Paula. Un hombre debe tener la suficiente capacidad de autoprotección como para sentirse enamorado de una mujer el mayor tiempo posible. Se había casado por amor. Paula era fascinante, activa, inteligente, bonita. Pensó que siempre los uniría un vínculo de complicidad. Pero la mente de Paula se había revelado poco a poco como insondable. Había una sima amarga en su interior, y nada ni nadie penetraba allí. Su mujer aspiraba a algo que estaba fuera de su comprensión, fuera de la propia capacidad de ella para expresarlo. ¿El talento literario? Había planeado un montón de novelas que nunca escribió. ¿Por qué? Intentos fallidos, abandono definitivo del trabajo en medio de la historia. Jamás había consentido que él leyera nada, que nadie juzgara si de verdad estaba fracasando, si valía algo lo que hacía. Nadie sabía qué había salido de su mente ni por qué había sido tan tempranamente desechado. Paula, siempre encrespada con la vida, siempre en tránsito hacia un estado de ánimo más amargo que el anterior, siempre inquieta, vulnerable, hermética, dura.
Había intentado ayudarla, hacerse cargo de lo que pasaba en su mente, pero no se puede ayudar a quien rechaza tu mano, ni se puede poner remedio a lo que no se comprende. Pasado un tiempo, su esposa decidió dedicarse a la traducción profesional. Dominaba el ruso y el inglés. Santiago pensó que se trataba de una excelente solución, un modo quizá rápido de acabar con aquella frustración eterna que Paula parecía arrastrar tras de sí. Pero no ocurrió de esa manera. La nueva situación creativa generó en ella un nuevo sentimiento: el autodesprecio. Se volvió cínica, socarrona, inmisericorde consigo misma y con los demás. Comenzaron las discusiones, las escenas en las que él perdía la paciencia. Ella nunca gritaba, sólo lo contemplaba con aire glacial, haciéndolo soterradamente culpable de alguno de sus males, fueran los que fueran. Ni siquiera sabía ahora si los hechos que acontecieron tuvieron alguna explicación. Daba igual, fuera una vocación frustrada o cualquier otra cosa, el caso es que su vida se había ido despeñando poco a poco por la pendiente de la infelicidad. Decadencia consciente y lesiva. Dejaron de hablar. A Paula las palabras ya sólo le servían para zaherir y zaherirse. Y allí estaba él, bajo un chaparrón extraño que nadie le había anunciado y que no podía comprender. Decidió desentenderse. Lo que su mujer pudiera decir o hacer ya no le importaba. Un modo de supervivencia natural. Funcionó bien. Paula se dio cuenta de su renuncia y respetó su alejamiento. Pero las complicaciones renacieron porque por aquel entonces ella había empezado a beber. Se vio obligado a capear el temporal de sus borracheras, a disculpar las consecuencias que éstas pudieran tener. Pero la indiferencia se reveló como una arma potente, progresivamente útil para Santiago. Claro que el parche seguía malamente pegado sobre la piel, y debajo la herida supuraba. Le pareció que se había habituado a vivir en aquellas condiciones, pensando incluso que podía resistir así toda la vida. Pero de repente aparecía un inesperado destello de esperanza: Victoria. La mujer de un compañero. Absurdo. Había tenido alguna aventura, pero siempre circunscrita al sexo puntual, mecánico. No era un hombre enamoradizo ni proclive a sentir ilusiones. Siempre se había sentido autosuficiente. Y de repente la mirada de aquella mujer, una mirada de incierta esperanza. Una mujer que ya no era joven y que pertenecía a su mundo. Alguien a quien podría haber encontrado cien veces en su vida, una persona para nada novedosa: la mujer de un compañero. Y, sin embargo, los dos paseos que habían dado juntos habían desencadenado en él la voluntad de dejarse ir, de permitir que los acontecimientos fluyeran sin análisis previos. Quizá deseaba la eclosión de lo que llevaba años intentando evitar.
