Porvenir
.
Comeremos los últimos buñuelos
,
usted y yo, en el Rincón de los Abuelos
.
Noticias de Pardo
. El de la estación de servicio comenta: «El pueblo se muere». El peluquero, el hospital, el herrero se fueron. Donde estaba el hotel hay paredes sin puertas ni ventanas pero con los respectivos huecos. Los trenes no paran en Pardo; algunos, de carga, pasan despacio; desde el furgón un empleado suele arrojar bolsas en el andén; las bolsas contienen las encomiendas. En la estación trabajan seis empleados. Últimamente abundan los suicidios. En una familia, la madre se suicidó de una cuchillada en el vientre; los dos hijos, hombres adultos, se suicidaron uno después del otro, con un intervalo de seis meses, colgados de una viga del techo. Ya no hay médico (va uno los viernes); hay farmacéutica y hay una psicóloga. «El que se queda en Pardo, sólo puede ser peón o domador», me dijo. «Y si es mañoso, alambrador».
Idiomáticas. De mala muerte
. De poca monta. Lucarini, un editor de mala muerte.
Ezequiel Gallo me dijo: «Éste fue un país organizado por el tren. Ese orden, que parecía tan sólido, desapareció de la noche a la mañana». Le conté que para la gente del sur, Buenos Aires era
Plaza
(por
Plaza Constitución
, como anunciaba la llegada, en el tren, el guarda que pedía los boletos). Me dijo que la gente del sur de Santa Fe, para referirse a Buenos Aires decía «la otra provincia».
Yo y las mujeres
. En otro tiempo, de noche soñaba y de día acostaba con mujeres. Ahora de noche sueño con mujeres.
En las paredes tiene fotografías de sus ex amantes, no porque las quiera o las haya querido, sino porque son la constancia de piezas cobradas en su vida útil de cazador.
No debe uno buscar la originalidad; debe encontrarla. La originalidad no se busca, se encuentra.
¿Enternecido conmigo mismo
? En una tarjeta postal de una amiga [Nanette Bengolea de Sánchez Elía] a mis padres, fechada el 10 de julio de 1914, se ve una pareja y una niñita. La amiga le escribe a mis padres: «No crean que la niñita del paisaje es alusión. Espero que sea varón». El 15 de septiembre el varón nació (El que esto escribe).
Me dijo: «Creo en tu fidelidad. Más todavía: Después de verte almorzar, durante años, en la mesa 20 de La Biela, tallarines a la parisienne, un bife muy asado, con puré de papas y helado de frutillas con cerezas de tarro, comprendí la razón de tu fidelidad y no me gustó».
Minucias para la Historia de la literatura argentina
. Roberto Giusti tenía una carota blanca y rosada, y ojos celestes, de italiano del Norte. A mí me parecía que tenía cara de bueno. O de bonachón.
Yo sentí particular simpatía por Giusti, porque en una de mis largas temporadas de ir diariamente a un sanatorio, donde estaba enferma mi madre o Silvina (no me acuerdo cuál) solía encontrarme con él en el corredor. Él, como yo, tenía un pariente enfermo, y su cara de bueno expresaba una ansiedad parecida a la mía. Creí que haber sido colegas en ansiedad provocaría buenos sentimientos recíprocos. Me equivoqué, en cuanto a lo de Giusti. Me ignoró siempre en sus artículos críticos; en su
Historia de la literatura argentina
se limita a citarme como autor del género fantástico; y desde luego no votó por mí cuando fue miembro del jurado, para el premio nacional. Nada de esto es muy significativo, pero no pude menos que notar cierta consecuencia en sus expresiones, o falta de expresiones. «Qué más quiero», pensé, «me veo libre del chantaje de los buenos sentimientos, puedo decir la verdad: sus libros no valen nada».
Mi flacura
. Desde hará cosa de veinte años mi flacura era evidente. Cuando me encontraba con personas que desde un largo tiempo no me veían, solían comentar: «Te encuentro bien, pero un poco flaco». Yo, cuando volví de Italia, merecía por todo comentario la última parte de eso. A los dos o tres días me enfermé. Tuve una gripe de padre y señor mío; me deshidraté; perdí el apetito y un mes después, al empezar la convalecencia, pesaba cincuenta y tres kilos. Había perdido por lo menos siete kilos. Recuperé el hambre y comí mucho, con deliberación y tesón. Ya en el espejo no parezco un sobreviviente de Dacha. Los espacios intercostales se rellenaron un poco; mis huesos parecen menos puntiagudos; mis venas siguen a la vista, pero no tan prominentemente. De todo esto hablé con mi amigo Bild y con su mujer, la francesa Marisse, y les aseguré, con demasiado optimismo, que había recuperado seis kilos. Marisse, que tenía todo el derecho de estar distraída, luego de asentir, observó: «Es verdad. Te encuentro un poco más flaco que la última vez».
