Jessica acababa de darse cuenta de que había pasado dos horas enteras caminando. Sudaba de pies a cabeza y probablemente tenía una pinta horrible. —Sí —respondió lacónicamente.
Él asintió con la cabeza. Su barba hirsuta ondeó en el aire.
—¿De qué huyes? Te aseguro que nadie está persiguiéndote…
Ella señaló a
Barney
.
—Los perros jóvenes necesitan mucho movimiento. —«¿Por qué diantre me justifico? ¿Por qué me detengo siquiera a escuchar sus peroratas?»
—El perro —dijo él, pensativo—. Claro, claro, el perro.
Jessica intentó pasar a su lado sin decir nada más.
—¿Sabes a qué se debe que hoy nadie desayune? —preguntó él—. No han puesto la mesa ni han preparado nada.
—Pues hazlo tú —replicó ella—. Pon la mesa, prepara café, hierve unos huevos y haz unas tostadas. Nadie te lo impide.
—Agresividad —constató Tim—. ¡Te hierve la sangre! —Sonrió—. ¿Te apetece desayunar conmigo si hago todo lo que me has dicho?
—No.
Se miraron a la cara. La hostilidad mutua podía palparse en el aire.
«Vaya —pensó Jessica con sarcasmo—, resulta que él tampoco me soporta, no es sólo cosa mía».
—No habrás visto un montón de papeles que imprimí el otro día, ¿no? —preguntó él sin que viniese a cuento—. Llevo toda la mañana buscándolos. Son unos documentos muy importantes para mi doctorado.
—No —respondió Jessica una vez más, y añadió—: No los he visto, pero seguro que los tienes en el ordenador, ¿no? Vuelve a imprimirlos y ya está.
Lo dejó ahí plantado y entró en la casa. Se moría por ducharse, aunque temía encontrarse con Alexander en la habitación.
Por suerte él no estaba en el dormitorio y no tuvo que verla con ese aspecto tan dejado y poco atractivo. Se pasó una eternidad bajo la ducha y gastó un montón de champú y agua caliente, pero le sirvió para empezar a recobrar el ánimo. Se secó el pelo y se puso un jersey fino de lana. En el espejo comprobó que su aspecto había mejorado bastante y parecía más animada de lo que se sentía en realidad. Miró las cosas que su marido tenía en el baño: la espuma de afeitar, la brocha con mango de cerámica, la lima de uñas, el peine, el cepillo de dientes… Toda una serie de objetos familiares que le hicieron preguntarse qué iba a pasar a partir de entonces. Si dentro de un año seguiría casada.
Volvió a ponerse las zapatillas de deporte, aunque todavía le dolían los pies del día anterior y del reciente paseo. Acababa de decidir que daría otro paseo para intentar aclararse un poco más las ideas. ¿Era normal tener tantas ganas de caminar? Siempre sola, siempre temerosa de que alguien se ofreciera a acompañarla. Siempre angustiada ante la idea de que el propio Alexander quisiera ir con ella.
No tuvo que esforzarse demasiado para llegar a la conclusión de que los paseos tenían mucho que ver con su deseo de huir de allí. Quizá las cosas mejoraran cuando naciera el bebé. No obstante, ¿qué podría cambiar el pequeño?, se dijo con resignación. Probablemente, nada.
Phillip se sentía extraño. Cansado y al mismo tiempo completamente desvelado; agotado pero con un hormigueo eléctrico en todo el cuerpo. La noche pasada frente a la verja de entrada de Stanbury House lo había entumecido y ahora se esforzaba por dormir unas horas para recuperarse, aunque tenía claro que no iba a poder quedarse en la cama mucho más. Tenía que hacer algo. Necesitaba que sucediera algo de una vez.
Había vuelto a su habitación a las cuatro y media de la madrugada. El coche de Geraldine seguía en el aparcamiento del Fox and Lamb. De modo que ella aún estaba allí. Estaba claro que jamás lograría salir de su vida. Curiosamente, de pronto aquella idea le aportó una especie de consuelo.
