Después del silencio (2 page)

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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga

BOOK: Después del silencio
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Tras rodear la casa llegó a la impresionante terraza posterior. Ocupaba todo el ancho de la fachada, delimitada por una balaustrada de piedra y una amplia escalinata cuyos cuatro escalones se posaban en el jardín, que de hecho era más bien un parque: extensos prados y arboledas, rodeados por un viejo muro de piedra desmoronado en muchas partes y en otras incluso desaparecido, de manera que resultaba imposible precisar con exactitud los límites de la propiedad. Phillip lo había recorrido todo, de arriba abajo, y había tardado casi cuatro horas. Y ahí estaba ahora, subiendo los escalones que conducían a la terraza e intentando imaginarse cómo sería su vida si tuviera que subirlos y bajarlos cada día, con la certeza de que todo aquello, hasta donde alcanzaba la vista, era suyo.

En una esquina de la terraza, a la sombra, descubrió una gran maceta con las flores marchitas, señal de que la casa llevaba un tiempo vacía. En realidad, sus dueños sólo la utilizaban durante las vacaciones, y entretanto apenas un jardinero y una mujer de la limpieza se ocupaban del mantenimiento. Abajo, en el jardín, la hierba también había crecido mucho y estaba muy dejada. Phillip había recabado información en el pueblo. Había hablado con la mujer de la tienda de ultramarinos, y ella le había explicado encantada todo lo que sabía.

—Mi hermana limpia en esa casa. Va cada tres semanas para asegurarse de que todo está en orden. Y siempre, poco antes de que lleguen los señores, airea las habitaciones y saca el polvo, y a veces reparte flores frescas por la casa. Además está Steve, el jardinero. Bueno, en realidad no es jardinero; trabaja en Leeds, en no sé qué empresa, pero el dinero nunca viene mal y él siempre intenta ganar algún extra. Así que corta el césped y se ocupa del terreno…

Él la interrumpió, porque la historia del jardinero no le interesaba.

—Los dueños son alemanes, ¿no?

—Sí, pero muy simpáticos. —Sin duda, aquella mujer (de unos sesenta y cinco años, calculó Phillip) había vivido la guerra y aún le quedaban ciertos prejuicios contra los alemanes—. De hecho no vienen mucho por el pueblo. Compran en la tienda, por supuesto, pero no hablan demasiado. Quizá sea por el idioma. No es lo mismo pedir un poco de mantequilla o uña barra de pan que mantener una conversación, ¿no cree? Antes había una mujer… ella era la única que se detenía a charlar conmigo de vez en cuando. Creo que necesitaba comunicarse con otras personas, no siempre con los mismos. Era de buena pasta. Española. Con el pelo negro; muy atractiva. Pero hace tiempo que no viene. Steve me contó que se había divorciado, y que el año pasado su marido volvió a casarse. Aunque he de reconocer que la nueva también es muy agradable.

—Siempre vienen tres parejas, ¿verdad?

—Exacto. Siempre. En todas las vacaciones. Y siempre juntos. También hay tres niñas, pero no sé de quién son hijas. Una de ellas es algo mayor. Alta y guapa, de unos quince años, y ya está muy… en fin… —Con las manos dibujó unos pechos en el aire. Phillip entendió que la chica estaba muy desarrollada—. Una vez —continuó la mujer, bajando la voz— bajó al pueblo durante la fiesta mayor. Creo que fue el año pasado. Pues bien, cuando ya había oscurecido, Rob (Rob es mi hijo, por si no lo sabía) la descubrió con Keith Mallory en su granero; bueno, en realidad el granero pertenece a la hacienda de Rob, y éste se puso furioso, claro. No es que los viera haciendo… haciendo algo, ya me entiende, eso no pudo verlo, no señor, pero no dudó en comentar el asunto con el padre de Keith. Incluso dijo que hablaría con el padre de la chica, pero yo le recomendé que no lo hiciera. Al fin y al cabo, lo que hagan no es asunto nuestro… Además son extranjeros, así que ¡a saber lo que podrían haberle hecho al pobre Keith! Antes, durante la fiesta, el chico había estado tirando los tejos a la niña, o al menos eso dijeron algunos que los vieron juntos. Además, seguro que la cosa no pasó de ahí. De lo contrario nos habríamos enterado.