En los últimos días se había fijado en Ramón, el marido de Victoria, con franca curiosidad. Era un hombre tranquilo, algo ensimismado, poco comunicativo. No tenía con respecto a él una opinión formada. Como compañero de trabajo, se mostraba eficiente y colaborador. Parecía razonablemente feliz, bien integrado en el medio... ¿tenía un matrimonio conflictivo, era en la intimidad un hombre grosero, infiel? ¿Por qué su esposa miraba a otro hombre con ojos dulces? Mientras pensaba todas esas cosas vio cómo Ramón levantaba la vista y, al descubrirlo, se dirigía hacia él. Eso lo hizo sobresaltarse hasta casi enrojecer.
—Santiago, si tienes un momento me gustaría que le echáramos una mirada a ese tajo. Hay algo que no va bien.
—Desde luego, vamos allá.
Se indignó consigo mismo. ¿Por qué se había puesto tan nervioso? El sueño de la razón engendra monstruos, y el de la especulación, esperpentos. No había sucedido nada entre Victoria y él. Probablemente nunca sucediera. La mujer de un compañero.
Se descubrió a sí misma inspeccionando la decadencia de sus tetas. Un pequeño mapa de Polinesia: pecas y más pecas. Los pezones aún hermosos, ligeramente desdibujados, conservando un aspecto infantil. Cuando se produjera la resurrección de la carne, ese feliz momento de vuelta general a la materia, sus tetas no llamarían la atención por ser especialmente monstruosas. Oyó música proviniendo de algún lugar de la casa. Ya nunca emitían canciones tradicionales mexicanas, sino música de jóvenes cantantes latinos, profundamente hortera. Siguió el rastro armónico hasta la cocina. Allí estaba Clarita, su asistenta, machacando frijoles en un mortero, como si no se hubiera inventado la civilización.
—¿Qué haces, Clarita?
—Le preparo de comer.
—¿Frijoles?
—Y un poco de pollo con salsa.
—No picará demasiado, ¿verdad?
—No picará, estará al gusto de su país.
—Clarita, ¿tú estás casada?
La sirvienta se volvió para mirarla. Estaba sorprendida. En todo el tiempo que llevaba trabajando allí, Victoria nunca le había hecho ninguna pregunta personal. Volvió de nuevo a su tarea y tardó un momento en responder:
—Mi marido hace años que murió.
—Pero tú eres muy joven.
—Mi marido era también muy joven cuando murió.
El silencio que siguió daba a entender que quizá Clarita no pensaba dar ninguna explicación. Victoria sopesó la posibilidad de preguntarle cómo murió, pero había ido demasiado lejos, Clarita era una muchacha poco habladora. Decidió callar. Entonces la sirvienta añadió:
—Lo mató una bala perdida, una bala que no iba para él.
—¿Se interpuso en alguna disputa?
Clarita suspiró. Abandonó lo que estaba haciendo y se volvió hacia su señora:
—Los guardias perseguían a un perro rabioso que había mordido a dos niños. Mi marido cruzaba la calle cuando ellos tiraban a dar y una bala perdida lo alcanzó en la cabeza.
Victoria tragó saliva. ¿Qué debía decir ante algo tan absurdo, tan brutal?
—¡Eso es espantoso!
Clarita la miró sin comprender. Espantoso, ¿por qué? Los hechos de la vida se producían, sin más. Victoria insistió:
—Es espantoso morir de un modo tan casual.
—Todo es casual o todo es la voluntad del Señor, según como se mire.
Victoria no sabía cómo una muerte tan estúpida era más difícil de soportar, si como fruto de un azar impensable o como designio cruel de un ser superior.
—Lo siento mucho —musitó.
—Ahora ya no vale la pena, señora, hace demasiado tiempo.
Clarita agitó vigorosamente un salero sobre la masa oscura que habían formado los frijoles.
—¿Tienes algún hijo?
