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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Tags: #Narrativa

Días de amor y engaños (28 page)

BOOK: Días de amor y engaños
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—Nunca he dicho que fuera brutal. Brutal sería yo con ella si me atreviera.

—¿Qué harías, le dirías que la consideras una vieja y patética vaca?

—Procuraría que la brutalidad fuera más física.

—¿Una bofetada a lo Gilda?

—Una hostia con un bate de béisbol.

Paula se echó a reír sinceramente. La divertía el uso exacto y desinhibido que Susy hacía de los tacos españoles.

—No te preocupes, contrataremos a un sicario. Aquí debe de ser muy fácil. Y ya puestos, ¿por qué no la mata?, una simple hostia sería dinero desperdiciado.

—Llevas toda la razón.

A Susy le encantaba la actitud de Paula. No utilizaba ni un solo lugar común en el asunto de su relación con su madre. Al contrario, lo que hacía era abundar aún más en las bromas sangrientas. Sintió con ella una perfecta complicidad.

Por fin los niños entraron en el salón. Tras ellos iban las cuidadoras, engalanadas para la fiesta y con los rostros colorados por la tensión de haber tenido que vérselas durante la cena con aquellos críos excitados por la salida de la rutina. Los adultos estallaron en afectadas exclamaciones de bienvenida proferidas en el tono poco natural que se emplea con los niños en sociedad. Ellos, en una alegre y atropellada procesión, miraban a todos lados con timidez, como si no conocieran a ninguno de los presentes. Sin embargo, por muy pequeños que fueran, ninguno corrió a refugiarse en las faldas de su madre. Habían sido perfectamente instruidos para colocarse junto al gran árbol navideño de papel que presidía el salón. Manuela, encantada con el espectáculo, corrió a dar las indicaciones para que los niños formaran un bonito grupo que pudiera ser fotografiado. Cuando estuvieron en posición, emergió un buen número de cámaras que nadie había advertido hasta el momento. Los padres, encantados, disparaban fotos sobre la amable reunión. En ese momento hizo su aparición un orondo Papá Noel dando destemplados golpes de campanilla y profiriendo carcajadas más destempladas aún. Manuela gritaba, exultante: «¡Niños, mirad, ha venido a visitarnos Papá Noel!» Entre los varones se organizó un pitorreo considerable. Papá Noel se paraba en cada grupo de invitados para saludar antes de llegar al corro de niños. Cuando llegó junto a los ingenieros nadie pudo evitar los comentarios de tipo guasón. Ramón le dijo a media voz:

—Papá Noel también podría llevar juguetes a un sitio que yo me sé; seguro que algunas niñas ya mayorcitas estarían encantadas.

Todos rieron inconteniblemente. Darío, a pesar de su mal humor, no pudo por menos que reírse también; aunque su cara, florida de algodones, no podía denotar ninguna expresión. Santiago le echó un cable cómplice:

—¿Queréis callaros? Su novia está ahí.

Papá Noel empezó a repartir cajas de caramelos y juguetes entre los niños, con lo que organizó un alboroto considerable. Santiago aprovechó la confusión para acercarse a Victoria y susurrarle:

—Sal al jardín un instante. Nadie se dará cuenta ahora.

Obedeció, nerviosa y asustada. Vio cómo él desaparecía y, un segundo después, lo hizo ella. Cuando pasaba por entre los arbustos, una mano la sobresaltó, cogiéndola del brazo. Santiago la atrajo hacia la espesura y la besó.

—No podía pasar más tiempo viéndote y sin tocarte.

—Tenemos que volver, esto es muy peligroso.

—Quizá sería un buen momento para descubrirlo todo.

—¿Estás loco? Así, no.

—Bésame, Victoria, bésame.

Se besaron, buscándose la boca con hambre. Ella se apartó por fin con esfuerzo del abrazo apretado y urgente.

—El martes te espero en la casa a las doce, ¿podrás, querida?

