¡Vigílale las manos, O’Brien, o atravesará la red! ¡Este es astuto, no cabe duda!

En cuanto Shamit y Hacker me pusieron la capucha sobre la cabeza, Cawley regresó adonde yo estaba y la golpeó bruscamente con la barra que sostenía, hierro contra hierro. El ruido hizo que mi cráneo retumbara e hizo papilla mis pensamientos.

—¡Ahora, Sífilis! —oí gritar a Cawley en plena confusión—. ¡Sácalo de la red mientras se tambalea! —Y, como medida de precaución, golpeó la capucha de hierro por segunda vez. Los nuevos ecos a través del hierro y de mi cráneo me pillaron recuperándome del primer golpe.

¿Aullé o tan solo me imaginé que lo hacía? El ruido que había en mi cabeza era tan asombroso que no me sentía seguro de nada, excepto de lo indefenso que estaba. Cuando las reverberaciones de los golpes de Cawley comenzaron por fin a desvanecerse y recuperé algo de consciencia, ya me habían sacado de la red y Cawley seguía dando órdenes.

—¡Los grilletes en los pies primero, Sífilis! ¿Me oyes? ¡En los pies!

En los pies
, pensé.
Tiene miedo de que salga corriendo
.

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