Levantó la vista para comprobar si Paula estaba escuchándola con interés y descubrió su rostro atento, aunque impasible. Calló un momento para que pudiera intervenir, hacer algún comentario o pregunta, pero ante su silencio total, ella también dejó de hablar y se quedó mirándola. Paula asintió varias veces y dijo por fin:
—Segunda pregunta: ¿te has sometido alguna vez a terapia psiquiátrica?
Susy se quedó desconcertada. No esperaba una pregunta desligada de la anterior como si estuviera sufriendo un test de personalidad. No tuvo tiempo de contestar, Paula levantó el brazo y soltó una gran risotada en dirección a la puerta. Darío entraba en aquel momento en el club, y cuando advirtió el saludo desmedido del que era objeto, estuvo a punto de recular y marcharse.
—¡Mi querido Darío, qué ganas tenía de verte por aquí! Ven, siéntate con nosotras, somos dos mujeres solas que se aburren en este rincón del mundo. ¡Otra cerveza, José!
No podía negarse, estaba atrapado. ¡Dios!, pensó, ¿es que nunca podría huir de todas aquellas mujeres, estar un momento en paz? Se sentó frente a ellas sonriendo de modo insustancial.
—Veamos, ¿qué hace nuestro único hombre en la plaza, qué difíciles retos se le presentan para hoy? Te escuchamos, muchacho, somos tus esclavas.
Susy comprendió que había acabado cualquier intento de conversación seria, Paula empezaba uno de sus espectáculos de locuacidad desatada. Sintió piedad y solidaridad frente a aquel joven de su edad que, violento, había enrojecido por completo. El se llevó la mano al cuello de la camisa, como si una inexistente corbata le atenazara el gaznate.
—Ya veo que está usted de buen humor.
—Yo siempre estoy de buen humor, mi querido amigo, los humores positivos me son consustanciales, es como si dominaran sobre el resto de mis flujos internos. Pero venga, cuéntanos, ¿qué espantosas novedades suceden en este infamante harén?
—Pues... no sé si las novedades van con ustedes, la verdad, porque ninguna de las dos tiene niños, ¿verdad?
—¡Ah, no, mi muchacho, nuestros vientres están incontaminados, libres para futuras maternidades heroicas, gloriosas!
Darío sacudió la cabeza riendo. ¡Joder!, pensó, aquélla estaba especialmente loca.
—Estamos preparando una fiesta infantil para el sábado próximo.
—¡Ah, no lo puedo creer, una deliciosa fiesta para niños! ¿Con motivo de qué?
—No sé, doña Manuela pensó que los niños no tienen muchos entretenimientos en la colonia y...
—¡Doña Manuela es una prócera!, ¿puede decirse eso?, digamos un ángel de bondad. Oye, si se representa alguna obra de teatro infantil me ofrezco para hacer el papel de madrastra de Blancanieves, o de madrastra de Pulgarcito, da igual, con tal de ser madrastra de alguien... el registro de madrastra me sale bordado.
—Me temo que toda la fiesta consistirá en vestir a los niños de esqueletos.
—¡Ah! —Paula dejó escapar un grito agotado—. Idea brillante, el espíritu funerario de este país penetrando en la tierna infancia colonial. Interesante. Bien, pues me postulo como madrastra del diablo. Yo también me disfrazaré, luciré una tibia que me traspase la nariz.
Darío y Susy intercambiaron una mirada burlona de forzada aceptación. Paula estaba loca pero era divertida.
—¡Traiga tres cervezas más, José, que no se diga que no hacemos gasto en este local!
