—Susan, ¿cuántas veces se ha casado tu madre?
—¡Dios, qué pregunta en medio de esta fiesta! ¿Y por qué me llamas Susan de repente?
—Susy es ridículo, suena a comida japonesa.
—Dos, se casó dos veces, la primera con mi padre. Siempre acabó en divorcio. Mi madre es una de esas mujeres que hacen sufrir a los hombres inútilmente, una mujer atormentadora.
—¿Cómo es físicamente?
—¿Te estás imaginando a una mujer sexy y voluptuosa, una mujer fatal? Me temo que no, es... convencional: buen cuerpo, un poco rellenita, una bonita piel, ojos azules como los míos. Que le guste atormentar a sus maridos no significa que sea Mae West. Lleva vestidos de florecitas durante el verano... yo diría que parece una ama de casa media americana.
—Seguro que tiene mi edad.
—¡No, es mayor que tú! Cincuenta y tantos. ¿Quieres que nos larguemos, que vayamos a tomar algo a San Miguel?
Error táctico. Esa joven inexperta creyó llegado el momento que tanto había esperado para hablar de su madre, para procurarse un rato de terapia individual, para vomitar unos cuantos traumas infantiles. Pero no, se equivocaba, hoy no, quizá otro día, cuando hubiera bebido lo suficiente, cuando estuvieran agotados todos los temas y todos los vasos.
—¿A San Miguel ahora? ¡Ni lo sueñes!, pero si estamos en lo mejor de la fiesta, en pleno sarao. Ven, vamos a bailar con los infantes.
Paula saltó al corro de los niños, se encasquetó una careta que le quitó a uno de ellos y se sumó a la danza haciendo gestos exagerados, dando grandes zancadas. Los niños se reían, las mamás aplaudían. Algunas se pusieron también a bailar. Todo concluyó con un momento de enorme animación. Perfecto, su figura de mujer escandalosa se veía rehabilitada a ojos de la comunidad.
Pudo escabullirse media hora más tarde, aprovechando que Susy se había puesto a hablar con Victoria, que acababa de llegar. Era imprescindible que no la siguiera esta vez. Tomó el camino de San Miguel. Estaba anocheciendo. Buscó el bar adonde el guía las había llevado. Lo encontró sin dificultad en el callejón. Entró.
Parecía que los clientes formaran parte del mobiliario: viejo, despintado, miserable. Olía a alcohol fermentado y a madera carcomida. Le pareció un lugar maravilloso, como si alguien lo hubiera descrito en un buen libro. Se sentó en el rincón más oscuro y pidió mezcal. Todos la miraron al principio, pero una vez en la mesa su presencia perdió interés. Bebió, primero paladeando, después de un solo trago. El calor del alcohol fluyó por sus venas. Empezó a sentirse bien, sin dientes que mordieran sus pensamientos. La intimidad que proporcionan los bares pobres y feos es la más perfecta. Disfrutaba de la soledad.
Al cabo de un rato se abrió la puerta y pudo reconocer al guía. La miró largamente y se dirigió hacia la barra. Allí se quedó, pidió bebida y le dio la espalda. Ella se sirvió una nueva copita de la botella de medio litro que le habían llevado hasta su mesa. O aquel hombre era un cliente muy habitual o alguien le había avisado de que ella estaba en la cantina. Aquel tipo era como un animal merodeador, quizá dispuesto a atacar en el momento idóneo. Paula pensó que al fin le sucedía algo que prometía un poco de aventura, y no la serie de previsibles experiencias de la colonia. Se deleitó comprobando cómo él daba la vuelta sobre su taburete y la miraba. De nuevo desafió la fijeza de sus ojos, aquella extraña superioridad teñida de provocación. La bebida había calmado por completo sus nervios, la excitación y el enfado acumulados en la fiesta infantil. A lo mejor después de beber una copa más decidía llamar a aquel cretino, invitarlo a sentarse frente a ella. Pero le prohibiría hablar. No hubiera soportado que le hablara. Uno llama a un perro a su mesa para que se aproveche de algún bocado, pero el perro sabe bien que no puede molestar con sus ladridos.
