TB: ¿Qué hay donde está Eva?
EZ: No.
[Pausa]
TB: ¿Puedo hablar con Eva?
EZ: No.
TB: ¿Qué ven tus ojos?
EZ: Una pared. Una sala. Un hombre. Se llama Tomas.
TB: ¿Qué ven los ojos de Eva?
EZ: Eva no ojos.
TB: ¿Eva no tiene ojos?
EZ: Eva no ve.
[Pausa]
TB: ¿Qué oye Eva?
EZ: Eva no oye.
TB: ¿Entiende Eva lo que yo digo?
[Pausa]
EZ: Sí.
TB: ¿Puedo hablar con Eva?
EZ: No.
TB: ¿Por qué no puedo hablar con Eva?
EZ: Eva ninguna... boca. Eva miedo.
[Pausa]
TB: ¿Por qué tiene miedo Eva? [Pausa] ¿Puedes decirme por qué Eva tiene miedo?
EZ: Eva quedarse.
TB: ¿Eva quiere quedarse donde está?
EZ: Sí.
TB: ¿De qué tiene miedo Eva?
EZ: No.
[EZ sacude con fuerza la cabeza]
EZ se niega a responder más preguntas después de eso.
Heden, 03:48
Flora miró el móvil en el autobús nocturno hacia Tensta y vio que su abuela la había telefoneado cinco veces. La llamó inmediatamente:
—Hola, soy yo...
Un suspiro de alivio procedente del otro extremo del hilo sopló en el oído de la joven.
—¡Oh, hija mía! ¿Estás bien?
—Sí. ¿Por qué?
—No, es que creía que... he tratado de llamarte.
—No podía llevar el móvil encendido en la ambulancia.
—No, no... —Flora ya se imaginaba a Elvy dándose una palmada en la frente—. No, claro. Qué tonta soy.
Se quedaron unos segundos en silencio. Las paredes de los edificios de Rissne se deslizaban fuera de la ventana.
—¿Abuela? Tú también le oíste, ¿verdad?
—Sí.
—El sacerdote no notó nada. Y al abuelo no se le notaba nada. Seguía allí tumbado, sin más.
Silencio de nuevo. Flora sacó su walkman de la mochila. Era un modelo tan antiguo que había que sacar la cinta y volverla para poder oír la otra cara. Quitó
Holy Wood
y puso
Antichrist Superstar (light).
Luego, se mantuvo a la espera.
—A mí... me pareció ver algo —dijo Elvy finalmente.
—¿El qué?
La anciana dudó un poco y luego dijo:
—Sólo quería saber si te encontrabas bien. ¿Estás en un autobús?
—Sí.
Como Flora no le dio más explicaciones, Elvy tampoco le preguntó nada más. Se despidieron con la promesa de llamarse al día siguiente. Flora se acurrucó en el asiento, se puso los auriculares en las orejas y le dio al botón de
play,
apoyó la cabeza en la ventanilla y cerró los ojos.
We hate love... We love hate...
We hate love...
Cuando el bus la dejó en el centro de Tensta aún debía caminar un kilómetro. El camino de Akalla la llevaba casi recto, pero en el último trecho, ese que discurría por los terrenos de Järvafältet, no había más senderos que los abiertos por las excavadoras hacía diez años, luego desapareció toda la maquinaria de las constructoras, y la vegetación volvió a invadir aquellas pistas.
Cuando llegó a un alto, Flora contempló Heden al otro lado. Las primeras luces del alba resaltaban el relieve anguloso de los edificios grises. Había venido aquí por la noche otra vez. Fue ese mismo año, en la primavera, y entonces, en medio de la oscuridad de la noche, desde esta misma altura, no había podido ver nada del suburbio; sólo supo que estaba allí por un presentimiento, por el cambio del sonido a su alrededor.
No había ninguna farola, tampoco había luz en ninguna ventana, ya que no habían instalado el tendido eléctrico; no había agua ni desagües. Las obras no llegaron nunca tan lejos.
La luz del amanecer iba impregnando el cielo mientras Flora bajaba la cuesta con
Tourniquet
torturándole los oídos, y se reflejaba en las pocas ventanas que aún quedaban enteras de las fachadas de los edificios. Hasta hacía unos años la zona había estado cercada, como si fuera, desde el punto de vista formal, un terreno en construcción, pero después de que los habitantes de Heden abrieran por enésima vez nuevos accesos, las autoridades ya no se habían molestado en arreglarlo. Una buena parte de la valla había desaparecido para dedicarla a otros usos y el resto estaba tirado por el suelo, esparcido entre la hierba.
Al mismo tiempo se dieron por vencidos los limpiadores de las pintadas, de modo que la parte baja de las fachadas era una amalgama de zarzas y de auténticas obras de arte.
