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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Demonio de libro (5 page)

BOOK: Demonio de libro
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Se había ido. ¡Papá G. por fin se había ido de mi vida! Después de tantos años temiéndolo a él y a sus castigos, había desaparecido de mi vida y se estaba muriendo poco a poco, o eso esperaba, a medida que se golpeaba contra cada Círculo. Sus miembros se romperían, su espalda se quebraría y su cráneo se aplastaría como un huevo, probablemente mucho antes de que aterrizara de nuevo en los cañones de basura donde nos habían pescado. No me había inventado la horrible historia acerca de cómo sería quedarse imposibilitado en aquel lugar, arrastrándose entre lo más lamentable e incorregible de la demonidad. Conozco a muchos de ellos: algunos eran demonios que una vez fueron los más eruditos y sofisticados de entre nosotros, pero a los que sus investigaciones posteriores llevaron a darse cuenta de que no significábamos nada en el esquema de la Creación: flotamos en el vacío sin propósito o significado alguno. Se tomaron su descubrimiento muy mal, desde luego mucho peor que la mayoría de mis compañeros, que ya habían dejado de pensar en conceptos tan elevados tiempo atrás para dedicarse a buscar, entre el escaso número de líquenes que crecían en la penumbra del Noveno, un paliativo para sus hemorroides.

Pero la desolación de los eruditos no era inmune al hambre. Durante los años que había vivido en la casa de las dunas de basura había oído un montón de historias sobre caminantes que habían perecido en los desperdicios del Noveno y cuyos huesos habían sido hallados completamente limpios, si es que se habían encontrado. Aquella sería probablemente la suerte que correría papá G.: se lo comerían vivo hasta haberle chupado la última brizna de médula.

Agucé el oído por si escuchaba algún sonido procedente del inframundo (un último grito de mi padre asesinado), pero no oí nada. Eran las voces del mundo de arriba las que ahora requerían mi atención. La cuerda de la que había pendido la red de papá G. había sido izada hasta fuera del alcance de mi vista en cuanto él había caído. Deslicé mi pequeño cuchillo dentro de un bolsillito de carne que había fabricado en mi propio cuerpo con el objetivo concreto de esconder un arma y que me había costado varios meses de grandes dolores.

La decepción y frustración eran evidentes entre quienes me habían atrapado:

—Sea lo que sea lo que hemos perdido, pesaba cinco veces más que esta cosita —dijo alguien.

—Debe de haber mordido las cuerdas —opinó la voz que reconocí como la del sacerdote—. Estos demonios suelen hacer esas cosas.

—¿Por qué no te callas y rezas? —intervino una tercera voz, más chillona—. Para eso estás aquí, ¿no es cierto? Para proteger nuestras almas inmortales de lo que quiera que saquemos de ahí.

Pensé que estaban asustados, lo cual era bueno para mí; los hombres asustados hacían cosas estúpidas. Mi tarea iba a consistir en mantenerlos asustados. Tal vez podría intimidarlos con mi horrible armazón y mi rostro y mi cuerpo quemados, pero tenía dudas al respecto. Tendría que usar mi ingenio.

Ya podía ver el cielo con más claridad. Ninguna nube empañaba el azul, pero se divisaban varias columnas dispersas de humo negro y dos olores diferentes se batían por la atención de mis orificios nasales: uno era el empalagoso aroma del incienso y el otro era el olor a carne quemada.

En cuanto los inhalé, rápidamente me vino a la memoria un juego de la infancia que tal vez me ayudase a defenderme de mis captores. Cuando era niño, e incluso en los primeros años de mi adolescencia, siempre que papá Gatmuss llegaba a casa de noche con compañía femenina, mamá estaba obligada a dejar la cama de matrimonio y a dormir en mi cama, así que yo quedaba relegado al suelo con solo una almohada (si ella se sentía generosa) y una sábana sucia. En cuanto apoyaba la cabeza, enseguida se quedaba dormida, extenuada por la vida con papá G.

Entonces empezaba a hablar en sueños. Las cosas que decía (maldiciones furiosamente elaboradas y aterradoras dirigidas a papá G.) bastaban para hacer que el corazón se me acelerase de miedo, pero era la voz con que las pronunciaba lo que realmente me impresionaba.

Era otra mamá la que hablaba; su voz era un profundo y salvaje gruñido de rabia asesina que escuché tantas veces a través de los años que, aun sin intentar imitarla conscientemente, un día desaté en privado la furia que sentía contra papá G. y aquella voz, sencillamente, salió de mí. No era una simple imitación: había heredado de mamá una deformidad que ella tenía en la garganta y que me permitía recrear aquel sonido. Estaba seguro de ello.

Durante las semanas siguientes a mi descubrimiento del don que mi estirpe me había otorgado, cometí el error de tomar un atajo de camino a casa que me obligaba a atravesar un territorio que durante mucho tiempo había sido dominio de una banda de jóvenes demonios asesinos a quienes les gustaba masacrar a aquellos que se negaban a pagar el peaje que les exigían. Cuando miro atrás y pienso en esto, a menudo me pregunto si mi intromisión fue realmente accidental, como creía entonces, o si se trató más bien de una prueba. Allí estaba yo, Jakabok, el enclenque constantemente aterrorizado del vecindario, provocando deliberadamente una confrontación con una banda de matones que no se lo pensarían dos veces antes de matarme en plena calle a las puertas de mi casa.

