Después del silencio (9 page)

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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga

BOOK: Después del silencio
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—Puedo explicarles muchas cosas de Kevin McGowan —les dijo—. Un montón de detalles que los llevarían a reconocer que no puedo ser un farsante. Pero, si aun así decidieran no creerme…

—¡Basta! ¡Esto es el colmo! ¡Me niego a seguir escuchándolo! —exclamó Patricia.

—Si decidieran no creerme —continuó Phillip, y miró a Patricia a los ojos—, solicitaré legalmente la exhumación de su abuelo; es decir, de mi padre. Con el análisis genético saldremos definitivamente de dudas.

Tras aquellas palabras todos se quedaron paralizados y en silencio. Entonces Patricia rompió a reír, y su risa sonó aguda y chirriante.

—Pero ¡qué desfachatez! —gritó—. ¡Es lo más absurdo que he oído en mi vida! Señor Bowen, mi abuelo lleva muerto más de diez años y yo jamás permitiría que profanasen sus restos mortales. Además, por si no lo sabe, es imposible realizar un análisis genético después de tantos años…

—Se equivoca —respondió Phillip—. La ciencia avanza continuamente, y en la actualidad se conocen métodos para obtener el ADN de personas que llevan muertas mucho tiempo.

Patricia lo fulminó con la mirada.

—¡Le ruego que se marche de mi casa! Ninguno de los aquí presentes tiene el menor deseo de seguir escuchando sus fantasías.

—Me temo que mi mujer tiene razón —añadió Leon con frialdad—. Váyase usted, señor Bowen.

—A mí me gustaría saber —terció Tim, entornando los ojos hasta convertirlos en dos ranuras, algo que, en opinión de Jessica, le daba un aspecto de lo más inquietante— por qué querría alguien perder tiempo, y quizá dinero, en demostrar su parentesco con Patricia Roth. ¿Busca usted una familia o acaso existen otros motivos?

—¿No se le ocurre nada? —respondió Phillip.

—Oh, desde luego que sí —repuso Tim—. Evidentemente, tengo una sospecha.

—Pues seguramente está en lo cierto. —Phillip paseó la mirada por la habitación: la chimenea, las paredes forradas de madera, el techo alto… y por fin volvió a fijarse en Patricia—. La casa —dijo—. Toda la propiedad. Usted la heredó de su abuelo; pero, puesto que su abuelo tenía otro hijo, es decir, yo… —Hizo una breve pausa—. Sólo quiero que comparta usted un poco, señora Roth. Quiero la mitad de Stanbury House.

9

Bajó la escalera. Estaba cansado. Más aún: agotado y deprimido. Apenas había dormido y sólo se había quedado en la cama para no despertar a Jessica. Pero a las seis y media ella se levantó con unas náuseas terribles y corrió al cuarto de baño. Cuando regresó estaba pálida como la cera y tenía la cara perlada de sudor.

—Intentaré dormir un rato más —le había dicho en voz baja, mientras se metía entre las sábanas.

Entonces él aprovechó la ocasión para levantarse, se duchó y bajó la escalera sin hacer ruido. La casa aún dormía. Se alegró de poder estar un rato a solas.

Tenía mucho en que pensar.

El día anterior, Ricarda, a la que había perdido de vista desde el desayuno, había vuelto a casa a las once de la noche. A aquellas horas estaban todos en el comedor hablando de Phillip Bowen, el hombre que se había presentado asegurando ser hijo ilegítimo del abuelo de Patricia y dándoles a conocer sus pretensiones, que eran sin duda inauditas. Patricia tenía un ataque de nervios y había bebido bastante, de modo que, por suerte, cuando oyeron la puerta y reconocieron los pasos de Ricarda dirigiéndose hacia la buhardilla, ella no arremetió contra Alexander como solía ni intentó aleccionarlo con sus nociones de educación infantil, sino que se limitó a escuchar distraída y luego murmuró por enésima vez: «¡Se equivoca mucho si espera obtener algo de todo esto! ¡Jamás conseguirá quitarme lo que es mío!»

En aquel momento, Alexander había comprendido lo mucho que le angustiaban el continuo acoso y la presión de Patricia, y su capacidad de ponerlo contra las cuerdas. Y también algo que Elena le había dicho en varias ocasiones: «Siempre quiere tener la razón. No soporta que los demás tomemos nuestras propias decisiones sin seguir las directivas que ella establece. Y si no hacemos exactamente lo que quiere, ya podemos olvidarnos de tener una buena relación con ella».

No había ido a hablar con Ricarda porque Jessica le aconsejó que no la atosigara, pero se había pasado horas dándole vueltas al asunto, y lo único bueno que derivó de su insomnio fue que, al menos aquella noche, se había librado de su recurrente pesadilla. Aunque ni siquiera eso le pareció gratificante, porque al final, cuando nos vemos obligados a afrontar repetidamente una misma situación, acabamos encontrándole la parte positiva.

Se preguntó si había fracasado como padre.