—Sí, iré.

Cuando ella ya se marchaba, Santiago la llamó, procurando no levantar la voz:

—Victoria, ¿me quieres?

—Más que a nada en el mundo.

—¿Estás segura?

—Sí.

Victoria regresó a la fiesta, donde los niños continuaban abriendo regalos entre exclamaciones y aplausos. Estaba alterada, el corazón le latía con intensidad. Miró a su marido que, riendo, ayudaba a Papá Noel con los últimos paquetes.

No sospechaba nada. Se sintió miserable tras pensar eso. Aunque en definitiva pronto se enteraría de todo. Se horrorizó. Seguía sin poder encarar ese hecho como algo real. Vio cómo Santiago entraba en el salón y lo siguió de reojo. Aparentaba encontrarse completamente tranquilo. Se dirigió a la mesa donde se almacenaban las bebidas y pidió un whisky al camarero. Sus ademanes eran calmados y naturales. Luego fue al centro de la estancia y se sumó al espectáculo de los niños. Sonreía. Victoria pensó que demostraba una serenidad asombrosa, cercana al cinismo. ¿Tan fácil resultaba para él todo aquello? Quizá no, pero obviamente más fácil que para ella. Santiago no tenía hijos y su matrimonio estaba destrozado. Cuando le confesara la verdad a Paula, probablemente ambos se sentirían liberados. Nada que ver con lo que sucedería en su caso, nada que ver.

Las niñeras se llevaron a los excitados pequeños a sus casas. Papá Noel corrió a cambiarse de ropa. Cuando al volver entró en el comedor, los comensales, ya sentados en sus sitios, le dedicaron una ovación en premio a su voluntariosa
performance
. La cena pudo empezar. Era tarde y reinaba un apetito generalizado; de modo que, cuando el primer plato hizo su aparición, todos se abalanzaron sobre él de un humor excelente. Todos menos Susy, Susy había perdido las ganas de comer. Estaba sorprendida y confusa por lo que había visto hacía un rato en el jardín. La asaltaban un montón de dudas, pero la más recurrente de todas ellas era: ¿debía contárselo a Paula? Una duda clásica, por otra parte, que cada generación ha resuelto según las costumbres de su país y su época.

Segunda parte

Se había puesto como una furia, como una auténtica furia. Eso lo ratificaba en lo que siempre había pensado: a las mujeres es imposible entenderlas, son seres extraños que viven en otra dimensión. Realmente las mentes de hombres y mujeres no tenían nada que ver, desarrollaban una percepción distinta del mundo. Más que eso, no vivían en el mismo mundo. A cualquier ser humano en su sano juicio, si le regalan seis días de vacaciones en un hotel, en un magnífico hotel, con todos los gastos pagados y tiempo para sí mismo, suele ponerse contento. Lógico, ¿no? Pues no. Cuando le contó a Yolanda el detalle que había tenido la empresa para con ellos, se subió por las paredes de pura indignación. Resultaba que ella hubiera preferido no salir de la colonia, y la maravillosa estancia proyectada en Oaxaca le parecía algo cercano a la humillación. ¡Para volverse loco! Incluso lo había acusado de haber sido él el promotor de la idea, así la retiraba de la circulación. ¿Motivo? Se avergonzaba de ella, temía que no fuera a dejarlo en buen lugar, pensaba que no estaba a la altura para tratar con gente importante. Se desesperó intentando convencerla de que él no tenía ni idea de aquella iniciativa sorpresa que, además, les estaba dedicada como un honor. No quiso ni darle opción a hablar, lo sometió a una lluvia de reproches que lo dejó anonadado. Pero ¿cuál era el problema: prefería convivir una semana con la inaguantable doña Manuela en vez de pasar juntos y solos la Navidad? Yolanda se defendió de ese ataque diciendo cosas que no tenían el más mínimo sentido: quería conocer el ambiente en el que él se movía, le parecía una descortesía para con ella tener que vivir en un hotel, se había traído ropa adecuada para estar en compañía, había esperado poder contar a sus padres cómo era el día a día de la colonia... Gilipolleces. Pero ¿qué eran aquellos delirios de grandeza, cuál era la idea que se había formado de la situación, creía que siempre sucedía todo como la noche de Navidad? Harto de tantas recriminaciones, optó por decírselo bien claro:

—Yo aquí soy un currante, ¿comprendes? Sólo las chicas de la limpieza y los obreros están por debajo de mí en el escalafón, y todos son mexicanos. Así que ya te puedes quitar de la cabeza esas fantasías de alternar con las mujeres de los ingenieros. Puede que no te hayas enterado, pero esta organización funciona como el ejército: los técnicos de grado medio no están al mismo nivel que los de grado superior, y los administrativos como yo somos el último mono, ¡el último! Una cosa es que vieras que me hacían la pelotilla porque me había vestido de mamarracho; saben muy bien que eso no está en mis obligaciones y me doran la píldora. Pero otra muy distinta es que me consideren como uno de ellos. De eso nada, ¿lo captas?, nada.

Entonces ella se echó a llorar con enorme desconsuelo y dijo entre sollozos:

—No sé para qué me he esforzado tanto para venir desde la otra punta del mundo.

Darío se maldijo mil veces. Él, que no levantaba nunca la voz, le había hablado como se habla a un enemigo. Era verdad, ¿para eso había venido la pobre Yolanda? Sólo iban a estar unos días juntos después de un montón de tiempo sin verse y se organizaba una bronca a la primera de cambio. Aún estaba a tiempo de rectificar. Se acercó a ella, le habló zalameramente:

—Venga, mujer, no llores. Yo te diré para qué has venido. Has venido para estar conmigo, en el mejor hotel de una de las ciudades más bonitas de México. Estaremos los dos solos, tranquilos, felices, y nos pondremos morados de follar.

Ella se secó una lágrima y respondió con gesto decidido:

—No pienso follar. Te aseguro que no tengo la más mínima intención de follar.

Entonces Darío no pudo resistir la cólera y salió de la habitación dando grandes zancadas:

—¡Al carajo! Me voy a dar una vuelta.

Subió a su todoterreno. Instintivamente puso rumbo a El Cielito. ¡Perfecto, cojonudo, toma fiestas de Navidad! Llevaba mucha razón Yolanda, no debería haber ido a México. Gastarse un montón de pasta para discutir y montar números... para eso mejor haberles ahorrado el gasto a sus padres. Y si ellos insistían en darle el dinero, podría haberlo guardado para el puto piso aquel que había comprado por su cuenta y que maldita la gracia que le hacía a él. ¡Menuda perspectiva!, regresar a España para casarse y vivir ahogado por una hipoteca del demonio que se llevaría hasta el último céntimo que ganaran. ¡Vaya aires que se daba la niña! Para eso mejor pasar la Navidad con su familia, era verdad, y así él, encima, podría haber disfrutado de unos días con sus chicas de El Cielito, tranquilo y en paz.

Condujo varios kilómetros más, renegando para sí y apretando el acelerador. Su coche levantaba densas nubes de polvo. De pronto empezó a aflojar la velocidad y su enfado fue disipándose. Pero ¿qué estaba diciendo? La mujer que había dejado llorando en la colonia algún día se convertiría en su esposa. Y en cuanto a sus chicas... sus chicas sólo eran unas prostitutas que se iban con cualquiera por dinero. ¿Se había vuelto completamente loco, le estaba sorbiendo el seso aquel maldito país? Frenó en seco y buscó un arcén lo suficientemente ancho como para maniobrar el vehículo y volver a casa.