De pronto volvió a abrirse la puerta y distinguió con claridad la silueta de Susy recortándose sobre la oscuridad más intensa del exterior. ¿Cómo demonios la había localizado?
Simple deducción, supuso. La sorprendió comprobar que no se sentía recorrida por ninguna oleada de enfado. Ya había bebido lo suficiente como para aceptar con mansedumbre el orden aleatorio de los acontecimientos.
—¡Estaba segura de que te encontraría aquí, y bebiendo, además! ¿Qué bebes, mezcal? Oye, Paula, ya sé que te vas a molestar conmigo, pero realmente no veo ninguna razón para que tengas que quedarte en este sitio horrible, sola, tragándote ese veneno.
—Siéntate. Me alegro mucho de verte. ¿Has visto quién está allí?
El guía las miraba ahora a ambas con una sonrisa sarcástica en la boca. Levantó su vasito de tequila en ademán de brindis y se tragó el contenido de un golpe.
—¡Ese tipo! ¿Estaba aquí cuando llegaste o lo has mandado llamar?
—Me crees capaz de cualquier cosa, ¿verdad? Hacer venir a un tipo y comérmelo vivo. Y, sin embargo, lo que yo hice el otro día fue limitarme a ofrecértelo a ti.
—Vámonos, Paula, ya hablaremos por el camino.
—Aún no. Siéntate y toma una copa.
Susy había ido hasta allí para salvarla del horrible destino del alcohol, pero lo que hizo fue sentarse sin rechistar. Pidió una cerveza.
—Has llegado en buen momento. Voy a invitarte a algo más.
Paula sacó un minúsculo sobre de su bolsillo. Lo puso sobre la mesa. La americana agitó la cabeza con incredulidad.
—¿La has comprado en San Miguel?
—La traje conmigo desde España, arriesgándome a un buen follón en la aduana. La estaba guardando para un buen momento.
—Contigo las sorpresas están garantizadas.
—Es parte de mi encanto.
Abrió el papel y puso un poco de cocaína en el dorso de su mano. La aspiró sin preocuparse de si alguien estaba mirándola. Le ofreció a Susy, que aceptó con rapidez.
—¿De verdad eres capaz de cualquier cosa, Paula? Porque si eso es cierto voy a pedirte que mates a mi madre.
—Bien, veremos lo que se puede hacer, aunque tengo entendido que en tu país hay asesinos a sueldo muy cualificados. ¿Sigue sin apetecerte darte un revolcón con ese tipo? Antes, una mujer de cierta edad tenía que recurrir a un gigoló si quería tirarse a un chico joven. Hoy en día puedes comprar a alguien sólo para una vez. Los hombres han bajado sus tarifas. Es cómodo.
—Nunca estoy segura de entenderte del todo.
—Mejor, ¿quién quiere entender por completo a ningún ser humano? Yo tampoco te entiendo a ti. Has venido a buscarme para librarme de las garras del vicio y aquí estás, esnifando mi coca y bebiendo conmigo. Si sigues velando por mi virtud, pronto perderás la tuya. Suele ocurrir, hay personas que sólo somos capaces de extender el mal a nuestro alrededor. Vuelve a la colonia, tu marido debe de estar inquieto.
—No me iré sin ti, es horrible que te quedes sola en este sitio tan deprimente.
—A mí me gusta. Además, ¿qué te importa dónde pueda estar yo?
—Eres mi amiga, Paula.
—¿Haces esto por un estúpido voluntarismo, querida, crees de verdad que voy a dejar de hacer algo, por muy pernicioso que sea para mí, porque tú te empeñes en salvarme?
—No hace falta que seas desagradable conmigo.
—Contéstame, en serio, contéstame. Tengo curiosidad, quiero saber hasta qué punto eres ingenua o tonta.