Al llegar arriba se quitó los zapatos y se acostó sin más ceremonia. Se quedó mirando el techo fijamente y escuchando los ruidos del hotel. En algún lugar oyó crujir unas tablas de madera, y en un momento dado algo cayó al suelo con gran estrépito. Quizá algún gato había tirado una jarra de leche, pensó. Por lo demás, todo estuvo en silencio. El hotel entero dormía. Se acordó de la chica de la mochila. ¿Adónde iría? Quizá pensaba hacer autostop hasta llegar a algún sitio en el que creyera que iba a ser más feliz y más libre que con su familia. ¿Tendría que haberla detenido? Pero la chica habló mencionado un novio, ¿no? O sea que seguramente no pensaba viajar sola. Además, eso no era cosa suya. De la gente que vivía en Stanbury sólo le importaba saber si estaban dispuestos a creerlo o, por el contrario, a obstaculizarle el camino. Lo demás le daba completamente igual.
Se levantó a las siete, cuando comprendió que —pese a sus ojos enrojecidos y la debilidad en todos sus miembros— no conseguiría dormirse de ningún modo. Empezó a pasearse por la habitación, reflexionando y analizándose a sí mismo y su situación, y finalmente se sentó en el sillón e intentó leer un libro, pero no logró concentrarse. Encendió la radio y escuchó las noticias. Le entraron ganas de tomarse un whisky doble, pero aún era demasiado temprano para eso. A las nueve decidió bajar a desayunar; la noche anterior no había tomado nada y de pronto se sentía famélico. A medida que se acercaba al comedor iba olfateando el aroma a huevos con beicon, tostadas, champiñones y tomates fritos, pero en cuanto entró en la sala vio a Geraldine. Estaba sentada a la mesa, con su obligado y desolador vaso de agua delante. Nada para comer. Tenía mal aspecto, como si estuviese enferma de verdad. Aparte de los ojos hinchados —supuso que de tanto llorar—, estaba muy pálida. Su melena, por lo general tan sana y cuidada, se veía bastante desgreñada.
«Está pasándolo mal», se dijo, y retrocedió unos pasos. Ella aún no lo había visto y Phillip no se sentía con fuerzas para mantener ningún tipo de conversación. Pensó qué hacer. Para empezar, ir a desayunar a otro sitio, y después llamar a un amigo suyo de Londres —uno que tenía buenos contactos— y pedirle que le recomendara un buen abogado de Leeds. Luego intentaría que le dieran hora lo antes posible, para tener al fin un asesor cualificado. Después ya tendría tiempo de pensar cómo pagaría esa primera consulta.
En su habitación tenía una copia de la llave del coche de Geraldine. El coche facilitaría sus movimientos, y además le daría una alegría a la chica: seguro que la pobre estaba martirizándose con la idea de que debía marcharse a Londres. Pues bien, al llevarse el coche iba a darle un buen motivo para que se quedase allí un poco más y albergara renovadas esperanzas. Lo menos que podía hacer por ella era ofrecerle una excusa para justificar su indecisión.
—Pensé en pasarme para ver si aún quedaba algo por hacer —dijo Steve. Trasladaba su peso de un pie al otro, con nerviosismo—. Como cortar el césped o…
—Cuando estamos aquí, nosotros mismos nos ocupamos de todo —le respondió Patricia. Estaba en el recibidor, poniéndose precisamente los guantes de jardinería. Llevaba unos tejanos y una camisa de cuadros blancos y azules—. Ahora me disponía a plantar algunas flores.
Steve asintió. Parecía más irlandés que inglés, con su cabello pelirrojo y su cara llena de pecas. Tenía veintidós años pero parecía más joven.
«Como un colegial —pensó Patricia—. Seguramente necesita dinero».