No podría superarlo, una cosa era verse obligado a organizar fiestecitas y excursiones de vez en cuando, y otra tener que aguantar las manías de toda aquella pandilla de histéricas. Paula, la mujer del nuevo ingeniero, era especialmente peligrosa. Lo miraba como si siempre estuviera riéndose por dentro, le preguntaba dónde había bares interesantes, ¿qué entendería ella por interesantes? Y encima, de vez en cuando se liaba a hablar sin freno, diciendo cosas que casi no tenían sentido. Aquella misma tarde, en la cantina del club, habían tenido que marcharse porque el local empezaba a llenarse de mamás con niños. Pero ella quería continuar bebiendo en San Miguel. Se fue con la americana, y él pudo zafarse con excusas de trabajo. ¿Por qué la americana se había hecho tan amiga de una mujer semejante? Parecía divertirse mucho con sus ocurrencias, y en cierto modo Paula era divertida, pero para él sólo podía constituir una fuente de problemas. En cualquier momento era posible que se descolgara con alguna petición absurda, con algún capricho que acabara por implicarlo. Para colmo de follones, se avecinaba el fin de semana con la maldita fiesta infantil de los esqueletos. No creía que fuera capaz de aguantar todo aquello hasta el final. En ocasiones le daban ganas de presentar su dimisión y regresar a España.
Se sentó a la mesa de su despacho. Escribiría una carta a Yolanda, eso le aportaría cierto consuelo. Empezó:
Mi muy querida Yolanda:
¿Cómo estás? Yo estoy bien, aunque desde luego podría estar mucho mejor si no fuera por todas estas tías de la colonia que no hay dios que las aguante. Unas son más pesadas y otras menos, pero en general todas me parecen insoportables...
Releyó lo que acababa de escribir y meneó la cabeza con desánimo. ¿Cómo iba a mandarle a su novia una carta así? La rompió con decisión. No deben escribirse cartas como desahogo. Las cartas para Yolanda tenían que contener información y palabras de amor. Si quería desahogarse sabía muy bien dónde tenía que ir, pero ya no le daba tiempo. Eran casi las ocho de la tarde y tardaba dos horas en llegar, más dos horas de vuelta... claro que podría pasar la noche allí y madrugar a la mañana siguiente. Calculó, a las diez tenía que recoger los trajes de los niños en San Miguel y encargar la merienda. Sí, se veía capaz de hacerlo todo. Cualquier cosa antes que quedarse aquella noche en su habitación, sabiendo que en todas las casas que lo rodeaban había señoras durmiendo. Salió, cogió el coche y puso rumbo a El Cielito.
Sólo al ver el caserón de madera rojiza se serenó. En aquel destartalado lugar se reunía todo lo que podía proporcionarle un poco de paz en aquellos momentos: cerveza helada, música de guitarras y compañía femenina. Porque las chicas de El Cielito no se dedicaban a martirizarlo con estupideces, sino que estaban pendientes de sus deseos, que eran por otra parte sencillos y normales. Procuraban su bienestar.
Al entrar en la gran sala comprobó con desagrado que a una mesa se sentaban los ingenieros de la obra. Pudo advertir en seguida cómo le dedicaban sonrisitas de pitorreo. Hasta don Adolfo, el jefe, estaba allí con su vaso de cerveza en la mano. Esperaba que tuvieran el buen gusto de no hacerle ninguna pregunta. Lo tuvieron, limitándose a saludarlo con gestos. Sólo don Ramón le dijo desde su sitio: «¿Cómo va todo por la colonia?» «Bien, muy bien», respondió con una risa falsa. Estaba seguro de que le habían preguntado sólo para fastidiar. Era jueves, al día siguiente todos volverían a sus casas y sabrían muy bien cómo iban las cosas por la colonia. De repente levantaron sus vasos hacia él y brindaron a su salud. Puro cachondeo. Debían de pensar que iba a El Cielito sólo para follar. No creía que ninguno de ellos se diera cuenta de lo difícil que resultaba aguantar a todas sus esposas en bloque. Y bien, ¡al carajo!, que pensaran lo que les viniera en gana. Durante las horas libres tenía carta blanca para hacer su vida. Fue a la barra, donde las chicas ya estaban esperándolo. Lupe, Ágata y Rosita, que lo recibían con aquellas palabras tan dulces: «Mi amor, mi cariño, mi cielo», expresiones de ternura que las españolas nunca han aprendido a decir.