—No sé qué es lo que te pasa ni por qué motivo bebes tanto, pero si no intentara disuadirte me parecería que estoy haciendo algo mal.
—¡Qué maravillosa conciencia la tuya! Me emocionas, me inflamas el corazón de agradecimiento. Sin duda perteneces a un gran país, eres una perfecta integrante de una comunidad llena de buenas intenciones.
—Lo soy.
Mientras hablaban, el guía se les había acercado, sonriendo. Su dentadura blanca borraba del resto de su cara cualquier expresión.
—Señoras, ¿no necesitan un guía hoy?
Paula respondió con absoluta frialdad:
—No, hoy no.
—Voy a dejarles mi número de teléfono para que puedan llamarme cuando me necesiten. Aún quedan muchos lugares que visitar en los alrededores, muchas cosas lindas que hacer.
Les tendió una mugrienta hoja de libreta, que Paula recogió.
—Muy bien, gracias.
Se quedó un rato mirándola fijamente a los ojos. Luego salió del bar caminando despacio, exhibiendo su cuerpo fibroso. Susy tenía una expresión de pasmo pintada en la cara.
—¿Has visto cómo nos mira, qué quiere de nosotras? Me da miedo.
—Sólo quiere ganar un poco de dinero, nada más.
—Yo no hablaría con él. Oye, Paula, ¿alguna vez has hecho lo que antes dijiste?
—¿Qué?
—Comprarte un hombre.
—Te gustaría saberlo, ¿eh? Incluso te gustaría probarlo.
—Ni hablar.
—No te pongas tan solemne para negarlo. Creí que tu curiosidad iba un poco más allá del simple cotilleo.
—¿Lo has hecho, sí o no?
—Aún no me has demostrado nada, querida Susy, que me permita considerarte como una de las mías. Aún no formas parte del club. Lo siento, quizá dentro de un tiempo, cuando hayas acumulado méritos suficientes.
—Eres una mujer insensible, que sólo disfruta incomodando a los demás.
—¿Nos vamos a casa? Tengo un marido a quien cuidar. Quizá a ti te importe un carajo la felicidad de tu marido, pero yo me debo a mis obligaciones hogareñas.
—Te dejo por imposible. Iré sola paseando. Adiós.
Se levantó bruscamente y salió con paso rápido. Paula sonrió para sus adentros. ¿Se había enfadado Susy esta vez? No, por supuesto que no, no se enfadaría nunca, la tendría siempre allí, a su lado, implorando algo distinto de la aburrida vida que le había tocado vivir. Si algún día se planteaba seriamente librarse de ella, no tendría más remedio que hacerla pasar por alguna dura prueba.
Manuela era un pozo sin fondo, una organizadora sin tregua. Cuando Victoria volvió de su paseo, Ramón le dijo que estaban invitados a comer en su casa. Se alegró, prefería no quedarse sola con su marido. Manuela había contactado con una cooperante española que trabajaba en una ONG de Oaxaca. Eso también le venía bien, no estaba segura de poder soportar sin tensiones una comida convencional entre dos matrimonios. Sintió curiosidad por conocer a la cooperante, siempre la habían atraído las mujeres capaces de saltar por encima de las dificultades: misioneras, enfermeras, voluntarias... todas aquellas que eran capaces de evitar las miserias de la propia vida atendiendo las tragedias de las vidas ajenas. Sin embargo, la cooperante la desconcertó. Había imaginado tontamente a alguien en la línea de Florence Nightingale: zapatos cuadrados, cara de abnegación y un suave perfume a jabón de violetas. Pero no, se trataba de una chica de poco más de treinta años y aspecto vulgar que confesó ocuparse únicamente de tareas burocráticas. Convertía el sufrimiento de la gente en cifras y permisos.