Entonces lo pensó mejor.
—Bueno, quizá puedas cortar el césped de la parte trasera —le dijo—. Empieza a ser urgente y no sé si encontraremos el momento para ello.
Steve sonrió aliviado.
—Perfecto. Me pongo ahora mismo.
Jessica se acercó desde el comedor. Había pasado un rato más echando un vistazo a los artículos sobre Kevin McGowan, pero no había encontrado nada interesante.
—Voy a dar un paseo —anunció.
—Me lo temía —repuso Patricia con ironía.
Alexander apareció por la escalera. Tenía el mismo aspecto decaído y preocupado de los últimos días.
—No encuentro a Ricarda por ninguna parte —dijo.
Jessica lo miró. Pese a todo, le dolía verlo tan aturdido y angustiado.
—¿Acaso te sorprende? —replicó.
—Yo no diré ni una palabra más —indicó Patricia.
—Jessica —dijo Alexander con tono suplicante.
Ahora no podía hablar con él. Habían sucedido demasiadas cosas.
—Voy a dar un paseo muy largo. No me esperéis a comer. No sé cuánto rato estaré fuera.
—¿Puedo ir contigo? —preguntó Alexander.
—Preferiría ir sola —respondió ella con dureza.
Él asintió lentamente.
—Yo no diré ni una palabra más —repitió Patricia.
—Gracias —le dijo Jessica—, muy amable de tu parte.
Patricia se marchó a la sala.
—¿Crees que puede correr algún peligro? —le preguntó Alexander, refiriéndose a su hija.
—No, creo que no. Sólo necesita calma y tranquilidad. Lo que pasó ayer fue horrible. El comportamiento de Patricia fue absolutamente vergonzoso e inadmisible, aunque todos, incluso Ricarda, estamos acostumbrados a que sea así. Lo malo fue que tú no la defendiste, Alexander. Ella necesitaba protección y ayuda, y tú le diste la espalda. Tendrías que dejarla tranquila durante un tiempo.
—¿No te pareció horrible lo que escribió en su diario? Decía que nos odiaba a todos, que quería vernos muertos y…
—Hay que ser como Patricia para lograr que las cosas suenen tan dramáticas —lo interrumpió Jessica—. A la edad de Ricarda todos los jóvenes odian intensamente, aman con pasión, se desesperan hasta la médula y experimentan las mayores euforias, un sentimiento tras otro, a una velocidad sorprendente, o incluso todos a la vez. Es normal. No acaban de comprenderse, ni a sí mismos ni al mundo que los rodea. Pero en algún momento todos acaban centrándose y volviendo al sitio que les corresponde.
—O cayendo en el mundo de las drogas.
—Ricarda no. Ella no es de ésas.
—¿Crees que hay chicas «de ésas»?
Jessica no respondió. Ya había hablado demasiado y no quería mantener ninguna conversación.
—Hasta luego —dijo.
Y salió seguida por
Barney
. No se dio la vuelta para mirar a Alexander, pero se preguntó si él correría al teléfono para hablar con Elena.
—Ya estamos casi a la altura de Nottingham —dijo Keith—. Pensaba que a estas horas estaríamos mucho más lejos.
Estaba algo enfadado. Habían salido más tarde de lo previsto. La noche anterior habían caído rendidos en el sofá, abrazados, y al punto se habían quedado dormidos. Cuando despertaron y vieron la hora, Keith empezó a ponerse nervioso.
—¡Tenemos que irnos! ¡Vamos, date prisa! Hay que llegar a Londres lo antes posible.