La versión breve de la historia es fácil de contar: hablé con la voz de pesadilla de mi madre y la utilicé para atacar al enemigo con la retahíla de insultos más salvajes y venenosos que me vinieron a la mente.

Funcionó al instante con tres de mis cuatro asaltantes. El cuarto, que era el más grande, estaba sordo como una tapia. Se tomó un momento para observar la retirada de sus colegas y entonces, al ver mi boca tan abierta se dio cuenta de que estaba emitiendo algún tipo de sonido que había espantado a los otros. Se dirigió inmediatamente hacia mí, me agarró por la nuca con una de sus inmensas manos y me metió la otra en la boca para sacarme la lengua. La cogió por la raíz, hundiendo sus uñas en el músculo mojado, y me habría dejado igual de mudo que sordo estaba él si mis colas (sin haber recibido instrucciones conscientes) no hubieran salido en mi ayuda. Se elevaron por detrás de mí al mismo tiempo, se separaron la una de la otra y pasaron junto a mi cabeza a toda velocidad para dirigir sus respectivas puntas a los ojos de mi agresor. Al no tener hueso, no llegaron a dejarlo ciego, pero sus cartílagos tenían la suficiente fuerza como para hacerle daño. Me soltó y me alejé de él tambaleándome y escupiendo sangre, pero por lo demás ileso.

Ahora ya tienes la lista completa de las armas que me llevé al mundo de arriba: un pequeño cuchillo romo, la voz de pesadilla de mi madre y las colas gemelas que había heredado de mi recientemente devorado padre.

No era demasiado, pero serviría.

Pues ahí lo tienes. Ahora sabes cómo salí del inframundo y cómo comenzaron mis aventuras aquí. Seguro que ya estás satisfecho. Te he contado cosas que nunca antes había contado a ninguna otra persona, incluso cuando estaba a punto de destriparla. Lo que le hice a papá G., por ejemplo; nunca lo había admitido hasta ahora, ni una sola vez. Y deja que te diga que no ha sido algo fácil de confesar, ni siquiera tras todos estos siglos. El parricidio, especialmente cuando se lleva a cabo arrojando a tu padre a las fauces de unos lunáticos hambrientos, es un crimen grave.

Pero querías que bailara al son que tú tocabas y lo he hecho, he bailado.

No necesitas oír nada más, créeme. Una vez que me sacaron de la roca, ya te puedes imaginar el resto por ti mismo. Es obvio que no acabaron conmigo, de lo contrario no estaría sentado en esta página hablando contigo. Los detalles no importan. Todo es historia ya, ¿no es cierto?

No, no, espera. Retiro eso. No es historia. ¿Cómo puede serlo? Nadie ha escrito nada de eso nunca. Historia es lo que dicen los libros, ¿no? Y cuando se trata del sufrimiento de alguien como yo, un demonio quemado y feo como un pecado cuya vida vale menos que nada, no hay historia que valga.

Soy Jakabok el don nadie. Por lo que a ti respecta, Jakabok el invisible.

Pero te equivocas. Te equivocas. Estoy aquí.

Estoy justo aquí, en las páginas que tienes delante. Ahora mismo estoy mirando fijamente las palabras y moviéndome tras las líneas a medida que tus ojos las siguen.

¿Ves eso borroso que hay detrás de las palabras? Soy yo moviéndome.

¿Sientes que el libro se agita un poco? Vamos, no seas cobarde. Lo has sentido, admítelo.

Admítelo.

¿Sabes qué, amigo? Creo que tal vez debería contarte un poquito más, en honor a la verdad. Entonces al menos habrá un lugar donde los infortunios de un demonio enclenque como yo se conviertan en palabras, en historia.

Así que puedes apartar la llama por unos minutos, mientras te cuento lo que me ocurrió en el mundo de arriba. Así, aunque luego quemes el libro, al menos tú habrás oído la historia, ¿no? Y podrías contarla, que es el modo en que se transmiten todas las historias que merecen la pena. Y tal vez algún día escribas un libro sobre cómo una vez conociste a ese demonio llamado Jakabok y las cosas que te contó sobre los demonios y la Historia y el fuego. Un libro así podría hacerte famoso, lo sabes. Podría. Quiero decir que vosotros los humanos estáis más interesados en el mal que en el bien, ¿verdad? Podrías inventar todo tipo de detalles viles y afirmar que son cosas que yo te dije. ¿Por qué no? ¡El dinero que podrías ganar contando
La historia de Jakabok
! Si te asustan un poco las consecuencias, no tienes más que donar parte de tus beneficios al Vaticano, a cambio de los servicios de un sacerdote las veinticuatro horas, por si acaso algún demonio loco decidiese ir a llamar a tu puerta.

