El doctor Wilbert, su psicólogo, siempre le aconsejaba que en esos momentos se concentrase en buscar las causas de su depresión. «Debe racionalizar la situación —le decía—. Eso la ayudará. Lo peor es que sus sentimientos, y sobre todo su dolor, se precipiten sobre usted y la ataquen con toda libertad. Intente enfrentarse a ellos con objetividad y lógica. Le servirá para controlar al menos la peor parte».
Ella se esforzaba por seguir esos consejos, pero sabía que en esta ocasión no iba a tener demasiado éxito. Al cabo de un rato estaba tan helada que supo que se resfriaría si no volvía pronto a casa. Había oscurecido y el frío lo invadía todo, y por primera vez desde que llegaron a Stanbury no se veía ni una sola estrella. El cielo estaba muy negro y el gélido aire olía a lluvia.
Una vez en casa, subió la escalera y se detuvo al llegar a la puerta de su habitación. Seguro que Tim seguía trabajando, y seguro que, salvo algún que otro gruñido distraído, ni siquiera le dirigiría la palabra.
Aguzó el oído para ver si oía a los demás, pero no le llegó el más mínimo sonido. Supuso que Jessica y Alexander se habrían retirado a su habitación. Leon y Patricia todavía no habían regresado, y evidentemente Ricarda tampoco. Así que volvió a bajar la escalera con rapidez y cuidando de no hacer ningún ruido —cosa que, teniendo en cuenta sus casi noventa kilos, no era precisamente sencilla—. Entró en la cocina, encendió la luz, cerró la puerta tras de sí y se apoyó contra la hoja respirando con dificultad.
La cocina se había convertido en su santuario. Un lugar de retiro donde se sentía segura y protegida. Aquello debía de tener relación con su infancia, pues de niña había vivido en una casa antigua y llena de rincones, con una cocina enorme y maravillosa. Una cocina con suelo de piedra y unos azulejos de porcelana de bordes azules sobre el horno y el fregadero, y antiguos jarrones de cobre en un estante de madera. Pasaba mucho tiempo en aquella cocina… De pronto recordó que ese dato había interesado mucho al doctor Wilbert.
—¿Por qué pasaba tanto tiempo en la cocina? ¿Qué era lo que atraía a la pequeña Evelin hacia aquel lugar? —le había preguntado el psicólogo en su día.
Le pareció oírse a sí misma riendo de puros nervios al contestar:
—No es lo que usted piensa, doctor Wilbert. No era la comida. Ya sé que a estas alturas cuesta creerlo, pero de pequeña yo era un palillo. A mis padres les costaba una barbaridad hacerme comer.
El doctor no se rió con ella.
—Pues si no era la comida, ¿qué era?
Ella reflexionó un momento.
—Que era un lugar agradable, supongo. Era grande y cálida. Y olía bien. Tenía una puerta con cuatro escalones que daban al jardín, que estaba bastante abandonado y hasta los escalones estaban cubiertos de hierbas y helechos; además, en verano quedaban a la sombra de los jazmines en flor.
Tal como desentrañaron al cabo de varias sesiones, resultó que la puerta y los escalones habían sido el elemento determinante de su atracción por la cocina, pero ella tuvo que pasar por un verdadero valle de lágrimas antes de que el doctor Wilbert lo descubriera, y la verdad es que ahora no quería recordar todo aquello. En realidad nunca quería recordar todo aquello, por mucho que el doctor le dijera que no era bueno reprimir sus sentimientos.
Estaba claro que no sabía de qué hablaba.
Sea como fuere, y pese a que no tenía una puerta con cuatro escalones que dieran al jardín, la cocina de Stanbury House le recordaba mucho a la de su infancia —era igual de antigua y poco práctica—, y en ella siempre lograba sentirse bien. En Múnich, en su moderno piso de diseño, tenían una cocina integrada en el salón, con una barra americana en la que podían comer perfectamente, y todo era funcional y elegante en extremo. Pero a ella no le gustaba. No le parecía nada acogedora.
Empezó a caminar de un lado a otro, a ordenar un poco aquí y otro allá. Quitó las migas de la mesa, lavó una cuchara que había quedado en el fregadero, puso rectos los trapos de cocina que estaban colgados, y durante todo el rato supo que todo aquel trajín no era más que una maniobra de diversión. Se trataba de tranquilizar su mala conciencia. Le habría avergonzado ir directamente a la nevera. Tenía que lograr que abrirla pareciera un movimiento casual.
Porque eso era lo que más había cambiado desde su infancia.
Ahora se trataba básicamente de comer. Aquella tarde, Jessica había cocinado una deliciosa lasaña de verduras con queso y crema de leche, y, como no había contado con que Patricia y Leon cenarían fuera, había sobrado gran parte. Evelin, que en la mesa había logrado contenerse, se había obsesionado con los restos de aquella cena. Aunque intentó engañarse a sí misma, supo en todo momento que acabaría pasando por la cocina para tomar una segunda ración.
Abrió la puerta de la nevera.
Ahí estaba la lasaña, cubierta con un plato puesto boca abajo. La sacó, cogió una cuchara, se sentó a la mesa y empezó a comer.