Se vistieron en un abrir y cerrar de ojos y metieron en el coche sus escasas pertenencias. Keith quería repostar gasolina en el pueblo siguiente. Ricarda había llevado consigo todo su dinero: sus ahorros de antes y lo que Elena le había regalado por Pascua. En total, unas doscientas libras. Aquello no les daba demasiado juego, pero sí el suficiente para llegar a Londres y pasar unos días en alguna pensión de mala muerte hasta encontrar trabajo y un lugar donde vivir. A la luz del día todo parecía distinto, menos apasionante que por la noche, más real, y en secreto ambos se preguntaban cómo conseguirían sobrevivir a esa aventura. Claro que ninguno de los dos estaba dispuesto a mostrar sus temores ante el otro.
—Al principio tendremos que pasar algunas estrecheces —dijo Keith. Ya era la tercera o cuarta vez que lo repetía esa mañana, y Ricarda se preguntó si lo decía para prepararla a ella o en realidad para mentalizarse a sí mismo—. Tendremos que ahorrar todo lo que podamos. Sólo así lograremos salir adelante.
—Claro.
—Las cosas cambiarán cuando los dos consigamos trabajo. Bueno, en realidad tú ganarás más que yo, porque podrás trabajar todo el día. Yo tendré que estudiar y prepararme para lo mío, si es que consigo una plaza.
—Pero tú mismo dijiste que en Londres hay infinidad de plazas para cualquier carrera —le recordó Ricarda.
Keith le sonrió con optimismo.
—Desde luego. Así es. Aunque nunca se sabe lo que puede tardarse en encontrar una. Será una etapa difícil. ¡Pero lo conseguiremos, ya verás!
Ricarda miró por la ventanilla. La autopista que llevaba hacia el sur estaba bastante despejada. Con tan poco tráfico no tardarían en llegar a Londres. El paisaje pasaba a los lados a un ritmo vertiginoso: campos, bosques y pueblos, pequeñas ciudades y alguna que otra zona industrial. Los árboles empezaban a florecer. El calor y el sol de los últimos días habían contribuido a que la naturaleza comenzara a brotar en todo su esplendor. En el cielo azul brillante se veían algunas nubes. Empezaba a oler a verano.
Aun así, tenía miedo.
No quería volver, de eso estaba segura, pero le parecía estar dando un paso muy importante, quizá demasiado, al romper con todo para empezar una nueva vida con Keith. Abandonaba a su familia, a sus amigos alemanes, la escuela, su equipo de baloncesto. Todo lo que formaba parte de su vida, de su rutina diaria. Al menos llamaría a Elena para que no se preocupara. Su madre se moriría de tristeza si la perdiera así, de pronto, y al fin y al cabo ella no le había hecho nada. ¡A su padre, desde luego, no lo llamaría ni en broma!
Papá…
Se le rompía el corazón al pensar en él. Ayer por la noche la había apuñalado dos veces por la espalda: primero al quedarse impertérrito mientras Patricia leía en voz alta su diario, y luego al anunciar con orgullo que J. iba a tener un bebé. Una doble traición que ella jamás podría perdonarle.
Recordó algo que su madre le había dicho no hacía mucho. Ella le había preguntado una vez más, entre lágrimas, por qué se había separado de su padre, y Elena respondió titubeando: «Mira, en realidad tu padre nunca se ponía de mi parte, no sé si por temor a enfrentarse a los demás. A Patricia, Leon y el resto del grupo. Ante ellos me soltaba como una patata caliente. Esa actitud suya me hizo demasiado daño. Te aseguro que no fue cosa de una vez, cariño, sino de muchas, muchas veces».
Al oír aquello había llorado desconsoladamente. No se cansaba de pedir explicaciones a su madre acerca de qué había fallado entre ella y Alexander, pero en el fondo le dolía oír cualquier crítica sobre su padre. En el fondo esperaba que le dijera que su matrimonio había fracasado por culpa de una fuerza extraña y malvada que había sembrado entre ellos desconfianzas e intrigas, pero que al final lograrían desenmascararla y hacer que sus maquinaciones acabaran esfumándose para siempre. Entonces sus padres podrían estar juntos de nuevo y todo volvería a ser como antes.