El pleito sobre quién debía hacerse cargo de la demolición de Heden llevaba ya cinco años en los tribunales, y no habría ningún responsable mientras no hubiera una sentencia firme. Heden era la vergüenza de la capital; un proyecto de construcción fracasado y envuelto en turbios avatares, donde ahora se daban cita quienes no tenían otro sitio adonde ir. De vez en cuando pasaba por allí la policía y hacía un poco de limpieza, pero como no había recursos para hacerse cargo de lo que encontraban, preferían hacer la vista gorda.
Flora pasó de la hierba al asfalto. El letrero de la fachada más próxima decía que se encontraba en la calle Ekvatorvägen. Un grafiti rodeaba el letrero de manera que parecía que un demonio, desnudo y sonriente, con rastas y un enorme órgano genital, sostenía el cartel en la mano.
Flora apagó el walkman entre
Tourniquet
y
Angel with Scabbed Wings.
Para meter todo el disco había tenido que quitar algunos temas, y la elección había sido sencilla. Se quitó los auriculares de las orejas y orientó hacia el silencio sus tímpanos anestesiados por la música, reprendiéndose a sí misma porque empezaba a encogérsele el estómago de miedo...
«Vaya pija de mierda».
... pero los únicos ruidos que se oían eran los de las personas. No había dado tiempo a plantar árboles ni arbustos, y por eso no había ningún pájaro, ningún susurro de hojas. Sólo personas: sus voces, sus gritos. Dejó la calle Ekvatorvägen con paso rápido, continuó a lo largo de la calle Latitudvägen y entró en el patio de Peter.
Los cristales rotos crujían bajo sus pies y el ruido rebotaba entre las desnudas paredes de cemento. Todas las construcciones a su alrededor eran edificios de tres plantas, y en el patio destacaba uno grande en el centro. Según Peter, estaba pensado instalar allí la lavandería, la sala de reuniones y el cuarto de recogida de basuras de toda la parcela, pero no había agua con la que lavar, ni pasaba nadie a recoger la basura, y la gente no tenía ganas de reuniones.
Flora se movía con cuidado sobre las bolsas de plástico y los cartones esparcidos por el suelo, pero no podía evitar los cristales y alguien advirtió su presencia. Alguien, que estaba sentado contra la puerta de hierro de la lavandería, se levantó y avanzó hacia ella. La muchacha siguió adelante, acelerando el paso.
—Eh, tú... chica...
El tipo se colocó delante de ella en el estrecho camino. Ella miró a su alrededor. No había nadie más por allí cerca. El hombre le sacaba la cabeza, tenía un acento finlandés muy marcado y desprendía un olor que ella no pudo reconocer. Cuando él levantó la mano y Flora vio la botella, entonces reconoció el olor: alcohol de quemar. El hombre le alargó la botella; una botella de refresco con algo dentro, quizá un trozo de pan, metido en el cuello de la botella a modo de filtro.
—Oye, Pippi Calzaslargas, ¿quieres un trago?
Flora meneó la cabeza.
—No. Gracias, ahora no me apetece.
Al oír aquella voz tan clara al hombre le dio por pensar en otra cosa, o esa impresión dio, pues se inclinó y observó la cara de Flora. Ella se quedó paralizada.
—No me jodas... —dijo el hombre—. Pero si eres... una cría. ¿Qué has venido a hacer aquí?
—A ver a un amigo.
—Ah, bueno.
El desconocido se quedó tambaleándose, como pensándoselo. Con mucho cuidado dejó la botella en el suelo justo a su lado. La muchacha registraba hasta el más mínimo movimiento, dispuesta a salir corriendo si era necesario. El hombre extendió los brazos.
—¿Me das un abrazo?
Ella no se movió. El hombre no parecía malo, la verdad, sólo miserable. Pero sólo en las películas infantiles los malos parecen malos. Llevaba los últimos botones de la camisa desabrochados, quizá perdidos, dejando al descubierto la barriga blanca. Su cara parecía demasiado pequeña, con aquel cuerpo tan hinchado, e incluso bajo aquella luz tenue se le notaban los vasos capilares en las mejillas, en la nariz. El hombre dejó caer los brazos y dijo:
—Tengo una hija... tenía una hija... vive, pero... tendrá la misma edad que tú, creo yo. —Se quedó pensándolo—. Trece años. Llevo ocho años sin verla. Kajsa. Así es como se llama. —Hizo un gesto señalando el bolsillo de su pantalón—. Tenía una foto, pero...
El hombre dejó caer los hombros y Flora pensó que iba a empezar a llorar. Cuando ella siguió andando, él se quedó murmurando algo para sí mismo.
La ventana de Peter se hallaba a ras del suelo y estaba entera. Como su vivienda inicialmente estaba pensada como el cuarto de las bicicletas, y de hecho ahora también funcionaba como tal, la ventana era de vidrio reforzado y hacía falta cierto empeño para romperla. Flora se agachó y llamó.
Oyó pasos que se arrastraban detrás de ella, se volvió y vio al finlandés abalanzándose sobre ella. Llevaba de nuevo los brazos extendidos y a Flora se le pasó por la cabeza una imagen propia del mismo Manson...
«Pollo broiler crucificado».