En la mesa, los ingenieros reían con disimulo. Ramón, que era divertido y bromista en los ambientes de trabajo, bajó la voz para decir:
—Darío se ha aficionado. Le gusta El Cielito más que a un tonto un lápiz.
—Debe de encontrarse solo.
—Rodeado de todas nuestras mujeres.
—Y con la novia en Madrid.
—Un auténtico drama.
—Que el muchacho lleva con auténtica gallardía.
—Los remedios paliativos parece que le funcionan bien.
—Suponiendo que el remedio no llegue a ser peor que la enfermedad.
—Venérea.
Una carcajada general hizo que Darío se volviera ligeramente hacia ellos. Daba igual, podían reírse todo lo que quisieran. Ellos nunca se acostaban con las chicas, seguro que sólo porque estaba mal visto. Pero él sí, él subiría a las habitaciones en seguida y allí se quedaría toda la noche, acunado por los suaves susurros de Lupe, Ágata o Rosita, o de las tres a la vez.
—Deja toda la ropa sucia ahí. ¿Has traído las camisetas y los calzoncillos?
—Sí, mujer, ¿cómo me voy a olvidar?
—No sería la primera vez. Anda, ven, ya tienes el baño preparado.
—Me va a sentar de maravilla.
—No me extraña, en esa obra tragáis todo el polvo del mundo. Yo creí que esta vez harías más trabajo de despacho.
—Hay que ocuparse de todo un poco.
—La empresa nunca sabrá lo que haces por ella.
—Te recuerdo que me pagan, y muy bien.
—Por mucho que te paguen. Yo sé lo que me digo. Empezamos a tener una edad en la que...
—Ya sabes que éste será mi último trabajo en el extranjero.
—Desde luego, o eso o el divorcio. Estoy cansada de ir de aquí para allá.
Vio a su marido desnudo entrando en la bañera. Se había mantenido bien durante muchos años, pero ahora el vientre había desbordado ampliamente el conjunto de su cuerpo y tenía el pecho cubierto de vello blanco. Conocía aquel cuerpo a la perfección. No había visto a ningún otro hombre desnudo. Le inspiraba ternura y cariño. De aquel cuerpo habían salido sus hijos, ahora su nieta. Se acercó hasta el borde del agua.
—¿Quieres que te frote la espalda?
—No, da igual.
—Déjame, que ya sé cuánto te gusta.
Empezó a masajearlo con una recia esponja vegetal. Él se puso a ronronear como un gato.
—Adolfo, estoy un poco preocupada.
—¿Por qué?
—Es ese chico, Darío, parece desanimado, tristón. Le dices las cosas y tarda un rato en enterarse, se agobia ante cualquier novedad. Hasta yo diría que ha adelgazado mucho en los últimos meses. Seguramente echa de menos a su novia.
El marido soltó una risotada concreta y seca.
—¿Qué pasa, por qué te hace eso reír?
—Yo que tú no me preocuparía lo más mínimo.
—No te entiendo.
—Ya te he hablado de El Cielito.
—Sí, la casa de mala vida a la que vais.
—Exacto. Bueno, pues él la usa talmente así, como casa de putas.
—Sí, y seguro que tus colegas también, incluso tú.
—¡Manuela, por favor...! Tú ya sabes cómo son los campamentos de obra.
—¡Desde luego que lo sé, sitios muy poco recomendables!
—Pues ese chico se pasa la vida en El Cielito, le gusta, le va, hasta yo diría que muchas noches duerme con esas chicas.
—¡Qué barbaridad, quién lo diría, con la cara de inocente que tiene!
—Por eso creo que sería mejor que no intentaras hacerle de mamá.
—Desde luego, los hombres, ¡cómo sois!