Estaba fría pero no le importó. Jamás se calentaba la comida que tomaba fuera de horas. Ni siquiera perdía el tiempo cogiendo un plato limpio o algo para beber. Muchas veces se limitaba a coger las rebanadas de pan sobrantes del almuerzo, masticarlas frente a la puerta abierta de la nevera, meter un dedo en la tarrina de queso fresco y llevárselo a la boca entre mordisco y mordisco de pan. A menudo pescaba también algún pepinillo o una loncha de jamón, y lo devoraba todo con avidez. En su caso la felicidad no pasaba por ponerse guapa o disfrutar de algún sofisticado placer, tal como había anunciado Tim en las pocas ocasiones en que había pasado toda una velada con apenas dos lonchas de queso, unas uvas y un poco de vino tinto, no, el placer de Evelin era de muy distinta índole. Lo suyo consistía en llenarse por dentro. Llenarse y llenarse y llenarse, hasta notar que el vacío interior empezaba a remitir y el calor y la satisfacción se expandían por su estómago hasta poseer, lenta pero definitivamente, todo su ser.
—Es la única manera que tengo de dominar la tristeza —había dicho en una ocasión al doctor Wilbert—. Cuando como me siento bien. Y el bienestar me dura incluso un rato después de haber comido.
Wilbert achacó las ansias de comer de Evelin a la pérdida de su bebé, y lo cierto es que éstas habían empezado poco después del aborto.
—No logra superar su pérdida —diagnosticó—. El vacío que llena su vida, ese del que dice que apenas puede soportar, nació cuando perdió a su pequeño. Al llenar su barriga está intentando ocupar el lugar que tuvo el bebé. No con exactitud anatómica, eso es evidente, pero sí, cuanto menos, visual.
Pese a que su figura la avergonzaba y la hacía muy infeliz, Evelin nunca había vomitado voluntariamente después de comer. No concebía que alguien se desprendiese por iniciativa propia de la comida que acababa de zamparse.
Ahora, tras haberse tomado la mezcla de verduras, queso y nata líquida, empezó a sentirse mejor. Se reclinó en la silla y suspiró. Se sentía relajada, pese a que el queso frío resultaba difícil de digerir. Se acercó una vez más a la nevera, cogió un trozo de salami y puso el irónico broche final a su incursión clandestina tomándose dos de los yogures desnatados con que Patricia lograba mantener su envidiable figura.
Todo saldría bien. Todo volvería a estar en orden.
Se sentó una vez más a la mesa y miró hacia la ventana, pero lo único que vio fue su propio reflejo: el de una mujer sola y gorda sentada en una cocina.
Eran casi las diez y media de la noche.
Tuvieron que probar en tres restaurantes diferentes hasta dar, por fin, con una mesa libre. Leon, que estaba pálido y parecía nervioso, no dejaba de pasarse la mano por el pelo, como si no supiera qué hacer con ella.
—¿Por qué demonios hay tanta gente? —murmuró.
—Están de vacaciones. Semana Santa. Es lógico que aprovechen para salir.
Habían ido a parar a Haworth, a una posada de estilo victoriano no muy lejos de la casa en que vivieron y trabajaron las hermanas Brontë. Se llamaba Jane Eyre, y sus precios eran desorbitados. Leon se puso aún más pálido después de mirar la carta.
—¡Aquí te cobran sólo por respirar! Quizá deberíamos…
—Ni hablar —lo cortó Patricia, sacudiendo la cabeza—. Llevamos horas dando vueltas para encontrar una mesa, y ya estoy hasta el gorro. Nos quedamos aquí.
Pidieron y cenaron, y Leon estuvo más lacónico, y ensimismado que nunca. Al principio Patricia no lo notó, porque se obsesionó con hablar de Phillip Bowen, de su increíble comportamiento y de lo crudo que lo tendría si pretendía birlarle un solo ladrillo de Stanbury House. Por fin, cuando tomaron el café y ella echó un vistazo al reloj —eran casi las diez y media—, de pronto interrumpió su perorata y miró a Leon con extrañeza.
—Dime, ¿por qué hemos venido aquí esta noche? ¿He olvidado alguna fecha? No es nuestro aniversario de boda, ni el del día que nos conocimos, ni el cumpleaños de ninguna de las niñas… y además, tu aspecto es cualquier cosa menos festivo. ¿Qué pasa?
Era evidente que Leon no sabía por dónde empezar.
—Patricia… —dijo por fin, pero volvió a interrumpirse.
En ese momento ella se dio cuenta de que estaba intranquila, y de que su intranquilidad tenía mucho que ver con el miedo. En realidad llevaba horas —desde que Leon le propusiera salir a cenar— con una extraña sensación de temor. Estaba claro que su marido quería decirle algo, y que no era una buena noticia. Entonces, de pronto se le ocurrió lo peor y suplicó mentalmente: ¡Por favor, no eches a perder nuestro matrimonio! ¡No destroces nuestra familia! ¡Por favor, continúa fingiendo que todo va bien!
—¿Qué? —le preguntó, y sus manos sujetaron con fuerza la copa de vino, sin darse cuenta de que si seguía apretando acabaría rompiéndola.
