Días de amor y engaños (2 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Tags: #Narrativa

BOOK: Días de amor y engaños
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Comieron y bebieron en silencio. Entonces Susy levantó sus grandes ojos azules hacia ella y la miró con una especie de apuro:

—Ha sido una estupidez traerte un pastel, ¿verdad?

—¡No, ¿por qué?!

—En algún momento he tenido la impresión de que ibas a lanzármelo a la cara como en las películas antiguas.

Paula se echó a reír. Dejó su porción de pastel a un lado y encendió un cigarrillo. No había contado con la descarnada sinceridad de los norteamericanos.

—No me hagas caso, últimamente estoy de un humor horrible. Puede que aún no me haya ambientado.

—¿Te arrepientes de haber venido con tu marido?

—No, tampoco puede afirmarse que haya dejado un montón de cosas interesantes en España. Nada me reclama allí, pero desde que llegué estoy pensando qué es lo que me reclama aquí.

—¿Tenéis hijos?

—No.

—Nosotros no hace mucho que estamos casados, y queremos tenerlos, pero será cuando Henry acabe esta obra, de vuelta a Nueva York.

Paula asintió varias veces, pero no encontró nada que decir. Cambió de tema bruscamente, un poco harta ya de aquella conversación.

—¿Qué tal son las otras esposas?

—¡Ah, bien, muy amables! Lo malo es que no haya ninguna de mi edad.

—Entenderse con gente mayor no es nada fácil.

—No he querido decir eso.

—No me ha molestado, es la verdad.

—Tú pareces distinta.

—Pues tengo algo más de cuarenta años.

—Sí, pero se te ve como... indiferente, como si nada te importara demasiado.

—Sí, puede ser —respondió con una carcajada seca.

—¿Sois una pareja feliz?

Todos los peligros que intuyó en Susy se habían concretado por fin. Si la dejaba continuar por el camino de lo privado, podían acabar en algún laberinto.

—En fin, el matrimonio es una institución complicada.

—Sí, sí lo es. No puedo hablar por mí, Henry y yo estamos muy unidos; pero lo sé a causa de mi madre. Nunca le perdonaré sus fracasos matrimoniales.

Hizo como si no la hubiera oído, como si tuviera la mente en otra parte. Debía abortar aquel diálogo cuanto antes, y de un modo en que la chica no se molestara. Tampoco debía excitar su curiosidad, ni resultar demasiado brusca.

—Querida Susy, de verdad que me quedaría aquí todo el día, charlando contigo; pero por desgracia tengo que trabajar.

—Eres la traductora de Tolstoi al español, ¿verdad? El matrimonio de Tolstoi fue muy movido. Se querían y se odiaban a la vez, o primero una cosa y después la otra.

—Algo por el estilo.

Se puso en pie, aun a riesgo de parecer poco hospitalaria. Era obvio que Susy esperaba algo más de aquella visita, y se preguntó qué. Había aprendido que en toda relación humana, hasta las más esporádicas y superficiales, siempre existía un deseo de gratificación propia. Aquella chica rubia y desinhibida buscaba algo en ella, quizá sólo una interlocutora para lo que no fueran temas irrelevantes, quizá una confidente con quien airear sus problemas personales en aquel desierto. Pero no llegaba en buen momento. La despidió en la puerta y contestó con evasivas cuando la americana le propuso que fueran un día juntas a San Miguel.

—Conozco a un artesano que hace unas pulseras de plata diferentes de las demás. Son preciosas, en serio, cuando te apetezca comprar una llámame y te acompañaré.

—Lo haré, desde luego que lo haré.

Cerró la puerta tras de sí y suspiró profundamente. ¿Es posible vivir cerca de la gente sin ser vista, sin que nadie te dirija la palabra, sin responder a preguntas o sonreír? Una pretensión absurda, por supuesto. No había conseguido todavía prescindir por completo de la presencia humana, aún necesitaba notar su contacto lejano pero asequible. Se conformaba con algún que otro saludo mínimo, oír risas a lo lejos, un comentario casual al comprar el periódico, al pedir en un bar.

Volvió a la cocina y vio los restos de pastel, las tazas vacías, el cenicero con su cigarrillo a medio apagar. Había cometido una estupidez dejando que aquella chica entrara en la casa, pero echarla hubiera sido una estupidez aún mayor. Tal y como se había presentado, no tuvo elección: o mandarla al infierno o invitarla a pasar. Aunque daba igual, en el fondo daba igual. Abrió uno de los armarios y sacó una botella de whisky. Se sirvió un dedo. Bebió.

Victoria vio salir a Susy de casa de Paula desde su ventana. La visita no había sido muy larga. Cuando momentos antes había advertido por casualidad a la joven americana cargada con un pastel yendo hacia casa de los nuevos residentes temió lo peor: que la despidieran con estrépito. No podría haber dicho por qué había tenido esa impresión tan extrema. Posiblemente se debía a la personalidad de Paula, a lo que en realidad había podido atisbar de su personalidad. «Todo un carácter», dijo alguien de la colonia nada más conocerla. ¿Era todo un carácter? Quizá, aunque el modo de comportarse de las personas siempre está deformado por sus deseos sobre cómo ser advertidos por los demás, y Paula no parecía muy interesada en resultar agradable.