A Phillip todo eso no le interesaba lo más mínimo, pero estaba claro que ese tipo de cotilleos era el tema preferido de aquella mujer.

—¿Conoce usted a Patricia Roth? —Pronunció el nombre a la alemana, seguro de que ella también lo hacía así—. Es la dueña de la casa.

—Sí, eso dicen. Una historia no demasiada clara, según mi opinión. Algo de una herencia de rebote. Dicen que el anciano Kevin McGowan pretendió dejárselo todo a su hijo, que vive en Alemania, pero que éste no quiso heredar nada y que todo pasó directamente a la nieta, o sea, a Patricia Roth. —Hizo una breve pausa y continuó—: Creo que sé cuál es. Una menuda y delgada, muy elegante. Yo diría que es la madre de las dos pequeñas, que deben de tener… no sé, diez y doce años, más o menos. Monísimas. Ella las lleva a menudo a casa de los Sullivan, ahí al final de la calle, para que monten a caballo.

Phillip recordó aquella conversación mientras estaba en la terraza de Stanbury. Miró hacia arriba y contó las ventanas sin saber por qué. Aún ignoraba qué aspecto tenía Patricia. Bueno, ahora sabía que era menuda y elegante, pero aún no había visto su cara ni oído su voz. ¡Y pensar que dos años atrás ni siquiera sabía que existía! Todo empezó aquel verano, cuando su madre rompió repentinamente su silencio…

Según le había dicho la mujer de la tienda de ultramarinos, llegarían a Stanbury al cabo de dos días para quedarse dos semanas. Las vacaciones de Pascua. Ella se había enterado por su hermana, a quien la habían llamado para que fuera a poner a punto la casa.

«Seguro que Steve, el jardinero, también anda por ahí», pensó mientras se daba la vuelta y miraba hacia el campo.

La verdad es que el césped había crecido mucho. Empezaba a ser urgente que lo cortaran. Marzo y las dos primeras semanas de abril habían traído mucho sol y también mucha lluvia, y la naturaleza había estallado en todo su esplendor.

El oeste de Yorkshire. La tierra de las hermanas Brontë. Phillip sonrió. Era increíble que hubiera ido a parar allí y estuviera en una casa señorial que quería reivindicar como suya. Él, un londinense de pura cepa que jamás había pensado en vivir en otro lugar que no fuera la capital inglesa, o, como mucho, alguna otra metrópolis como Nueva York, París o Madrid. En aquellas tres ciudades había pasado algunas temporadas de su vida y se había sentido como en casa, aunque también había añorado Londres; al menos un poco, en lo más profundo de su corazón.

Y ahí estaba ahora, con cuarenta y un años, en un pueblo que apenas aparecía en los mapas, enamorado de una casa y un estilo de vida que jamás había tenido en cuenta para sí.

Intentó atisbar el interior por una ventana, pero no vio nada: las pesadas cortinas estaban echadas. Empezaba a barajar seriamente la posibilidad de colarse de alguna manera —quizá algún ventanuco del sótano había quedado mal cerrado, o alguna puerta lateral podía abrirse con facilidad—, cuando oyó un motor que se acercaba y se detenía delante de la entrada principal de la casa. Fue hasta allí a toda prisa y vio a una mujer mayor bajando de un coche pequeño y estropeado. Llevaba un delantal de flores atado al cuello y en la mano una cesta con varios utensilios que no logró identificar. La señora de la limpieza.

Se dirigió hacia ella, que al verlo dio un respingo y lo miró con desconfianza.

—¿Qué hace aquí? —le preguntó, ceñuda.

Phillip le sonrió. Sabía lo encantador y digno de confianza que podía resultar si se lo proponía.

