Días de amor y engaños (8 page)

Read Días de amor y engaños Online

Authors: Alicia Giménez Bartlett

Tags: #Narrativa

BOOK: Días de amor y engaños
6.91Mb size Format: txt, pdf, ePub

La cabeza de Susy cayó sobre su hombro a causa de un violento vaivén. Se despertó sólo un poco para pedir excusas y murmurar en inglés algo malhumorado dirigido al chófer. Paula la miró de reojo. No existía la menor elegancia en su manera de entregarse al sueño. Sintió sin motivo una profunda animadversión hacia ella. Era demasiado joven, le quedaban muchas cosas por vivir, y eso ya la convertía de por sí en un ser estúpido. La vida futura se reduciría para ella a un pequeño jardín donde se entretendría con pasatiempos amorosos y familiares. Como ella misma, como todos, Susy cometería errores sobre errores hasta que llegara a una edad en la que ya no sería posible enmendarlos. Se durmió también, de mal humor.

Cuando abrió los ojos, el verdor esplendoroso de las tierras altas la dejó impresionada. Habían llegado a Montalbán. El yacimiento arqueológico ocupaba la cima llana y extensa de un elevadísimo pico. Estaban rodeados de montañas, verdes y misteriosas, como sacadas de una leyenda. Era un paisaje estremecedor. Las esposas, aún sentadas en el microbús, empezaron a emitir grititos e interjecciones, exclamaciones de sorpresa al descubrir el lugar. Manuela, un poco despeinada tras el viaje, tomó las riendas de la expedición. Empezó a desfilar por el pasillo como si padeciera de claustrofobia y no pudiera permanecer ni un segundo más encerrada allí. Saltó a tierra cloqueando de felicidad:

—¡Fijaos, qué maravilla, es increíble!

Se comportaba como una profesora intentando transmitir al alumnado su entusiasmo por la sabiduría. Las otras esposas se movían despacio, entorpecidas por el sopor del trayecto. Se trataba de un sitio solitario, extraño, que emanaba una sensación de mágica inseguridad. Sólo tras haber salido del autobús, Paula se dio cuenta de que un guía había venido con ellas. Estaba sentado en primera fila, tras el conductor, y llevaba una placa en la que se leía «Guía turístico» prendida en la solapa de la cazadora. Era un mexicano de treinta y tantos, lleno del atractivo desvergonzado de los machos locales. El bigote le caía con desprecio sobre la boca. Se tapaba la cabeza con un Stetson que le daba el aire ridículo de un cowboy recocido por el sol. Allí estaba con las piernas abiertas, inmóvil, esperando que ellas salieran del vehículo, monjas de un convento histéricamente felices de verse libres. A medida que cada una de las mujeres pasaba a su lado para descender, se permitía observarlas concienzudamente, aunque sólo siguiéndolas con los ojos, sin volver la cabeza. Una activa indiferencia le teñía de insulto la mirada. Ella pensó que sin duda las veía como gallinas de un corral, niñas talluditas de una ceremonia tan absurda como una puesta de largo, ridículas extranjeras a quienes hay que entretener con piedras antiguas. Paula deseó poder comprar a aquel hombre y follárselo allí mismo, convertirlo en un prostituto, en la estructura externa de un simple pene. Le hubiera gustado ponerle la polla tiesa y luego azuzar a un perro bravo para que se la sajara de un mordisco. Pasar después el pingajo sanguinolento de una dama a otra hubiera sido divertido, como el juego de una merienda campestre.

Cuando todas estuvieron desperdigadas por el llano se fijaron al fin en los restos arqueológicos. Fortificaciones y templos muy dañados por los siglos y la intemperie, túmulos amarillentos sobre la hierba. El conductor loco sacó su panza inmensa del autobús y la hizo saltar y balancearse mientras desentumecía las piernas de fauno. Sólo entonces el guía abandonó su asiento y se encasquetó unas gafas de sol muy oscuras que le ocultaban los ojos. Se movía como un chulo perdonavidas, caminando con las manos metidas en los bolsillos traseros del pantalón. Oyó su voz caliente de acento arrastrado y sensual:

—Señoras, por fin hemos llegado a las ruinas de Montalbán, un magnífico asentamiento azteca que ahora mismo les mostraré. ¡Agrúpense, por favor!