Él cogió aire.
—Ha sucedido algo que ya no puedo seguir manteniendo en secreto —dijo—. Tienes que saberlo, porque va a cambiar muchas cosas en nuestra vida.
—¿Y bien?
—Los tiempos han cambiado —continuó él—. Hemos pasado muchos años felices y de prosperidad, pero ahora… —Volvió a respirar hondo—. Estoy en la ruina, Patricia. Tengo muchas deudas y no sé cómo demonios voy a poder saldarlas.
Al principio ella sintió un gran alivio. Había creído que le diría que su matrimonio era una farsa y le pediría el divorcio, pero sólo estaba hablando de dinero. Como suele suceder con las personas que nunca han tenido problemas económicos, para Patricia las cuestiones relacionadas con el dinero siempre podían solucionarse.
—Por Dios… —suspiró—. ¿Y has tenido que montar tanto teatro para decirme esto?
Leon también pareció aliviado: por fin había soltado la noticia que no lo dejaba vivir; por fin había superado aquel momento que había empezado a volverse insoportable y al que creía que jamás lograría enfrentarse. Ahora sólo faltaba que Patricia comprendiera lo delicado de la situación.
—No se trata de un apuro pasajero, Patricia —le dijo con tacto—. Eso creí yo al principio, y pensé que podría arreglármelas para mantenerme a flote hasta que llegaran tiempos mejores. Pero no han llegado, al menos no para mí, y desde luego no a tiempo para darme una segunda oportunidad. Estamos en un aprieto, Patricia, y vamos a tener que cambiar nuestro estilo de vida.
—La mayoría de las familias tienen que ahorrar —repuso Patricia—. Las cosas están cada vez más difíciles para todos.
Mientras hablaba dejó de apretar la copa de vino. Se relajó, aunque se quedó sorprendida por lo mucho que había llegado a asustarse. Comprendió que el miedo a que su matrimonio acabara de pronto era mucho mayor de lo que había creído.
—En nuestro caso no se trata de ahorrar. —Le habría gustado que lo entendiera todo un poco más rápido, la verdad—. Tendremos que vender nuestra casa, irnos a un piso de alquiler y…
—¿Qué? —Lo miró fijamente, de nuevo despierta y tensa como la Patricia de siempre—. ¿Te has vuelto loco? ¡No podemos vender la casa!
Habían construido su casa de Múnich cuatro años después de casarse. Para ello habían tenido que pedir un crédito importante, pero por entonces Leon era socio de un bufete muy conocido y tenía un buen sueldo. Y Patricia estaba segura de que no tendrían ningún problema en pagar los intereses del crédito. Además —eso fue lo que le dijo—, hubiera sido un error pasarse los primeros años ahorrando, porque luego se arrepentirían de no haber podido tener la casa de sus sueños, perfecta en todos los sentidos. Ella escogió y estudió todos y cada uno de los detalles. Cada piedra, cada madera, cada teja. Se pasó meses enteros visitando la obra para asegurarse de que todas sus propuestas fueran llevadas a cabo correctamente, y para comprobar que los arquitectos y constructores iban cediendo a sus deseos y aceptando sus continuos cambios sobre la marcha. La casa era su vida. Con ella se había sentido realizada, y se había dedicado a ella en cuerpo y alma, con la misma y vertiginosa intensidad con que afrontaba todos sus proyectos. Leon recordó que ya por entonces resultaba agotador estar cerca de su mujer.
—No sólo podemos, sino que debemos —le dijo—. Hace tiempo que no puedo pagar los intereses. Mejor dicho, hace tiempo que tuve que pedir otro crédito para pagar mis atrasos, y los nuevos intereses todavía me ahogan más. A estas alturas ningún banco está dispuesto a prestarme dinero. —Movió la cabeza lentamente—. Tengo que soltar lastre, Patricia. Los dos tenemos que hacerlo. ¡Y la casa es el principal lastre!
Tras el alivio inicial, Patricia empezó a notar el peso del mundo sobre los hombros. Se le hizo un nudo en el estómago y comenzó a sentirse mal. Sufría una leve pero desagradable inflamación crónica de la mucosa del estómago, que se le reproducía siempre que estaba estresada o nerviosa. Y, por supuesto, no llevaba consigo sus pastillas. No esperaba que su marido fuera a darle una noticia tan sorprendente.
—Pero la casa es… —No supo expresar lo que sentía—. La casa es muy importante para nosotros —dijo, aunque no era exactamente lo que quería decir.
Leon pareció de pronto muy cansado.
—Lo sé, pero así están las cosas. Llevo mucho tiempo intentando encontrar otras soluciones, créeme. He hecho todo lo posible para que las niñas y tú no sufrierais. Pero —se pasó la mano por la cara, en un gesto de resignación y derrota— no lo he conseguido. Y a estas alturas me veo incapaz de seguir escondiéndoos la realidad.
—¿Cómo es posible que hayamos llegado a esto? —dijo Patricia, mientras por su cabeza pasaban como un rayo cientos de posibilidades para evitar el desastre—. Es decir, tu trabajo va bien y…