Días de amor y engaños (13 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Tags: #Narrativa

BOOK: Días de amor y engaños
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Caminaron por San Miguel sin intercambiar ni una sola palabra. Ella percibía la figura de él a su lado, su volumen. Le llegaba el calor que emergía de su cuerpo. Aspiraba su olor con curiosidad, un olor nuevo, sólo suyo. El hecho de estar callados no le generaba ninguna violencia ni sensación de ridículo. Se sentía bien dentro de aquella burbuja intensa. Pensó que quizá era el mejor momento de su vida.

Una hora más tarde se decían adiós en los jardines de la colonia. Santiago, con la realidad de nuevo reflejada en los ojos, le dijo:

—Nos vemos el sábado que viene. A las nueve de la mañana aquí. Y entonces hablaremos.

—Hablaremos.

Se dieron un par de besos en las mejillas, ligeros pero abrasadores. Victoria caminó hacia su casa, rodeada aún de aquel vapor denso. En la cocina estaba Ramón, desayunando. Olía a café y a tostadas.

—¿Qué tal el paseo?

—Bien.

—Supongo que nosotros no tenemos que ir esta tarde a esa fiesta infantil. No me apetece. Había pensado en jugar un partido de tenis con Adolfo y luego quedarme en casa, leyendo.

—Puedes hacerlo tranquilamente. Manuela siempre espera que vayamos todos a cualquier fiesta, pero es un poco absurdo, nosotros no tenemos niños pequeños. De todas maneras, lo mejor será que yo aparezca un rato por allí. Hago acto de presencia, tomo una copa y me marcho.

—No es mala idea. ¿Has comprado los periódicos?

—Lo siento, se me ha olvidado por completo.

—Da igual, luego me acercaré a San Miguel.

En ese momento, en el momento de confesar que había olvidado comprar los periódicos, algo que siempre solía hacer ella, un acuerdo tácito, una obligación generada por el hábito, fue cuando despertó de su ensueño, e inmediatamente comenzó a sufrir. Decir que no había recordado comprar los periódicos le sonó a ignominiosa mentira.

Vio a los primeros esqueletos que acudían al club cogidos de las manos de sus madres. Algunos eran tan diminutos que la hicieron sonreír. No había más de quince niños en la colonia, pero de repente, protagonistas vestidos de manera tan extraña, parecían más. Santiago no había querido acompañarla. Cuando insistió le había contestado con acritud. Algo inusual en su marido. Probablemente creyó que su amada esposa se excedería con la bebida también en aquella ocasión. Pero no, ella sabía muy bien cómo comportarse en una fiesta infantil. No haría sino observar. Los niños no le habían interesado jamás como tema de reflexión, eran un asunto lejano. Alguna vez Santiago había querido tener hijos, pero ella siempre se negó. Albergaba otros planes para su futuro, y cargar con niños hubiera representado un impedimento importante para conservar su libertad. Curiosamente, los suyos no eran planes concretos, pero preservaba un espacio vacío para que el esplendoroso futuro pudiera materializarse sin inconvenientes. Jamás dudó de ser una de los elegidos, alguien a quien los dioses han señalado, tocado con el dedo de la fortuna. Todo le estaba destinado: el conocimiento superior, la excelencia, la pertenencia a un grupo selecto. Se convertiría en una gran escritora. Pero siempre fue demasiado tarde, los dones no afloraron, o ella no los hizo aflorar. Los talentos eran menos de los que había creído recibir en el reparto divino, y de más baja ley. Pero aquella decepción no le aconteció estando inmersa en un ímprobo esfuerzo por hacerlos fructificar, de modo que no tenía derecho a lamentarse. Nunca perseveró, y la lluvia de obras inmortales no cayó sobre ella. Lo que más la atormentaba era que había tardado demasiado tiempo en darse cuenta de que en realidad no había sido llamada a poblar el Parnaso. Una broma pesada. Pero por fin había visto la luz, por fin era capaz de decirse a sí misma que no ocurriría nada de lo que había esperado, nunca más. Había sido una imbécil, cosa difícil de remediar, una pobre crédula llena de fe en sí misma. ¡Al carajo!, pensó, no volvería a creer en nada; la única decisión prudente que había tomado en su vida. En aquel momento lo que más le apetecía era una fiesta infantil. Hermoso. Niños, y mamás y papás, y todos celebrando la dicha de pertenecer a la raza humana. Vestidos como trasgos de muerte. Perfecto, ni aunque lo hubieran intentado mil veces les habría salido un proyecto de fiesta más surreal y verdadero.