Actuaba como si, en vez de a una docena de mujeres, se dirigiera a una masa de turistas díscolos. Tenía las piernas ligeramente arqueadas, quizá montaba a caballo. Los brazos, morenos y fuertes; los dientes, blanquísimos. Susy había sacado de una bolsa su cámara de fotos y triscaba entre construcciones funerarias. Lápidas aquí y allá, cabezas de dios azteca, guerreros, serpientes, muchas serpientes gigantescas, demoníacas.

—Cuando estos salvajes estaban tallando semejantes pedruscos, en Europa ya teníamos el gótico —oyó decir en voz baja a una de las esposas.

—Vean, señoras, en estos relieves pueden descubrirse varias figuras desnudas de hombres y mujeres. Los arqueólogos llegaron a la conclusión de que puede tratarse de un hospital, una especie de enfermería o dispensario.

—A lo mejor era un burdel —soltó Susy con aire de inocencia.

Todas rieron a coro. El guía se bajó las gafas para contemplar mejor a Susy. Tenía ojos fieros y esquivos, de color marrón oscuro. Sonrió, pero era evidente que el comentario no le había hecho gracia. Una gringa joven y estúpida que decide saltarse las reglas de recato creadas especialmente para las mujeres. Paula se dio cuenta de que necesitaba un poco de tequila. Un risco en el culo del mundo podía convertirse en una encerrona terrible. Ni cantinas ni bares. Si la situación se vuelve insostenible o se sufre un ataque de ansiedad, no queda otro remedio más que resistir. El tiempo empezó a corroerla.

—Los guerreros aztecas y zapotecas tenían una costumbre que ahora puede parecernos un poco especial. Cuando en la batalla mataban a un enemigo, desollaban su cuerpo, lo abrían en canal y se lo ponían encima como si fuera un abrigo con capucha. Llevando ese manto hacían toda su vida habitual y no se lo quitaban hasta que estaba completamente seco. No les importaba el hedor ni la corrupción, era más fuerte la gloria que evidenciaba su valor.

Un estremecimiento visible recorrió la asamblea femenina tras las palabras del guía, aprendidas de memoria. A Paula le hacía gracia. Conocía cómo solían ser las esposas de ese medio. Algunas de ellas dejaban de ir al cine porque no soportaban las escenas sangrientas que podían aparecer impensadamente en cualquier película. Eran mujeres protegidas, preservadas del mundo, decididas por propia voluntad a permanecer en un gineceo tranquilo y monótono. Las costumbres, el orden, la negación de lo desagradable, ésas eran las bases de su civilización. El guía, consciente de la turbación general, empezaba a recrearse en la explicación de la barbarie de sus antepasados. Lo había hecho otras veces, Paula estaba segura. Otras veces había jugado a estremecer pieles sensibles entrevistas bajo las blusas que le estaba vedado desabrochar. Ese grandísimo cabrón estaba notando la ligera aceleración de las respiraciones de las féminas y se relamía, como si estuviera presto para iniciar el asedio sexual. Explotaba todos los medios que tenía a su alcance para sentirse superior.

—Aquello que ven ustedes allí es el campo para el juego de pelota.

Se asomaron al borde del llano y en un nivel inferior pudieron ver una superficie de forma ovoide parecida a un estadio romano. Suspiros de admiración que en realidad eran de alivio. Al fin, después de macabros gabanes de piel de enemigo, se enfrentaban a un juego sin más. Pero algo les estaba preparando el guía malvado. Paula lo advertía en la sonrisa imperceptiblemente irónica de sus labios chupones.

—Desconocemos cuáles eran las reglas del juego de pelota. No han llegado hasta nosotros. Sin embargo, los arqueólogos y antropólogos han podido determinar que se trataba de un juego sagrado. El equipo que ganaba era pasado a cuchillo en una muerte ritual.