Antes de abandonar México, su madre se había encargado de humillarla, como de costumbre. Durante su estancia navideña había visitado la colonia diariamente. Sin embargo, se había quedado poco rato junto a ella, apenas habían charlado o permanecido algún rato solas. Sólo buscaba la exhibición. Y se exhibió a placer. Desplegó toda su parafernalia teatral, bien ensayada durante años de representaciones espontáneas. Contó sus historias de amor y desamor a todo el que quiso escucharla. Rememoró en público a sus maridos y se explayó relatando su lucha eterna contra los prejuicios, destino que debe sufrir toda mujer que no vive pendiente de las normas convencionales. Demostró una vez más que ella no era una simple ama de casa, sino un ser en conflicto, alguien interesante y digno de atención, una especie de heroína incomprendida.

Susy no se sintió con fuerza para pedirle que abandonara aquella actitud. Ya no. Estaba cansada. Había dejado de indignarse, de rebelarse, de intentar reconducir la situación. Su madre era así y nunca cambiaría. Era así en el recuerdo y en la actualidad, y no cambiaría jamás porque ni siquiera lo había intentado una sola vez. Tenía la opción de perdonarla, de aceptarla sin más. Eso era justo lo que le habían aconsejado mil veces: sus amigos, su terapeuta, incluso su propio marido. Pero ella, como su madre, tampoco podía cambiar; probablemente no deseaba hacerlo. No la había perdonado ni la perdonaría jamás. Cuando se lo había propuesto, siempre surgía en su mente una negativa firme, categórica, pétrea. No quería, simplemente no quería aceptarla. Sin embargo, sí había conseguido concitar el ánimo necesario como para no intervenir. La había ayudado el cansancio. Harta, había aprendido a distanciarse y se las ingeniaba para que su odio no fluyera con la incandescencia de una erupción, para que quedara larvado como una falla volcánica. Por eso, durante aquellos días interminables, había procurado no estar presente en las conversaciones que su madre sostenía con la gente de la colonia. A ella no parecía importarle demasiado. Al contrario, quizá así se sentía con más libertad para perderse por sus floridos vericuetos biográficos. Lo peor no solían ser las barrocas crónicas de los fracasos sentimentales, sino las desviaciones narrativas que tenían a Susy como protagonista. Años atrás se había visto obligada a escucharla, sintiéndose el ser más miserable del mundo, el más pasivo, algo así como si la expusieran en un circo de
freaks,
como si su madre, convertida en una madame de folletín, la obligara a mostrarse desnuda en un puticlub. Una noche que había ido a visitarla, la oyó decir a unos amigos mientras ella permanecía en la cama intentando dormir: «La pobre Susy no ha tenido más remedio que ser testigo de mi inestabilidad emocional. Estoy convencida de que eso ha influido en su carácter. Aunque, de hecho, es una chica bastante equilibrada, más de lo que le correspondería con una madre como yo. Sin embargo, es débil en extremo, vulnerable, infantil, su aparente reserva no deja de ser temor a que la hieran como han herido a su madre. ¡En fin, la vida es injusta!; nunca podrá tener la seguridad y la madurez de otra chica que haya contado con una madre más tradicional, una de esas madres que preparan el pavo personalmente el Día de Acción de Gracias. Claro que las hijas de tales madres pueden resultar aburridas, previsibles y carentes de ideas propias. Todo tiene una compensación.» Conocía esas arengas de memoria, y no quería escucharlas más. Sin embargo, eso no significaba que no se pusiera enferma mientras sabía que su madre se encontraba soltándolas.

En aquella ocasión, como siempre, había contado con la complicidad de Henry. Él la había sacado de sus silencios prolongados con bromas y había intentado trivializar la situación. Pero Henry también empezaba a cansarse de repetir esos cometidos, y a veces aparentaba no darse cuenta de que ella se encontraba preocupada. En los últimos días de aquellas vacaciones parecía no recordar que existía un problema crucial para ella.

BOOK: Días de amor y engaños
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