—No.
—Y no has vuelto a casarte.
—No.
—¿No piensas hacerlo?
Clarita rompió a reír.
—¿De qué sirve pensar? Las cosas pasan o no pasan.
Llevaba una blusa blanca con flores rojas que se le reflejaban en los ojos burlones.
—¿Usted piensa en lo que quiere que le pase, señora?
—A mí me pasan muy pocas cosas.
—A todo el mundo le pasa algo.
Nunca acabarían de entenderse, aunque hablaran durante horas. Clarita pertenecía al mundo de los hechos consumados; Victoria, al mundo de los proyectos. Clarita se movía en el campo de las consecuencias. Victoria, en el campo de las decisiones. ¿Era así en realidad?, se preguntó. Creía haber tenido la capacidad de escoger su vida. Aunque acaso eso era sólo una ilusión, incluso una simple frase. Nunca se había visto obligada a dudar sobre las decisiones tomadas. Su vida había sido siempre plácida: un cuerpo sano, ningún enemigo declarado, un marido comprensivo y civilizado, hijos que nunca le habían dado problemas, su propia carrera profesional, algunos viajes maravillosos, un excelente nivel económico... Cuando pensaba en el futuro se refugiaba en la reconfortante certeza de una hermosa casa de campo, agradables tazas de té consumidas frente a la chimenea invernal. Aun así, en ocasiones tenía la sensación de que le faltaban cosas por vivir, cosas excitantes y novedosas. Pero esa sensación se unía a la seguridad de que ya era demasiado tarde para casi todo. ¿Por qué se perdía en aquellos pensamientos baldíos? ¿Por qué, desde unos días atrás, reflexionaba tanto sobre su propia vida, cosa que nunca se le había ocurrido hacer antes?
—Si está preocupada por el futuro, puedo llevarla a una adivina que le leerá el suyo sólo por la voluntad —dijo de pronto Clarita.
—¿Una adivina?
—Vive cerquita de San Miguel. Mucha gente va allí para que le diga qué va a pasarle. Una amiga mía fue.
—¿Y qué te contó?
—La adivina le dijo que las grandes desgracias la respetarían, que comería pan de una boda, que tendría muchos hijos, que nadie le echaría nunca mal de ojo y que se moriría muy viejita y en paz. Mi amiga le dio cinco pesos.
—Por cinco pesos no se puede pedir más.
—Pero cuando ya iba a marcharse le dijo que tuviera mucho cuidado con el agua.
—¿Con el agua, por qué?
—No le dijo nada más; pero mi amiga, que es prudente, ni siquiera se acercaba a las charcas ni al río. ¿Y entonces sabe qué pasó? Pues que un día, después de trabajar en el campo, con el cuerpo sudado, tomó un vaso de agua muy frío y se le cortó la digestión. Hasta tuvieron que llevarla al hospital. La adivina llevaba razón.
Ambas quedaron en silencio. Clarita miró a su señora con curiosidad:
—¿No me dice qué le pareció la historia?
—Soy profesora de química, Clarita. La química nos dice de qué están hechas las cosas materiales. ¿Cómo puedo creer en adivinas?
—Yo sólo le conté lo que pasó. Y mi amiga no es una mentirosa. Si quiere puedo acompañarla a ver a esa mujer. Justamente, si no cree en sus poderes, no tiene nada que perder.
Se echó a reír ante aquella interpretación.
—Está bien, de acuerdo, iremos.
—Cuando yo salga de aquí. Hoy mismo al anochecer.
Sentía curiosidad. Sería como una visita antropológica. Quizá si se lo comentaba a alguna de sus amigas de la colonia se apuntaran a la visita también. Claro que entonces todo se convertiría en una especie de excursión. No, iría sola, y le pediría a Clarita que lo mantuviera en secreto. Aunque muy pocos secretos debían de mantener entre sí las sirvientas de la colonia.