Susy llegó corriendo y comenzó a caminar a su lado.

—¡Hola, querida! Henry vendrá más tarde. ¿Santiago no va a estar?

—No,
dear
Susana, los niños no son objeto de su devoción, es algo que los demás tienen y él no, por tanto, no le interesan.

—¿No eres un poco dura con tu marido?

—Todos los hombres son así, sólo se sienten motivados por lo que pueden poseer.

—Henry quiere que tengamos hijos.

—¿Y tú?

—Soy joven, no estaría mal, pero mi madre...

—¿Qué pasa con tu madre?

—Por su culpa tengo mal concepto de la maternidad.

—Los americanos sois la hostia, siempre pensando en la generación anterior. Si en España hiciéramos lo mismo, el trauma sería tan general que el país quedaría paralizado.

—No entiendo por qué.

—Allí, todos los padres han sido siempre espantosos, inmemorialmente, un asco de padres, un hatajo de cabrones sin más.

Susy agitó su hermosa cabeza rubia, como dejando a Paula por imposible.

—¿No te tomas nada en serio o sólo no me tomas en serio a mí?

—¡Te tomo en serio, naturalmente que te tomo en serio!, lo que ocurre es que estoy preparando mi ánimo para una fiesta infantil y debo estar ligera, amena, brillante, debo estar... pueril, ¡ésa es la palabra, pueril!

Entraron en el club, donde resonaron las carcajadas de la americana, a quien Paula siempre lograba sorprender. Ya habían llegado casi todos los niños con sus padres, y, por supuesto, Manuela, la perfecta maestra de ceremonias. Miró a Paula con desconcierto. Obviamente no esperaba verla aparecer. Paula escudriñó su gesto y pudo advertir una mezcla de sorpresa y temor. Eso la alegró, su fama empezaba a precederla. Sí, debía organizar algo sonoro aunque en la fiesta no se sirviera alcohol. Sus amables compañeras de gueto comprenderían al fin que ella estaba muy por encima de los edulcorantes de la vida, era un ser en estado natural, con el corazón exudando felicidad bullanguera y juergas múltiples. Ella era una enviada del destino, un engarce de piedras preciosas en el collar de la feminidad.

—¡Mi querida Manuela!, ¿cómo estás? Veo que has decidido ser anfitriona de tiernos infantes. ¡Bien, muy bien! Ya lo dijo Dios: dejad que los niños se acerquen a mí impunemente. Por cierto, no sé si estoy invitada a esta fiesta, yo nunca he parido.

—¡Por supuesto que estás invitada, Paula! Te agradezco un montón que hayas venido. La verdad es que esto de la fiesta infantil me supera un poco.

—¡Qué va, creo que has tenido una gran idea! Y vestirlos de esqueletos es genial, un modo simpático de enterarse de que un buen día morirán. Un
memento mori
, como suele decirse.

—En fin, Paula, no creo que fuera ésa la intención.

—¿En serio?, pues a mí me parecía una ocurrencia espléndida, instructiva, profunda, algo muy propio de gente de orden.

Manuela se puso en guardia, pero intentó quitar peso a la conversación:

—Vamos, pasa de una vez, en seguida servirán la merienda.

En el ambiente flotaba una música infantil que a Paula le pareció ridícula. Observó cómo los cuerpos de los niños más pequeños estaban apretados por las mallas del disfraz, de modo que sus barrigas se notaban abultadas. Susy charlaba con las madres. Paula se percató de que no conocía a ninguna. Eran esposas de técnicos de grado medio, y en aquella organización perfectamente jerarquizada apenas si tenían relación con las mujeres de los ingenieros.