Piénsalo. ¿Por qué no? No existe motivo alguno por el que no debas aprovecharte de nuestro pequeño acuerdo, ¿o acaso lo hay? Y mientras lo piensas, te contaré lo que me ocurrió cuando salí de la tierra y por fin vi el sol.

Deberías escuchar con mucha atención lo que viene ahora, amigo, porque está plagado de material oscuro y cada una de las palabras es cierta, lo juro por la voz de mi madre. Aquí hay un montón de material para tu libro, créeme. Tan solo asegúrate de que recuerdas los detalles porque son los detalles los que hacen que la gente crea lo que se les cuenta.

Y no lo olvides nunca: ellos quieren creer, aunque no todo, obviamente. Lo de que la Tierra es plana ha caído en desgracia, pero esto, amigo mío, este material venenoso, esto sí que lo quieren creer. No, olvida eso; no es que quieran creerlo, es que lo necesitan. ¿Qué podría ser más importante para una especie que vive en un mundo de malvados que el hecho de que esos malvados no sean su responsabilidad? Es todo cosa del demonio y de su demonidad.

Sin duda, tú mismo has pasado por la misma experiencia: has presenciado abominaciones con tus propios ojos y estoy seguro de que verlas te volvió medio loco, ya se tratase de un niño torturando a una mosca o de un dictador cometiendo genocidio. De hecho (¡ah, esto es bueno!), podrías decir que el único modo que tuviste de mantenerte cuerdo fue escribirlo, palabra por palabra, exorcizarlo reflejándolo en páginas para purgar todo aquello de lo que fuiste testigo. Eso está bien, aunque lo haya dicho yo: «purgar aquello de lo que fuiste testigo». Está muy bien.

Por supuesto, habrá mucha gente que se rasgue las vestiduras y finja que nunca le sorprenderían con un libro sobre la demonidad en sus santificadas manos. Pero todo eso es una farsa: a todo el mundo le encanta que haya un punto de miedo en las historias que leen; una repugnancia que acaba convirtiendo el amor por el libro en algo mucho más dulce. Lo único que tienes que hacer es escucharme atentamente y luego recordar lo más horrible. Entonces podrás contar a la gente, con la mano en el corazón, que lo obtuviste todo de una fuente totalmente fiable, ¿no es cierto? Incluso puedes decirles mi nombre, si quieres. A mí no me importa.

Pero deberías andarte con cuidado, amigo. Las cosas que presencié en el mundo de arriba, algunas de las cuales te voy a relatar ahora, no son aptas para aprensivos. Puede que de vez en cuando sientas que se te revuelve el estómago. No dejes que los detalles truculentos te alteren. Piénsalo de este modo: cada pequeño horror significa dinero en el banco. Eso es lo que te ofrezco a cambio de que quemes este libro: una fortuna a base de horrores. No es un trato tan terrible, ¿no?

No, he pensado que no lo es. Así que permíteme retomar la historia donde la había dejado: yo saliendo del inframundo por primera vez en mi vida.

Para ser sincero, que me izaran del interior de una grieta en la roca envuelto en una red no fue una entrada de lo más digna.

—¿Qué es eso, en nombre de la cristiandad? —dijo un hombre con una gran barba y una barriga aún más grande que estaba sentado a una cierta distancia sobre una roca. Este hombre grande tenía un perro grande al que sujetaba con una correa corta, lo cual agradecí después de que el chucho dejara claro que yo no le agradaba lo más mínimo. Enseñaba los dientes hasta las encías y gruñía.

—Bueno, padre O’Brien —intervino un hombre mucho más delgado, con pelo largo y rubio y un mandil manchado de sangre—, ¿tienes alguna respuesta?

El padre O’Brien se aproximó a la red con una jarra de vino en la mano y me observó detenidamente durante unos segundos antes de declarar:

—No es más que un demonio menor, señor Cawley.

—¡Otro más no! —protestó el hombre grande.

—¿Quiere que lo devuelva abajo? —preguntó el rubio mirando a los tres hombres que sujetaban la cuerda de la que yo pendía. Los tres estaban sudorosos y cansados. Entre el borde del agujero y el exhausto trío había una torre de unos tres metros y medio de alto hecha de madera y metal cuya base estaba lastrada con varias rocas enormes para evitar que se cayese. Dos brazos de metal se extendían desde lo alto de la torre, de modo que parecía una horca diseñada para colgar a dos delincuentes a la vez. La cuerda que sujetaba mi red rodeaba una de las ruedas dentadas situadas en el extremo de los brazos y se extendía por el brazo hasta bajar adonde estaban los tres hombres que en ese momento sujetaban mi cuerda (y mi vida) con sus enormes manos.

—Me dijiste que habría gigantes, O’Brien.

—Y los habrá. Los habrá, lo juro. Pero no abundan mucho, Cawley.

—¿Se te ocurre alguna razón por la que debiese conservar a este?

El sacerdote me observó:

—No serviría ni de alimento para los perros.

—¿Por qué? —preguntó Cawley.

—Está cubierto de cicatrices. Debe de ser el demonio más feo que he visto nunca.

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