... después, el finlandés puso morritos y dijo con voz de bebé:
—Entonces, ¿vas a darme un abrazo pequeñito?
Flora se levantó y se escabulló del alcance de sus manos. El tipo siguió con los brazos extendidos y la mirada perruna. Ella entornó los ojos y ladeó la cabeza.
—¿Acaso no te das cuenta de lo asqueroso que eres?
Al otro lado de la ventana se encendió una linterna y Flora oyó la voz de Peter.
—¿Quién es?
Sin apartar la mirada del finlandés, Flora respondió:
—Soy yo.
Flora bajó la corta rampa de las bicicletas y se detuvo frente a una puerta de hierro cerrada, decorada con un grafiti que representaba un paisaje estival. Era una de las pocas puertas de la zona con cerradura, porque Peter la había puesto. Se oyó un chirrido y se abrió la puerta. Peter sujetaba con una mano el ligero saco de dormir en el que iba envuelto, en la otra llevaba la linterna.
—Pasa.
Ella echó una última mirada al finlandés, que seguía allí tambaleándose, con las manos aún extendidas hacia la noche y los recuerdos. Cuando Peter cerró la puerta y la luz de la linterna envolvió el cuarto, Flora podría haberse encontrado en cualquier zona habitada. Las bicicletas estaban muy bien colocadas a lo largo de la pared más grande, mientras que uno de los muros menores estaba reservado para el motocarro de Peter.
Peter siguió hasta la otra pared corta, un tabique de separación que él mismo había construido, y abrió la puerta disimulada con la misma pintura del muro. Así había conseguido evitar la expulsión cada vez que la policía aparecía por allí, ya que en sus registros someros no habían descubierto ese escondite.
La habitación situada detrás de la pared sólo tenía seis metros cuadrados y en ella sólo había espacio para la cama, que Peter había encontrado en un contenedor y se había traído a casa en la moto; una silla y una mesa en la que tenía la comida muy bien colocada, una cocina de camping y un bidón de agua. En el suelo, al lado de la cama, había un estéreo enchufado a una batería de coche, y en un derroche de imaginación, Peter poseía un cepillo de dientes que funcionaba a pilas y una maquinilla de afeitar. Tenía también una Gameboy, un despertador y el móvil; además de la linterna. Flora solía llevarle pilas como regalo.
Peter echó el pestillo de la puerta y se tumbó en la cama, bajó la cremallera del saco y éste se convirtió en un edredón. Flora se quitó el jersey y los pantalones, se metió en la cama con él y apoyó la cabeza sobre su hombro.
—Peter...
—¿Mm?
—¿Sabes lo que ha pasado esta noche?
—No.
Flora le contó toda la historia. Desde que se despertó en casa de Elvy hasta su llegada a la ciudad con la ambulancia.
—Qué raro —comentó él cuando terminó de contárselo, y le rodeó la cabeza con el brazo. Después de unos segundos, Flora notó que respiraba profundamente: se había dormido.
La luz del amanecer había convertido la única ventana en un rectángulo gris claro y Flora permaneció tanto tiempo con la vista clavada en él que se le quedó grabado en la retina un buen rato después de que ella hubiera cerrado ya los ojos.
* * *
Por la pesadez de cabeza, Flora se dio cuenta de que había dormido pocas horas, cuando la despertaron unos ruidos en la habitación contigua. Se puso de pie en la cama y miró a través de la mirilla. Un individuo de aspecto árabe e inusualmente bien vestido para esa zona estaba sacando una bicicleta. Flora no estaba segura, pero creyó reconocerle: era el hombre que solía sujetar una pancarta publicitaria en la calle Drottningsgatan.
Cogió su bici y se fue, cerrando la puerta al salir. Peter había dado llaves sólo a quienes le alquilaban el sitio a él. Costaba veinte coronas al mes guardar la bici en aquel cuarto cerrado y vigilado. Por supuesto, el alquiler no ofrecía ninguna garantía si la policía efectuaba una redada y se llevaba las bicicletas.
Flora volvió a acostarse, pero no pudo dormirse. Se quedó mirando alternativamente el techo, el rectángulo ahora amarillo resplandeciente y la cara llena de espinillas de Peter, que descansaba sobre la almohada. Después de una hora se levantó y puso a calentar en el infiernillo el agua para el té.
El silbido del aparato despertó a Peter, que se sentó en la cama y miró a la ventana en vez de al despertador para saber qué hora era, y concluyó:
—Pronto. —Y volvió a tumbarse en la cama.
Flora dejó que las bolsas de té reposaran el tiempo suficiente dentro del agua caliente, luego echó la infusión en dos tazas, puso dos cucharaditas de azúcar en cada una y se fue con ellas a la cama.
—Lo que me contaste cuando viniste... —dijo Peter después de beber un par de sorbos.
—¿Sí?
—¿Es verdad?
—Sí.
Él asintió, moviendo la taza de té de un lado a otro, luego dijo:
—Bien. —Se levantó, se puso otra cucharadita de azúcar y volvió a la cama. Había temporadas que vivía a base de té y azúcar.