—¡Ah!, ¿has visto eso? Pequeños esqueletos panzudos, esqueletos en perfecto estado de salud, esqueletos a quienes espera un futuro esperanzador. En un primer momento, claro, porque más tarde serán esqueletos mondos de verdad. A lo mejor alguno de ellos muere joven. En cualquier caso, cuando ellos sean esqueletos tú y yo ya hará tiempo que iremos disfrazadas así.

—¡Paula!, ¿por qué dices cosas tan terribles, por qué te gusta tanto escandalizarme?

Susy estaba frente a ella, ponía cara de sufrimiento, abría sus hermosos ojos azules de par en par.

—Sólo te provoco un pequeño escándalo falso, un escándalo coloquial. Creí que te gustaba.

—¿A mí?, ¿cómo podría gustarme? Me da terror, me haces pensar en las cosas malas de la vida.

—¿Sólo piensas en las cosas malas de la vida cuando alguien las saca a colación?

—¿Qué significa «sacar a colación»?

Miró a la americana con algo cercano a la simpatía. A menudo olvidaba que no todo el mundo soporta sobre sus hombros el peso de la decepción. Hay gente que considera la vida como un don maravilloso, una oportunidad de ser feliz. Admiraba en el fondo ese modo sencillo y positivo de plantearse la existencia. Manuela, por ejemplo Manuela, una mujer madura que sin duda consideraba la vida como algo normal. Lo aceptaba todo: las etapas biológicas, los roles familiares, la organización social, el paso del tiempo. Todo tal como era. Hubiera dado ambos ojos por ser así, por despertarse todas las mañanas con la inmediatez de un animal. Pero nadie quería sus ojos.

—¿Es que no vas a decírmelo?

—¿Qué?

—Lo que significa «sacar a colación».

—Es una expresión española muy interesante. Significa sacar algo a la mesa para poder comérselo. Nuestra sociedad ha sido siempre una sociedad hambrienta, Susy. Igual que el frío está implícito en la historia y la literatura de los noruegos, el hambre es parte sustancial de la nuestra. Pero tú no lo entiendes porque eres americana.

—Me temo que estás mintiéndome.

—Ese es un miedo con el que tendrás que vivir mientras hables conmigo. Mira, por ahí viene un camarero cargado de cervezas, páralo. Empiezo a no poder soportar esta fiesta absurda.

Tomó un vaso y dio un trago largo, que le devolvió un poco del calor que necesitaba. Los niños habían empezado a bailar en corros. Cogidos de las manos, imitaban los movimientos amenazadores y terroríficos de los trasgos y los fantasmas. Reían, saltaban. Pensó que, practicado por niños, aquel ritual ganaba en contrapuntos inquietantes. Bombones, confeti, pastel... nada de aquello tenía que ver con ella. No era su fiesta. Desde hacía tiempo ninguna fiesta era la suya. Años atrás había tenido la sensación de que su fiesta estaba siempre celebrándose en otra parte. Era una invitada, pero no podía asistir. No sabía por qué razón. El miedo, quizá. El miedo, ¿a qué?: el miedo inconcreto a la vida, a sí misma, a la locura. ¿El miedo a la locura? La locura como frontera tangible hacia un territorio cercano, espantoso. Pero se había equivocado; su poder de autodestrucción no era tan fuerte como había creído. Durante las últimas etapas de su biografía había estado librada a sí misma, a su propia capacidad para hacerse daño, pero no se había vuelto loca, ni había caído en un abismo sin retorno. Seguía allí, más o menos normal. A lo mejor la presencia de Santiago era una protección para ella, un bastión de realidad, y por eso no se había alejado de él.

Los niños danzaban y danzaban torpemente. Algunos se habían ajustado las caretas de calavera sobre los pequeños rostros, congestionados por el calor del esfuerzo y la excitación. Las madres los observaban, orgullosas, un poco preocupadas porque la danza se desbocara y acabara en una debacle general. Pero no había cuidado, los niños sabían que estaban representando una comedia para los mayores, se adaptaban a su calidad de perros amaestrados.