Había llegado un mes atrás, protestando por el cansancio del viaje, y había procurado relacionarse lo menos posible con el resto. Su esposo era amable y apuesto, pero tan impenetrable como ella. La curiosidad le había hecho preguntarle a Ramón cómo se comportaba él en la obra con los otros ingenieros, y él le había respondido que demostraba un espíritu abierto y colaborador, una gran profesionalidad.

—De modo que él sí se relaciona con todo el mundo.

—Sí, claro.

Lo observó sin considerar significativa aquella contestación. Su marido o, mejor dicho, los hombres en general no suelen especular sobre el carácter de sus compañeros de trabajo. Las apreciaciones que hacen sobre ellos están teñidas de sentido práctico, desprecian por completo el matiz personal. «Las mujeres queremos saber siempre más sobre la gente», pensó. Como en el pequeño mundo de la colonia las mujeres constituían el elemento pasivo, tenían tiempo para pensar, para perderse en conjeturas sobre las vidas ajenas, para dejarse mecer por la curiosidad. Se sintió mal después de constatar aquello, y no por primera vez. Había obtenido una excedencia que le permitía abandonar durante cinco años su puesto de profesora en la universidad y se había jurado que nunca, nunca durante aquel tiempo, se haría reproches sobre su inactividad transitoria. Había meditado bien la decisión de acompañar a Ramón hasta México, no fue algo imprevisto o apresurado. Quería vivir esa experiencia, olvidarse temporalmente de sus clases, de las obligaciones cotidianas, de la ciudad mil veces transitada. Pero no era una mujer impulsiva ni con tendencia a idealizar las situaciones que el futuro prometía. Cuando se enfrentó a la idea de vivir un tiempo en México nunca pensó en despertares frescos oyendo rasgueo de guitarras desde la cama blanca, ni en perfume de nardos en claustros de antiguos conventos españoles. Y, sin embargo, México había resultado ser así. Todo le parecía hermoso, especial, casi mágico. La colonia, con sus amplias casas individuales, los recoletos jardines personales, el bello jardín general, lleno de flores y silencio, era casi el lugar ideal para vivir. Siempre que lograras olvidar que, alrededor de aquella especie de campus paradisíaco, se erguía una tapia muy alta, coronada por una alambrada, y varios guardas bien armados vigilaban la puerta de acceso al recinto. En cualquier caso, podían salir, caminar libremente por las zonas colindantes y llegar hasta el cercano San Miguel. Ella se había propuesto hacerlo todas las mañanas, siempre a pie. Visitaba el mercado, entraba en alguna iglesia, paseaba sin rumbo por los barrios céntricos de casitas bajas, tomaba una cerveza en la plaza del ayuntamiento... Repetir esa rutina más o menos variable le causaba un enorme placer. Se mezclaba con la gente, observaba a los indios que bajaban de las montañas para vender... A ella nunca la miraban, por muy distinta que pudiera ser su apariencia de la de los habitantes del lugar. Durante el año que llevaban allí había hecho esfuerzos porque una parte de su tiempo fuera autónomo de la vida en la colonia. En la colonia todo era demasiado fácil. La familia de cada uno de los técnicos tenía asignada una chica de servicio que se ocupaba de todo: limpiar, comprar comida, cocinar... Pero ella se obstinaba en realizar pequeños trabajos domésticos por sí misma. Sobre todo al principio, no podía soportar que alguien tuviera a su cargo la organización cotidiana. Le resultaba violento que, si pretendía prepararse un té a media tarde, en seguida apareciera Clarita y le quitara los enseres de las manos para continuar ella con la labor. Vivían con holgura en Madrid, pero nunca, jamás, se le hubiera ocurrido contratar a una criada fija que, como una sombra, estuviera siempre dispuesta a anticiparse a sus deseos.

A pesar de aquellos meritorios intentos de independencia y reafirmación personal, aquella mañana comprendió que el medio, aquel coto cerrado y feliz, estaba influenciando irremisiblemente su manera de obrar. ¿Cuándo antes se hubiera permitido a sí misma atisbar por la ventana lo que una vecina hacía o dejaba de hacer? Se sentía un poco avergonzada, pero había algo en Paula que excitaba su curiosidad: el aire ausente y, sin embargo, la fiereza de su expresión... Le habían dicho que era traductora literaria. Imaginó que sería una traductora tan rebelde e independiente que traicionaría voluntariamente los textos de los autores sobre los que trabajaba. Se le antojaba que debía de sentir tentaciones de hacerlo, si no de perpetrar grandes alteraciones, sí al menos introducir alguna pequeña aportación propia, al menos una frase, una idea. Si hubiera sido profesora de literatura en vez de serlo de química, hubiera tenido la excusa perfecta para presentarse ante Paula dispuesta a charlar de temas literarios con ella, pero carecía de una coartada plausible, y para abordarla de modo más personal, no se veía con ánimos de prepararle un pastel de bienvenida como había hecho Susy.