Durante la comida les contó sobre sus actividades, les detalló la mala situación económica y social en la que se encontraba la provincia: pobreza, incultura, campesinos que apenas podían sobrevivir. La revuelta de Chiapas se había saldado sin resultados concretos y a aquella gente no le cabía otra solución más que esperar sin esperanza. A Victoria le llamó la atención su tono decidido, la resolución ajena a toda duda con la que hablaba. Por un momento la envidió: concienciada, austera como una monja, aparentemente a salvo de marejadas sentimentales, sin tiempo para pensar demasiado en sí misma. Mientras oía hablar a aquella chica, mientras se fijaba en su pelo, decididamente mal cortado, no podía dejar de preguntarse cuál sería la organización de su vida personal: ¿estaría casada?, ¿habría sufrido privaciones alguna vez? ¿Qué la habría llevado a hacer un trabajo semejante? De pronto se sintió culpable porque había perdido el hilo de sus explicaciones, como si los problemas de aquella gente le trajeran sin cuidado. ¿Qué era, un animalito doméstico siempre inmerso en la propia piel? Vivía en una parte del mundo convulsa y doliente, pero sólo se preocupaba por su pequeña esfera personal. Quizá si se implicaba en aquellas labores humanitarias fuera capaz de abortar lo que se avecinaba. Una punzada le atravesó el estómago, ¿no estaba fantaseando con una situación que ni siquiera se había planteado? Miró a su marido, atento a las palabras de la cooperante, serio y reflexivo como requería la ocasión. Ramón nunca le había dado un disgusto grave. Nunca habían discutido con acritud. Había sido un buen marido, y un buen padre, también un amante sin excesiva pasión y un hombre poco comunicativo. Todo lo profundo que hubiera pensado o sentido durante aquellos años de matrimonio había quedado en su interior.
Se trataba quizá de algo educacional: los hombres no traslucen sus sentimientos, no manifiestan sus dudas, no dejan aflorar sus sueños. Los hombres son de una pieza. Ella tampoco había sido una mujer en conflicto, ni había pedido más de él. ¿Se atrevería ahora a hacerle algún reproche que justificara su decisión de abandonarlo? ¿Iba realmente a abandonarlo? No había intercambiado ni cuatro frases con Santiago, pero daba igual, ya estaba todo dicho, todo decidido, un destino fatalista la impulsaba en aquella dirección. O al menos eso deseaba creer, como si estuviera privada de la capacidad de responsabilizarse. ¿Tendría la fuerza necesaria para traicionar a su marido? ¿Era ésa la palabra: traicionar, o estaba dejándose llevar por un montón de tópicos? Aunque la palabra fuera otra, el hecho permanecería inalterable: lo dejaría por otro hombre. Ni siquiera estaba segura de que Ramón siguiera queriéndola, ya nunca hablaban de amor. No era justo entonces que poner fin a su relación fuera considerado como una traición, si acaso una deslealtad a sus años juntos, al proyecto común que quedaría inconcluso. La cooperante continuaba contando los males de los campesinos. Aquélla sí era una buena razón para sentirse culpable: ella y sus compañeras de colonia, aisladas en aquel pequeño universo de lujo y fiestecitas ridículas, mientras que, fuera, la gente a quien de verdad pertenecía aquella tierra tenía dificultades para subsistir. Y, sin embargo, la culpabilidad que aquello despertaba en ella era mucho menos lacerante. Había sido preparada para sentir vergüenza frente al amor y el sexo; la injusticia social mordía menos el tejido de su conciencia.
Adolfo asentía, serio y grave, pero de sus eventuales comentarios se deducía que atribuía una cierta causa-efecto a las penalidades de los mexicanos. Eran unos tipos que no sabían sacudirse la indolencia, un modo práctico y superior de considerar el asunto, autoexculpatorio. Manuela lanzaba exclamaciones sonoras, como si lo que les sucedía a los habitantes de aquel país fuera algo inevitable, una especie de catástrofe natural. Y ella andaba en sus pensamientos privados. Ramón era el más callado, sólo hizo un par de preguntas justas, aplomadas, inteligentes.