Era una pregunta lógica y natural para cualquier progenitor divorciado. El hijo sufre porque ve romperse todos sus esquemas, la estructura vital que conocía y el mundo en que confiaba, y los padres sufren porque no han sido capaces de proporcionarle, al niño que decidieron traer al mundo sin pedirle permiso, una infancia feliz, intacta y segura. Se trataba, pues, de una derrota muy humana, pero derrota al fin y al cabo.

Y lo más doloroso era pensar que seguramente ninguno de aquellos problemas habría existido de no haberse divorciado.

Ricarda odiaba a Jessica con toda su alma. Aquello le había sorprendido al principio, pero creyó que se trataría de un sentimiento pasajero que no tardaría en desaparecer. Jessica era joven, espontánea y natural, y además era veterinaria, o sea que trabajaba en el oficio con que Ricarda había soñado desde muy pequeña. Supuso que su hija se mostraría terca durante unas semanas, pero que al final acabaría sucumbiendo a los encantos y la dulzura de Jessica. Además, ella no había tenido nada que ver con su separación, y eso era una suerte. Cuando apareció en su vida, Elena y Ricarda estaban buscando alojamiento y ellos ya habían empezado a tramitar la separación.

Pero la realidad era muy diferente: Ricarda parecía empeñada en mantener aquel ambiente gélido y distante para siempre.

Antes de la segunda boda de su padre, la chica pasó unos fines de semana con la nueva pareja, y después de la boda vinieron las vacaciones de Semana Santa en Stanbury, y las de verano, y la semana de descanso en otoño, y luego las Navidades y de nuevo Semana Santa. Y entre todas esas fiestas, muchos fines de semana en los que Jessica hizo todo lo que estuvo en su mano para suavizar la situación. Incluso hizo caso a Alexander cuando éste le propuso que invitara a su hija a ayudarla en la consulta una o dos tardes a la semana. Alexander sabía que ése era uno de los mayores deseos de Ricarda, pero, por supuesto, la joven rechazó la propuesta, educadamente pero con frialdad. De hecho, jamás había mostrado hacia la nueva mujer de su padre nada que no fuera una forzada corrección.

Y ahora comenzaba a alejarse incluso de él. Hasta entonces había creído que su relación de confianza se mantenía intacta, pero de pronto y sin ningún motivo —o al menos sin que él hubiese reconocido ninguno— parecía haberse roto el hilo que los unía. Cuando leyó el papelito de Ricarda con su deseo para las vacaciones de Pascua, estaba claro que lo único que quería era pasar unas vacaciones a solas con él, pero después algo había cambiado: su hija había empezado a pasar muchas horas fuera de casa, desaparecía durante días enteros hasta la madrugada, ya no le explicaba lo que hacía, e incluso soslayaba sus prohibiciones y órdenes con una indiferencia absoluta, como si ni siquiera lo oyera hablar. Se había encerrado en su propio mundo.

Y él estaba terriblemente preocupado.

Abrió la puerta de la cocina, y ahí estaba ella. Su hija. Sentada en un viejo taburete y con los codos apoyados en la mesa. Iba vestida con su chándal gris claro y parecía que todavía no se hubiera duchado o peinado. Estaba muy pálida y sostenía una taza entre las manos. La cocina olía a café recién hecho.

Se sobresaltó al ver a su padre, y por unos segundos pareció buscar un modo de huir. Entonces recuperó la compostura y le dedicó aquel gesto arrogante que últimamente estaba llevando a Alexander a la desesperación.

—¿Cómo es que te has levantado tan pronto? —preguntó Ricarda—. Son las siete de la mañana.

—No podía dormir.

Se quedó plantado en medio de la cocina, sin saber muy bien qué hacer. Le gustaba aquella cocina. Era grande, anticuada y cómoda, y ofrecía unas preciosas vistas del jardín. Fuera amanecía un nuevo y maravilloso día de primavera, y los primeros rayos de sol brillaban sobre la hierba húmeda de rocío.

Por lo general solían desayunar todos juntos en el comedor, pero Alexander recordó de pronto que durante el año y medio anterior a su separación él siempre había desayunado solo en la cocina. Durante aquella época apenas lograba conciliar el sueño, y solía levantarse hacia las seis, preparar café y meditar un rato. Qué extraño que nunca hubiera vuelto a pensar en ello.

El único aparato moderno de la cocina era la cafetera. La señaló.

—¿Puedo?

—Claro —dijo ella, asintiendo con la cabeza.

Sacó una taza del armario, se sirvió café y se sentó a su lado. Lo tomaba solo, igual que su hija, sin leche ni azúcar. No obstante, Ricarda era demasiado joven para comenzar el día con una taza de café solo. Antes de la separación, hasta hacía unos dos años, él solía prepararle cada mañana un vaso de leche con cacao. Pero luego se marchó a vivir con su madre y, en algún momento del año pasado, lo había sorprendido pidiéndole café para desayunar. «No creo que sea bueno para ti», le había dicho en aquel momento, a lo que ella respondió que con Elena lo tomaba, y que era absurdo que él se lo impidiese. De modo que había cedido —quizá había cedido demasiadas veces en lo que concernía a Ricarda— y desde entonces Ricarda tomaba café cada día, como los adultos. Ni que decir tiene que Patricia no se cansaba de mostrar su desaprobación al respecto.