El grupo quedó momentáneamente desconcertado.

—¿El equipo ganador? ¿No será el que perdía?

—No. Oyeron ustedes bien. Los jugadores, que debían de ser guerreros, consideraban un tan alto honor el ser sacrificados a los dioses que se dejaban matar de buen grado y hacían grandes esfuerzos por ganar. Eso demuestra bien a las claras que no eran pueblos bárbaros, sino hombres valientes dotados de una gran espiritualidad.

Ninguna de las esposas estaba dispuesta a polemizar con el guía por miedo a herir sus sentimientos nacionalistas, pero había comentarios privados en voz baja. Susy se acercó al oído de Paula:

—Supongo que ahora ya no es igual.

—No creas, este tipo tiene cara de estar deseando que lo sacrifiquen.

—¿En honor a los dioses?

—Nada de dioses, en el altar del sexo.

Una risa sofocada de la americana y sus ojos azules emanando diversión. «¿Cómo consigue que la vida le resulte tan divertida? —se preguntó Paula—. ¿Sólo porque es joven?» Las esposas observaban el desierto campo de pelota con un poco de aprensión. ¿Qué pintaba la muerte en aquel lugar lleno de serenidad y belleza? Tenían la impresión de que los conquistadores españoles hicieron muy bien entrando a saco en aquellas civilizaciones, reduciéndolas a culturas de museo, educando a aquellos cafres que no paraban de cometer atrocidades. Se miraban unas a otras, inquietas, deseando averiguar qué porcentaje de la brutalidad ancestral habitaba aún en los pobladores actuales que las rodeaban. La muerte no tenía nada que ver con sus compañeras de colonia. Sus cuerpos habían sido creados para ser vestidos, perfumados, masajeados, depilados, hidratados y uncidos con cremas. Hijos, nietos, casas nuevas, proyectos y listas de la compra. Regalos de Navidad y pijamas con encaje. De pronto se sentía hastiada de tanta normalidad asumida, de la docilidad y la espera, del equilibrio y la discreción que comportaba ser una buena esposa, algo que ella no fue jamás. Sin embargo, las almas de los guerreros despellejados venían en su ayuda porque acababa de descubrir uno de esos pequeños y miserables quioscos de bebidas que se veían en México en los lugares turísticos. Abandonó el grupo y se acercó. Una muchacha bajita y renegrida que no se atrevía a mirarla de frente le preguntó qué quería tomar.

—¿Tienes tequila?

—Tequila, no. Pulque y cerveza nomás.

Bebió el pulque, denso, turbio y caliente como semen. Una oleada de calor, tan esperada, tan vivificante.

—¿Otro pulquecito?

—¿Cómo llegas hasta aquí? No veo ningún coche.

—Me trae mi papá todas las mañanas en furgoneta, con las botellas y todo lo que vaya a necesitar. Luego viene a recogerme.

Pensó que debía de vivir en una casita miserable, que se despertaría al alba para dar de comer a las gallinas. Sin duda forma parte de una familia numerosa. Quizá es feliz, pero quizá no, porque debe de ver la televisión y sabe cómo viven los gringos, al norte. Quizá eso la hace rebelarse contra su miserable destino y le da patadas a las gallinas, escupe en el pulque que sirve.

Mucho más reanimada, volvió junto a Susy. Ahora el guía estaba perorando sobre las costumbres ancestrales de los indios zapotecas y declaraba: «Yo soy zapoteca.» Se exhibía, mostraba las características raciales de su cuerpo. Las damas no sabían dónde mirar, desviaban los ojos del montículo que formaban sus genitales, tan abultado, tan prometedor. De pronto, anunció que la visita había concluido e indicó a las damas que podían ir a tomar una cerveza. Allá fueron. Paula era ya vieja amiga de la niña de los pulques y le sonrió para parecer encantadora. No era encantadora, de hecho, sabía que desde hacía tiempo empezaba a serle odiosa a todo el mundo, en todas partes. En México ocurriría igual, ya había hecho sus primeros méritos frente a la comunidad. ¿Por qué había llegado hasta aquel país? Aquella estancia no era sino una paralización en su vida. Cuando regresara a España, todo seguiría en el mismo punto en el que quedó, si es que quedó en alguno.