Proust, según leí no sé dónde, dice que para una situación desesperada las mujeres consideran que la única solución es la fuga. Qué inteligentes, qué sentido de lo realidad. La fuga supone distancia, que evita ocasiones y tentaciones, y trae un cambio del mundo que nos rodea, algo muy favorable a un cambio de estado de ánimo. Yo creo como ellas que no hay nada mejor que la fuga. Lo malo es que la propensión a la fuga nos angustiará un día. En la vejez estamos en un camino de una sola mano, que inevitablemente nos lleva a donde ya no queda la posibilidad de una fuga.
Siempre fue egoísta. Ahora lo es ingenuamente, absolutamente.
Idiomáticas. Caer en la volteada
. Caer con muchos otros. «Está sin trabajo. Cayó en la volteada cuando echaron a los inútiles».
Mi amigo ruso Valeri Zemskov me dijo «su novela española, de capa y espada». Se refería a
La aventura de un fotógrafo en La Plata
.
Estoy muy satisfecho, porque logré subir seis kilos y dejé atrás la flacura de campo de concentración. El amigo o conocido, quienquiera que sea, que encuentro en la calle, invariablemente observa: «Estás más flaco, pero mejor».
Silvina, sobre Borges. 1988. Hablaban Silvina y Vlady de Borges. Silvina dijo: «Qué lejos está». Vlady me comentó: «Es lo que yo siento pero que no supe expresar».
La enfermedad es el pretexto que da el cuerpo para morir. Los médicos lo saben; es una de las pocas cosas que saben.
Obra famosa, de título posiblemente inadecuado.
Essai sur les Moeurs et l'Éspirit des Nations
de Voltaire: ese ensayo en cuatro tomos es una Historia de Europa y Cercano Oriente, desde la caída del Imperio Romano.
En medio de la apoteosis de Chieti noté que en mi alegría había una gota de amargura. Me colmaban de elogios, que nadie consideraba moneda falsa, salvo yo. De vez en cuando yo advertí errores anteriormente dichos por otros, ahora recogidos por mis alabadores. En una carta a Tom Moore, Byron lo felicita por alguna apoteosis y lamenta que no pudiera escapar del
surgit amari
: la gota de amargura. Las palabras
surgit amari
son una cita (
De rerum natura
, IV, 1133): «Todo es vanidad, ya que desde la misma fuente del encanto asciende una gota de amargura para atormentar entre las flores».
Vale decir que la amargura que en 1988 yo sentí en Chieti, la sintió, en 1819, Tom Moore, en Irlanda, y Lucrecio, en el siglo I a. de C., probablemente en Roma. Me alegré como Porson cuando supo que Bentley, ciento y pico de años atrás, había llegado a la misma conjetura que él, sobre un verso de Eurípides.
Curioso empleo de la palabra
valiente
.
—No sabe cuánto le agradezco lo que hizo por mí.
—¡Valiente!
Con exclamación moderada. Equivale a: Es lo menos que pude hacer… Usted se merece mucho más… ¿Qué mérito hay?
Según Emilse, un viejo señor solía decir, despectivamente, de un político:
—Valiente sinvergüenza…
Como también se dice: «Lindo sinvergüenza».
Lindo
en esa frase no significa
hermoso
. Equivale a «tamaño sinvergüenza», «gran sinvergüenza».
Cuando era chico (y sabía que iba a ser escritor) prefería los claveles a las rosas, por el sonido de la palabra. Me encantaba el sonido de
clavel
. Tenía razón.
Puede replicar certeramente, con una observación graciosa, pero perdió la capacidad de cumplir procesos mentales, por simples que sean. Hoy fracasó en una dedicatoria; escribió: «Para con mucho cariño Noemí con mucho cariño».
Byron dice de Scrope Davies, que es «everybody's Hunca Munca». Marchand, el prestigioso, no cree indispensable una nota aclaratoria, quizá porque Hunca… es un personaje de un libro clásico:
Tom Thumb
de Fielding. De todos modos, pudo pensar que las cartas de Byron saldrían de las islas y a lo mejor llegaban a parajes donde los libros menos conocidos de escritores conocidos del siglo XVIII no se recuerdan circunstanciadamente.
30 octubre 1988
. Yo me había puesto a comer un plato de fideos. Llamó el teléfono. Me dijeron: «Es de lo Apellaniz. Pregunta si se olvidó de que lo esperan a almorzar». Tomé el tubo, dije que me había olvidado y que iba en seguida. Creo que en diez minutos estuve allá (me cambié de traje, volví de abajo para buscar la llave y los anteojos, que también había olvidado, tomé un taxi, me hice dejar en Parera y Quintana y corrí al número 83 de esta última). Marianito me recibió afectuosamente; los otros invitados eran Martín Noel, un Aldao y otro, más amigo mío que Aldao, pero cuyo nombre no recuerdo. Comimos en un comedor muy lindo, servido por un mucamo viejísimo, encorvado y lento. Estoy seguro de que arrastraba los pies.