—Tú también te has despertado bastante pronto, ¿no? —le dijo, y al ver que Ricarda no contestaba añadió—: Sobre todo teniendo en cuenta lo tarde que vuelves a casa últimamente.

Ella se encogió de hombros inexpresivamente.

—Ayer te pedí que cenaras con nosotros. Y no sólo no lo hiciste, sino que tampoco diste ninguna explicación. ¿A qué viene todo esto?

Ricarda continuó sin responder. En su lugar tomó un largo sorbo de café. Alexander, desesperado, se preguntó a qué podía deberse aquel comportamiento. Su hija nunca había sido así. Decidió intentarlo con otros argumentos.

—Nadie va a privarte de tu libertad, Ricarda. Te aseguro que yo no pretendo hacerlo, y mucho menos Jessica. Deberías saber que ella no hace más que defenderte a todas horas. No deja de repetirnos que tenemos que dejarte vivir y no controlarte ni obligarte a hacer ciertas cosas.

Ricarda volvió a encogerse de hombros. Él no pudo leer ninguna reacción en su rostro.

—¿Dónde estuviste ayer? —le preguntó, y se esforzó por que su voz sonara autoritaria—. ¿Y anteayer? Dímelo.

Ella lo miró.

—Es cosa mía.

—No, no es cosa tuya. Todavía eres menor de edad, y todavía tengo algo que ver en tu educación. Así que haz el favor de decírmelo. ¿Dónde estuviste?

Ricarda miró hacia otro lado y apretó los labios. Alexander pensó en lo mucho que habían cambiado las cosas. Recordó el modo en que se acurrucaba entre sus brazos cuando era un bebé, los cuentos que le leía y la alegría con que ella se lanzaba a sus brazos cada tarde, cuando él llegaba a casa después del trabajo. Parecía imposible que aquella persona fuera la misma de ahora.

—Leí el deseo que escribiste —le dijo—. Sé que te gustaría ir a Canadá conmigo, pero, la verdad, no acabo de entenderlo. Está claro que no me tienes ninguna confianza y que no te apetece compartir nada conmigo. ¿Cómo esperas que aguantemos juntos varias semanas de viaje?

Por fin pareció recobrar algo de vida.

—¿Y por qué me lo preguntas? —le respondió con dureza—. Ya sé que de todos modos no iremos. ¡Estoy segura!

—¿Y qué te hace estar tan segura?

—Ella.

—Ella tiene un nombre.

—J. ¡Desde que está contigo me he convertido en un estorbo!

—No digas tonterías. —Sintió un ligero dolor en la nuca. No estaba acostumbrado a que le doliera la cabeza, pero en ese momento sintió que iba a dolerle de verdad—. Quiero a Jessica. Es mi mujer. Pero eso no cambia nada…

Ricarda se enardeció.

—¡No la quieres! ¡No la quieres ni un poquito! ¡Sólo lo dices para autoconvencerte, porque de lo contrario no lo soportarías! Tú quieres a mamá, siempre la querrás, pero toda esta chusma… —hizo un amplio movimiento con el brazo para abarcar todo Stanbury House y a punto estuvo de volcar su taza—, ¡toda esta chusma quiso deshacerse de ella! Decidieron que ya no la soportaban, que había que librarse de ella, y tú la dejaste marchar. ¿Cómo pudiste hacerlo?

—Ricarda… —Intentó poner su mano sobre la de ella en un gesto conciliador, pero la chica se apartó y se levantó del taburete. En aquel momento se parecía mucho a su madre. Muy sureña, muy irascible.

—¡Odio a tus amigos! —gritó—. ¡Los odio tanto como los odió mamá! ¡Me gustaría que todos estuvieran muertos!

Y, antes de que él pudiera responder, salió disparada de la cocina y cerró la puerta dando un portazo.

A Geraldine la despertó un ruido que se coló en sus sueños. Era muy dormilona y en una situación normal se habría dado la vuelta y seguido soñando, pero, pese a lo temprano que era, recordó que algo no iba bien, o al menos no había ido bien la noche anterior, y que se había metido en la cama con un mal presentimiento.

Se incorporó. Por las cortinas se colaban las primeras luces de la mañana. Vio que Phillip se había vestido y estaba a punto de salir de la habitación. Todavía medio dormida, cayó en la cuenta de que no lo había visto la noche anterior. Debió de volver tan tarde que ella ni siquiera se enteró.

—¡Phillip! —le dijo, y lo oyó suspirar.

—Sigue durmiendo. No son más que las siete.

—¿Adónde vas?

—A dar un paseo. Necesito pensar.

—¿A qué hora volviste? Estaba preocupada. ¡Estuve esperándote despierta hasta las doce y media!

—Fui a tomar una copa. Volví a la una.

Geraldine tuvo que hacer un esfuerzo para no empezar con su sarta de reproches. Sabía por experiencia que de aquel modo no conseguiría nada, más bien al contrario: acusándole sólo lograría acentuar la susceptibilidad y el enfado de Phillip. Al menor indicio de presión por su parte, se ponía nervioso y agresivo.

—Pero íbamos a cenar juntos…

—Geraldine…

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