—He tenido suerte —dijo—. Usted se encarga de limpiar la casa, ¿no? Acabo de hablar con su hermana… —Ella se relajó visiblemente, como si el hecho de conocer a su hermana fuese un certificado de confianza—. Me llamo Phillip Bowen —se presentó y le tendió la mano—; soy pariente de Patricia Roth.

—¿Ah, sí? No sabía que la señora Roth tuviera parientes en Inglaterra. —Le estrechó la mano—. Yo soy la señora Collins; he venido a limpiar la casa. —Señaló la cesta, en la que ahora se distinguían diversos productos de limpieza—. Los señores llegarán pasado mañana.

—Me alegro de haberla encontrado. Hace varias semanas Patricia me pidió que le echara un vistazo a la calefacción… Por lo visto no acabó de funcionar bien durante las últimas vacaciones, y ahora, en abril, es muy probable que vuelvan a necesitarla… —La miró y esbozó una sonrisa que pretendió resultar juvenil y algo tímida. Entre sus muchos intentos de encontrar un oficio para ganarse la vida se hallaba también el de actor, y, aunque para variar no llegó a terminar los estudios de arte dramático, sí hubo tiempo de que sus profesores reconocieran que tenía talento, especialmente a la hora de utilizar su rostro como medio de expresión—. Pero soy un desastre y, como siempre, lo he dejado todo para el último momento…

Ella le devolvió la sonrisa.

—A mí me pasa lo mismo. Crees que dispones de todo el tiempo del mundo y de pronto, sin darte cuenta, tienes que correr como una loca para terminar lo que te proponías. ¿Se dedica usted a arreglar calefacciones?

—No, pero entiendo algo del tema, ¡o al menos eso cree Patricia! —Había dado con el tono sencillo y amistoso con que se gana a una mujer como la señora Collins—. El problema es que… ¡no encuentro mi llave! Me he vaciado los bolsillos, he buscado por todo el coche y ¡nada!

La sonrisa de la señora Collins remitió levemente.

—¿Tiene usted una llave?

—Sí, pero nunca la he utilizado. Pensaba que estaba en mi coche. ¡Maldita sea! —Se rascó la cabeza—. ¡Patricia no me lo perdonará! Como empiece a hacer frío y la calefacción no funcione…

—¿Quiere que le deje entrar?

—Sería muy amable de su parte…

—Ya, pero es que…

—Vamos, usted estará en la casa todo el rato. Sólo quiero comprobar que la calefacción funciona correctamente.

Al mirarla supo que ella estaba repasando todas las imágenes vistas en las noticias, todas las historias sobre hombres que embaucan a mujeres incautas para entrar en su casa y luego las matan a golpes y huyen llevándose todo lo que pueden. No podía reprochárselo: la actualidad estaba llena de historias de ese tipo.

—Bueno —dijo—, no quiero ponerla en un aprieto. Usted no me
conoce de nada y
es
lógico
que
desconfíe. Ya me las arreglaré
… —Se volvió como dispuesto a marcharse.

Ella reaccionó.

—¡No, espere! No está bien andar desconfiando de todo el mundo, ¿verdad? —Sacó su llave del bolsillo del delantal—. Sígame.

Lo primero que hizo fue dirigirse al sótano y meter mucho ruido simulando arreglar la calefacción. Al cabo de un rato subió a la planta y se dirigió a la señora Collins, que estaba sacando el polvo del salón:

—He de verificar los radiadores de las habitaciones. ¿Le importa?

A esas alturas la mujer ya había superado sus aprensiones.

—No, claro, hágalo.