Susy, ¿dónde estaba Susy? La vio, arrobada frente a las criaturas cadavéricas. ¿Cuál es el problema de Susy? ¿Tenía Susy un problema? No lo tenía. Sus problemas nacían al parecer de su pretérita madre. Cada uno tiene su problema, busca el suyo. Hay problemas que sirven para mantenerte encadenado toda la vida, frente a las olas y los vientos, te protegen, te impiden salir en tu barca y navegar. El mar es peligroso, profundo, oculto, y siempre navegas solo, sin saber si los materiales con los que está construida tu barca son resistentes o si te hundirás a los primeros embates del viento. No, mejor un problema. Paula nunca supo si estaba dotada de talento para escribir, para vivir. Ahora lo sabía. Cuando uno toma conciencia de que no se puede culpar a nadie del propio fracaso, un descanso total invade el ánimo. Ya no le importaría pasar el resto de sus días descansando. Hay quien logra esa meta: pintores fracasados que se dedican a enmarcar cuadros, músicos sin talento que componen melodías para publicidad, escritores frustrados que dan clases de literatura. Claro que existen soluciones más cómodas: dejarse arrastrar por los acontecimientos cerrando los ojos con suavidad. Por eso ha acompañado a Santiago hasta México, por eso está en la colonia, rodeada de mujeres felices y niños disfrazados de muerte.

Fue en busca de otra cerveza y descubrió que Susy la observaba con censura. Algo así como: «No irás a emborracharte ahora, ¿verdad?» Susy se preocupaba por ella, o quizá temía el espectáculo siempre embarazoso de los borrachos, que acababan incomodando a todo el mundo, privados de cualquier encanto social. Ni siquiera los borrachos célebres lo tuvieron: las cogorzas de Faulkner, las gloriosas mierdas de Hemingway, las ilustres melopeas de Fitzgerald fueron desagradables para quienes tuvieron que soportarlas. Por no hablar de las curdas femeninas, siempre con un patetismo añadido que las hacía especialmente estremecedoras. Los frágiles cuerpos de mujer entregados a la degradación. Susy.

¿Por qué se hacía llamar Susy, por qué no Susan, un nombre más digno, más hermoso. ¿Por qué la seguía Susy a todas partes, qué buscaba en ella? En el fondo pensaba que era agradable tener un testigo que se escandalizara. Transitar por la vida sin testigos era mucho más difícil, más meritorio, más doloroso también. ¿Qué podía querer Susy? La posibilidad de realizar y recibir confidencias. Las confidencias femeninas eran un clásico, pero a Paula iba a resultarle muy complicado hacer confidencias. Su esposo, el fiable Santiago, se distanciaba de ella por momentos. Esa misma mañana había salido a dar un paseo sin decirle ni una palabra, ni siquiera adiós. Claro que ella dormía en ese momento, pero unas semanas atrás se hubiera inclinado sobre la cama para saber si de verdad dormía o no. Era consciente de haber tensado en exceso la cuerda durante los últimos años, pero Santiago parecía poder soportarlo todo. Eso había llegado a irritarla. Santiago era como un Atlas que había llevado sobre sus hombros el peso de la vida en común, pero tanta capacidad para encajar golpes sólo podía deberse a la indiferencia. Santiago ya no sentía por ella sino indiferencia. Obvio. Probablemente la decisión de trabajar en México había sido un intento para huir de ella. Pero ella había anulado las posibilidades de esa huida, siguiéndolo. Intento pifiado. ¡Pobre Santiago! Habían aguantado juntos mucho tiempo, todo el tiempo, habían aguantado incluso más allá del tiempo. La longevidad conyugal parecía ser un activo importante. Pequeñez humana. Susy tendría probablemente un par de maridos a lo largo de su vida, quizá incluso tres, el optimismo de los americanos es llamativo.

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