Dos pulquecitos más. Cuatro pulquecitos en total empezaban a hacer las cosas más llevaderas. La expedición había entrado en punto muerto. Se concedía un tiempo libre a las alegres expedicionarias para que cada una paseara por las ruinas a discreción. Buscó a Susy con la mirada. Era la única persona a quien se sentía capaz de aguantar en aquel momento. Los arranques de euforia de la americana, espontáneos y ruidosos, nada tenían que ver con los suyos, siempre hoscos en el fondo, siempre inducidos por el alcohol. La encontró mirando con censura el quiosco de bebidas.

—Es un pecado que hayan permitido colocar aquí esta cosa. Estropea por completo el paisaje.

—¿Qué es peor: un pecado o un error?

Susy se levantó las gafas de sol dejando sus ojos al aire para demostrar que estaba sorprendida por la pregunta.

—No lo sé, un pecado, supongo. Un error puede ser involuntario.

—Respuesta equivocada; la cosa no tiene nada que ver con la voluntad. Se trata de algo más práctico. Un pecado se puede expiar, mientras que un error nunca puede enmendarse.

—No es cierto. Puedes intentar arreglarlo, aprender para la próxima vez...

—Nada de eso, mi pequeña Susy. Los errores no se arreglan, sino que se arrastran, se perpetúan toda la vida, generan consecuencias impensadas, derivan en nuevos errores... prefiero claramente los pecados.

—Pero todo el mundo comete errores, mientras que hay mucha gente que no comete pecados.

—Por eso la vida es tan aburrida y tan mierda. Has dado en el quid.

—¿Te has fijado, Paula? Las mujeres siempre hacemos el papel de simples inductoras cuando se trata de un pecado importante. Además, sólo tenemos participación si el pecado se relaciona con el sexo.

—¡Bien observado, querida gringa! Somos las vasijas receptoras. Si vierte en ti un hombre que no es tu legítimo esposo: mujer adúltera. Si vierte en ti toda la comunidad varonil: gran ramera de Babilonia. Parece ser una cuestión de caudal.

—Has tomado demasiado pulque o es que nunca hablas en serio.

—¡Al contrario, siempre hablo en serio! Es más, he desterrado el humor de mi vida. Me parece una manera superficial de abordar las cosas. Contéstame a una pregunta: ¿le has sido infiel a tu marido alguna vez?

—¿Cómo se te ocurre hacerme esa pregunta ahora?

—Me la han sugerido los genitales del guía. ¿No te has fijado en el abultamiento de su pantalón?

Oyó su risa alocada, que ya conocía.

—¡Paula, eres increíble!

—¡Es imposible que no te hayas fijado, resultan muy llamativos! ¿Has visto cómo se pavoneaba delante de nosotras?

—¡Te aseguro, que no me he dado cuenta!

—¡Qué voy a hacer contigo si no eres capaz de fijarte en algo así?

—Estás dejándote influir por este sitio tan extraño.

Aquel paisaje verde, silencioso, fantasmal, con ecos de antiguos gritos desgarradores. Sacrificios humanos. Vieron cómo Manuela, acompañada de dos esposas más, las saludaba con la mano desde lejos. Todas iban confluyendo en el estadio del juego de pelota. Bajaban la escalera charlando. Piedras estigmatizadas por la sangre. ¿Por qué eso atraía a aquellas mujeres tranquilas? Los que ganan son los que en realidad están destinados a perder. Una paradoja llena de sugerencias.

Other books

Breath of Memory by Ophelia Bell
Love Songs by Bernadette Marie
The Rake's Handbook by Sally Orr
The Sirens - 02 by William Meikle
Come On In by Charles Bukowski
A Single Man by Isherwood, Christopher
Casca 15: The Pirate by Barry Sadler
Loyalty in Death by J. D. Robb