Phillip comprobó que la casa no era precisamente un ejemplo de lujo. Tenía algunos muebles antiguos muy bonitos, seguramente dejados en herencia por el viejo McGowan, pero en general estaba decorada con mobiliario bastante sencillo: sofás y sillones cómodos pero sin duda baratos, muchos cojines y lámparas, y modestas estanterías abarrotadas de libros. Pudo imaginarse a sus habitantes en los fríos días de invierno, o bien durante las húmedas y tormentosas tardes de primavera, sentados alrededor de la chimenea de la sala de estar, leyendo, charlando, con una copa de vino en la mano, quizá los niños jugando en el suelo, a sus pies, y…

¡Basta! Esbozó una sonrisa cínica al darse cuenta del efecto que estaba ejerciendo en él aquella vieja mansión, y se negó a dejarse seducir por esa estúpida imagen del hogar perfecto. Seguro que la realidad era muy distinta. Para empezar, sabía que una de las niñas se escapaba por las noches para ir a un granero, en lugar de quedarse con su familia junto a la chimenea. Y lo más probable era que las tres parejas no siempre estuvieran encantadas de pasar todo el día juntas. La casa era espaciosa, pero ellos estaban obligados a verse a diario durante semanas enteras, y en los días de lluvia debía de ser aún peor. La cocina era común, y también el comedor y la sala de estar, lo cual significaba que los seis adultos y las tres niñas estaban en continua convivencia.

—Voy al piso de arriba —dijo a la señora Collins, que asintió sin dejar de encerar la mesa del comedor.

La escalera comenzaba en el amplio recibidor y acababa en un pasillo con varias puertas y una escalera de mano que debía de conducir a la buhardilla.

Phillip abrió una puerta al azar, la que quedaba más cerca de la escalera, y se encontró en un dormitorio decorado al más puro estilo romántico: cama con dosel, candelabros, un precioso tocador antiguo restaurado y cortinas con brocados. En el armario había algunos vestidos de alta costura que debían de haber costado una fortuna. Se preguntó si aquélla sería la habitación de Patricia, pero decidió que no. Le habían dicho que Patricia era una mujer menuda, elegante y ágil, y aquella ropa correspondía más bien a una corpulenta y regordeta.

Al mirar por la ventana comprobó que desde allí se veía el serpenteante camino que salía de la casa y conducía hasta el pueblo, tras pasar primero por un prado y desaparecer entre un descuidado bosquecillo cuyos pocos árboles ya verdeaban.

Un dormitorio jodidamente bonito, pensó mientras inspeccionaba el baño, al que se accedía por una puerta camuflada, pintada como el resto de la pared. Debía de ser fantástico despertar por las mañanas, escuchar el canto de los pájaros en el jardín y darse una reparadora ducha caliente en aquel baño moderno y dotado de todas las comodidades.

Pensó en su propio dormitorio, que ni siquiera merecía tal calificativo: su piso estaba en la zona más miserable de Londres y sólo tenía un ambiente y una cocina minúscula, de modo que para dormir tenía que abrir un sofá-cama y sacar las sábanas de un armario. Ni siquiera tenía un verdadero cuarto de baño; era más bien una esquina, separada del resto de la habitación por unos tabiques de plástico, con un plato de ducha. El váter estaba en el rellano de la escalera y debía compartirlo con los inquilinos de cinco pisos más. Una mierda de vida, y sin grandes expectativas de mejorar.

Bueno, no. Había una posibilidad. Ahora lo sabía.

En la habitación siguiente se dio de bruces con la imagen de Patricia: en el dormitorio había al menos dos docenas de fotos suyas, colgadas en las paredes y repartidas por mesas y estanterías. En ninguna aparecía sola. Todas eran fotos de familia: una mujer atractiva y elegante, muy rubia y muy vistosa, casi siempre envuelta en el cariñoso abrazo de un hombre alto y apuesto, y, junto a ellos, dos niñas pequeñas, tan rubias y guapas como su madre, en general fotografiadas a lomos de algún caballo o jugando con algún gracioso cachorro de perro. Observó atentamente cada una de las fotos y tuvo la impresión de que no se trataba de verdaderas instantáneas, sino de momentos cuidadosamente escogidos y preparados para dar la imagen de familia feliz y perfecta. Indudablemente, lo que transmitían resultaba difícil de creer.

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