Alguien dijo que Pérez de Ayala le dijo que en español los
vitreaux
no se llamaban
vitrales
sino
vidrieras
. Aldao confirmó el aserto. Tuvo que hablar de no sé qué
vitrail
en el museo del que es director, y «felizmente» Battistessa le previno a tiempo de que en español se llaman
vidrieras
. En tono de autoridad, ¿no estaba a la derecha de Marianito?, observó: «Para nosotros las vidrieras son lo que ellos llaman
escaparates
. Yo hubiera dicho
vitreaux
o
vitrales
», Creo que él observó: «Pero como me lo dijo nada menos que Battistessa, me avine a llamarlos
vidrieras
». Dije: «Qué sabe Battistessa», pero no me oyeron. Como en el Jockey Club, creen que Battistessa es el primer escritor argentino porque es, o fue, presidente de la Academia.
El pobre Martín Noel cometió una
gaffe
. Dijo:
—El viejo Aldao escribió un brulote contra Larreta. Creo que habían sido muy amigos, pero que hubo una cuestión de mujeres.
Aldao corcoveó:
—Ese viejo era mi padre, y puedo asegurar que nunca escribió un brulote. Era incapaz de hacerlo.
Martín enrojeció y deseó probablemente que lo tragara la tierra. El otro mantuvo cara de enojo por largo rato. Sospecho que la indignación lo ofuscó y no le permitió oír la última parte del comentario de Martín. Menos mal. Mi simpatía fue para Martín.
Con diversión he notado cómo ascendí en la consideración de la gente, por los premios italianos. A mí hasta hace poco no me ponían en el sitio de honor. Hoy yo hubiera pensado que el señor que tenía a mi derecha me precedería en la consideración social. Pues, no: a mí me pusieron a la derecha del dueño de casa y a mí me sirvieron antes que a nadie. Como a Flaubert, en la casa donde «lo conoció» el mucamo que después fue de Maupassant. Ya he notado que me remontaron por encima de señores que tuvieron cargos importantes. Me parece bastante cómico este respeto en gente que hasta hace muy poco me tenía por un holgazán al que se le da por escribir. No digo esto del dueño de casa del almuerzo de hoy. Con Marianito nos une una amistad que empezó con nuestros padres y que nosotros siempre sentimos.
En ese mismo almuerzo opiné que, si no se hubiera muerto Justo, quizá no hubiéramos tenido el 4 de junio de 1943. Marianito y mi amigo innominable, en este sentido, me dieron la razón.
Mariano Apellaniz me contó que el general Agustín P. Justo estaba almorzando en su casa cuando apareció Liborio, su hijo, y le pidió que le diera lo que un día le correspondería de herencia. Justo se disgustó, le dijo que se llevara todo lo que quisiera, se inclinó sobre la mesa y murió. Tuvo una embolia.
Contó Mariano que para homenajear al Príncipe de Gales, cuando vino a Buenos Aires, el gobierno de Alvear hizo recepciones y muchos agasajos. Cuando se fue el príncipe, el ministro de Hacienda se mostró preocupado. Dijo:
—Se gastó 5.000 pesos. Los socialistas se nos van a echar encima.
—¿Para cuándo los necesita? —preguntó Alvear.
—Para la semana que viene.
—Los tendrá.
Dio orden a un secretario de que vendiera una esquina de la propiedad de Don Torcuato. Se vendió y Alvear entregó la suma al Ministro de Hacienda, para que la visita del Príncipe no costara nada al erario nacional.
Una muchacha le contó a Mariano Apellaniz que Enrique Larreta la llevó a su balcón y antes de entrar en la cama se excusó de que, probablemente por sus años, no podría hacerle el homenaje que ella merecía.
Esto pareció ridículo a sus oyentes; a mí, no. Dicho por Larreta quizá lo fuera.
Mecánica de la fama
. En mil novecientos sesenta y tantos, Marcelito Pichon Riviere me llamó el gran olvidado, en un artículo periodístico. La razón para el primer epíteto habría que buscarla en el afecto y para el segundo en una substitución debida a buenas maneras literarias. El olvido proviene de fallas de la memoria; la omisión, al encono, al prejuicio. La verdad es que no se me nombraba para no admitir a un hijo de estancieros, a un niño bien, en la literatura. Yo mismo me complací en descalificar a algunos renombrados colegas que para mí sólo eran señores o estancieros.
Ya conté una vez que en una comida de la Cámara del Libro, poco después de la muerte de Borges, me sorprendió el trato que se me daba. De un modo prácticamente unánime, como si todo interlocutor respondiera a una consigna, me vi —en sentido figurado, no se alarme el querido lector— sacado de la tropa, mi sector habitual, y ascendido a una cumbre solitaria. Se me ocurrió que la gente era ingenuamente monárquica; muerto el rey, ponían en su lugar al heredero que se les antojaba más adecuado. No por méritos, por razones sentimentales y casi hereditarias. Yo era el amigo más próximo a Borges, sin duda el escritor más próximo a Borges.
Los viejos enfermos, preferentemente moribundos, son mercadería de enfermeras; los prestigiosos, son mercadería de organizadores de premios y de homenajes.