—A mí no me metas en ese saco. Y de El Cielito ni media palabra a nadie, ya sabes.
—La esposa del jefe debe callar.
—Y otorgar.
Tomó la mano de su esposa y la puso sobre sus genitales. Ella fingió escandalizarse:
—¡Suéltame, será posible...!
Se alejó aparentando un enfado infantil. Él se quedó riendo en la bañera, mientras su abdomen se agitaba en el agua jabonosa. «Callar y otorgar», pensó Manuela. Como broma podía ser divertida, pero no le gustó.
Tardó en salir. Era una prueba. ¿Qué haría si él no estaba a la hora de siempre? Quizá estaba levantando un castillo de arena que se derrumbaría antes de tener forma. Se propuso dar cabida a un poco de prudencia en la riada de pensamientos que anegaba su mente. Por eso tardó en salir a pasear. Pero él no estaba en la puerta. Fue una pequeña desilusión, aunque, al fin y al cabo, ¿qué esperaba? No podía estar en la verja aguardando a que la dama apareciera. ¿Quién le garantizaba que ella tuviera intención de estar allí a una hora que nadie había convenido? Echó a andar. ¿En qué dirección? Se sintió completamente estúpida. Ya no tenía edad para aquellos juegos, ni para autoinfundirse ilusiones amorosas. Realizó el mismo trayecto que ambos habían hecho las dos veces anteriores. Desembocó en la plaza del ayuntamiento, y allí estaba él, sentado exactamente a la mesa que habían ocupado los dos. Le sonrió. Ella sintió una timidez tan violenta que casi le impedía caminar. Pensó en lo que debía decirle, pero no fue capaz de elaborar ninguna idea. Se plantó junto a él, que, poniéndose en pie, dijo:
—Estaba esperándote.
No era necesario decir mucho más. El juego quedaba destapado, ahora sí. Victoria se sintió súbitamente atemorizada. La acometió el deseo infantil de marcharse a casa para disfrutar de aquella frase en la intimidad: «Estaba esperándote.» Notaba la cara congestionada, no sabía hacia donde mirar. «Estaba esperándote», podía pasar horas rumiando algo así, sacándole matices y luminosidades. Pero no podía marcharse, Santiago no era un hombre con el que practicar juegos adolescentes. Sin embargo, aquel día no se sentía preparada para iniciar una aventura amorosa. Sólo esperaba que él lo comprendiera, que la dejara disfrutar un poco más de aquellas fases previas. Porque la aventura definitiva, que vendría sin duda, significaba pensar y, desde luego, sufrir. «Aún no —pensó—, aún un poco de inconsciencia, de locura, de emoción.»
—He salido un poco tarde de la colonia.
—Pero finalmente estás aquí.
—Sí.
—Y yo estaba esperándote.
—Sí.
—Victoria, ¿no crees que deberíamos...?
Le impidió que siguiera hablando.
—Hoy no, hoy vamos a disfrutar de esta mañana de sol.
—Juntos.
—Sí.
—Pero hablaremos otro día.
—Creo que no tendremos otro remedio.
Santiago sonrió, asintiendo levemente. Sin duda la había comprendido, y se había tranquilizado. No hablarían aquella mañana, gozarían de la que quizá sería su última mañana inocente antes de adquirir un compromiso duro, doloroso, sangriento, una decisión que podía acabar en cualquier cosa, que los devastaría o los haría renacer.
Tomaron café en silencio. A Victoria, el aire le parecía un velo acariciador. Lo notaba en la piel, suave, delicioso. También oía una música que venía de lejos, y el rumor de las voces de la gente, muy bajo, muy sutil. Todos sus sentidos estaban hipersensibilizados, como si hubiera tomado alguna droga que la dotara de una percepción superior. Una vez dentro de ella, todas esas sensaciones se convertían en placer, un placer sin ansiedad, sin deseos, un placer envolvente, previo a todo, lento y prometedor.