De no haber seguido a Clarita hasta aquel lugar, nunca hubiera conocido las afueras de San Miguel. Antes de llegar a México sabía que iba a encontrarse con niños pobres, gentes incultas y míseros vendedores callejeros. Se había propuesto sentir sólo la piedad abstracta para comprender, en ningún caso, la pequeña compasión individual, que sólo consigue sentimientos de culpa. Pero el grupo de esposas había sido preservado de ver la realidad. Lo comprendía ahora, entre aquellas calles sin asfaltar, con regueros de agua corriendo por el suelo terroso, niños descalzos que jugaban en medio de la suciedad, tiendas almacén con sacos de frijoles en la puerta.
La casa adonde se dirigían ocupaba una esquina un tanto aislada del bullicio general. Estaba bien pintada con cal y el interior era fresco y oscuro. Victoria comprendió en aquel momento por qué estaba allí. Tenía necesidad de dejar entrar lo irracional en su vida. No existía otra explicación para que una mujer como ella estuviera entrando en aquel lugar. Necesitaba que una corriente sin sentido moviera algo a su alrededor. Las preguntas razonables estaban todas contestadas.
La adivina era una mujer mayor de cara arrugada, pero exhibía una serena dignidad. Tenía las manos feas y gastadas, manchadas de amarillo. La lectora de su porvenir era alguien que manipulaba azafrán.
—¿Qué quiere saber de su futuro? —le preguntó.
—No sé, nada en concreto, lo que usted pueda ver.
—Así que no tiene urgencias.
Aquella mujer estaba acostumbrada a la angustia ajena, a la necesidad que tenían sus humildes consultantes de ser calmados o estimulados desde lo oculto. En eso no debían de ser muy diferentes de toda la fauna psicoanalítica de cualquier ciudad. Le entraron ganas de reír, y si no hubiera sido porque temía herir los sentimientos de la adivina, se hubiera marchado en aquel mismo momento.
La vieja lanzó unos huesos mondos sobre la alfombra a modo de dados y después los observó largamente, con los ojos adormecidos por la penumbra. Había algo en el ambiente que hizo que Victoria se sobrecogiera. Contuvo la respiración.
—Tu vida ha sido un camino tranquilo, pero ahora estás llegando a una selva, enorme, verde, llena de animales y plantas. Tendrás esa selva para ti si la quieres, pero es tan brava y tan peligrosa y tan espesa que a lo mejor te espantará.
Victoria casi no podía hablar. Lo que había oído era tan hermoso, tan poético, tan irreal... ¿Quién quiere circular por un camino cuando tiene la más bella de las selvas a su alcance?, ¿quién puede conformarse siguiendo siempre la misma estrecha dirección si frente a él se extiende la inmensidad? Se sintió extrañamente feliz. Deseó no oír ni una sola palabra más, y así sucedió.
—Usted me pidió que le dijera sólo lo que yo veía, y no veo nada más.
—Está bien así, es suficiente.
Dejó diez pesos sobre el suelo y salió a la calle. Aún había mucha luz. Clarita la aguardaba charlando con algunas mujeres. Le sonrió. Se pusieron en camino sin hablar. Al cabo de un rato, la sirvienta preguntó:
—¿Cómo le fue?
—Bien, muy bien.
—Entonces es que ella le ha dicho lo que usted quería oír.
Victoria asintió, mirando las piedras del suelo para no lastimarse al caminar. Sonrió para sus adentros. Se sentía dueña de una extraordinaria clarividencia. Dejar entrar la irracionalidad en su vida era la única alternativa. Obrando con prudencia y de modo razonable, nunca haría lo que ahora estaba decidida a hacer. Obrando con prudencia y de modo razonable nunca sucedía nada. En la vida de las mujeres como ella, todo estaba sutilmente programado para verse libre de cualquier contingencia. Nunca había perros rabiosos ni balas perdidas, pero tampoco hermosas selvas que explorar.