Susy, la pobre, tan joven, tan hermosa, tan encantadora, tan americana en el fondo. Con toda seguridad se aburría allí, incluso más de lo que había previsto. Solía poner los ojos en blanco ante todo lo que fuera típico, auténticamente mexicano, como ella decía. Pero los motivos de éxtasis iban escaseando a medida que transcurrían los meses. En realidad, a todos los habitantes de la colonia les sucedía lo mismo, con matices de intensidad. Por eso la llegada de Paula y Santiago había despertado expectativas de novedad, alguien en quien reparar, una fuente de conversaciones, de conjeturas, descubrimientos y, a qué negarlo, también de cotilleo. Sintió un ramalazo de censura hacia sí misma. Si continuaba por aquel camino de banalización progresiva, pronto se encontraría espiando qué ocurría en las casas ajenas, como si toda la colonia fuera un gigantesco
peep-show.
Decidió hacer inmediatamente algo real, práctico y honesto. Salió a su parcela de jardín y se puso a regar las plantas.

Manuela pensó que era una buena idea regar el jardín cuando, desde su terraza, descubrió a Victoria haciéndolo. Aunque, considerándolo desde el punto de vista de la utilidad, ¿para qué serviría? Todas las plantas que había traído desde España se habían marchitado a las pocas semanas de estar allí. Era un clima demasiado seco, el de San Miguel. Adolfo se había puesto como una fiera al descubrir las macetas entre los trastos de la mudanza. Pasaba que en cada uno de sus traslados ella se empeñara en cargar con cosas innecesarias, como una lámpara a la que tenía especial cariño, o mantelerías de hilo para las celebraciones, pero plantas... «Joder, Manuela... —le había dicho—, transportar plantas a México es como llevarse saquitos de arena al Sahara!» Pero había transigido, naturalmente, y hasta se preocupó de que los operarios fueran especialmente cuidadosos al cargarlas y descargarlas. Un altercado sin importancia. Si hubiera tenido que tomarse en serio todos los aparentes enfados de su marido durante los treinta y cinco años que llevaban casados... pero debía reconocer que Adolfo era un encanto, un encanto que tenía a veces un poco de mal genio, pero un encanto. Claro que ella no le andaba a la zaga. ¿No era ella otro encanto para su esposo, no lo trataba como a un rey? ¿No había educado a sus hijos con sabiduría y total dedicación? ¿Y la organización de la casa? Pocas mujeres podían afirmar que sus casas familiares funcionaran al unísono como un alegre balneario y como un severo cuartel. Y muy pocas lo hubieran acompañado en una estancia de al menos tres años en un país extranjero, tan lejano. Sobre todo con tantas cosas como ella tenía que hacer en España. Cuando Adolfo se lo planteó, en un primer momento tuvo la tentación de decirle que se fuera solo, pero luego lo pensó mejor, y se dio cuenta de que, estando ya los hijos emancipados, su auténtico lugar estaba junto al esposo. También en San Miguel tenía muchas cosas que hacer: atender las necesidades de su marido, visitar nuevos lugares, echar una mano en las actividades de la colonia, no en balde era la mujer del jefe. También tenía que bregar con Blanca Azucena. ¿Cómo una chica de servicio podía ser tan torpe? Porque no era una verdadera chica de servicio, naturalmente. Ningún oficio se improvisa, por muy humilde que parezca. A aquella joven, morena y apocada, la habían sacado de una casucha miserable para ir a servir a la colonia. ¡Tenía diez hermanos! Sus padres habían cometido la inconsciencia de traer once hijos al mundo cuando apenas si tenían para darles de comer. Ella había ido enseñando a la chica poco a poco, con paciencia infinita. Ahora hacía el trabajo mejor, pero sólo un poco mejor. Cuando la presa estuviera acabada, los técnicos regresaran a sus países de origen y la colonia se deshiciera, Blanca Azucena habría aprendido cómo limpiar y organizar una casa, y cómo comportarse también. Lo malo entonces sería encontrarle un puesto de trabajo. Las familias ricas de San Miguel ya tenían mucho servicio. Hablaría con el cónsul de Oaxaca, o con Enriqueta, la mujer del cónsul. Un salario fijo en la familia de aquella pobre significaba mucho, con todos aquellos hermanos y un padre que cogía más de una borrachera de mezcal. Hablaría con el cónsul para recomendarla, lo haría, sí. Finalmente sentía una obligación hacia los habitantes de aquel país, aunque ellos mismos fueran incapaces de salir de la miseria por sus medios. Sacó su voluminosa agenda de mesa y lo apuntó: «Recomendar a Blanca Azucena», aunque probablemente aún era pronto para dirigirse al cónsul, o no; si empezaba ahora a darle la lata con ese tema, tenía cierta probabilidad de que le hiciera caso dos años después.

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