Días de amor y engaños (29 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Tags: #Narrativa

BOOK: Días de amor y engaños
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—¿Qué demonios te pasa, Susy?

—Estoy deseando que mi madre se marche.

—Se va mañana, ¿no?

—Sí, pero hoy aún está aquí y anda hablando con todo el mundo.

Henry la miró con cierto aburrimiento, adoptó un tono pacienzudo:

—Susy, cariño, tú misma has dicho muchas veces que tu madre no va a cambiar nunca. De acuerdo, creo que llevas razón, no va a cambiar. Y puede resultar espantosa, de acuerdo también; pero ya va siendo hora de que la saques de tu cabeza definitivamente. Vivimos lejos de ella, hacemos nuestra vida sin consultarle nada. Lo más terrible que puede ocurrir es lo que está ocurriendo esta Navidad: aparece por aquí, pasa cuatro o cinco días y se va. En todo este tiempo no te ha impuesto su presencia, y se ha alojado en un hotel. ¿Que cuenta a la gente sus originalidades? ¡Da igual! Sabes perfectamente que a la gente le cae bien. Tampoco revela intimidades que sean tan terribles. Limítate a ignorarla porque, de lo contrario, ¿sabes lo que puede suceder? Que acabes teniendo un problema irresoluble que te hayas creado tú misma.

—Ya tengo ese problema, no creo que sea una novedad para ti.

Henry pareció perder los estribos por un momento:

—¿Y qué piensas hacer, vivir toda la vida con él, guardarlo como un tesoro, asimilarlo a tu personalidad? ¡Basta, Susy, por Dios, resulta insoportable! Estás en México, y si no lo deseas, no regresaremos nunca a Estados Unidos. Podemos ir cambiando de país y si echamos raíces en algún lugar nos quedaremos, la empresa me permitirá trabajar donde quiera. Podemos recorrer el mundo entero si te apetece, pero lo que no podemos es huir de ti misma. No estoy dispuesto a seguir jugando toda la vida ese juego infantil.

A ella se le saltaron las lágrimas, pero hizo un esfuerzo y se contuvo. La rabia que sentía triunfó sobre el disgusto. Esta vez, no. Esta vez no estaba dispuesta a seguir con su rol de niña reprendida y aconsejada por alguien responsable y superior.

—Eres bastante injusto, y lo que acabas de decirme suena a una especie de amenaza.

—Pues no lo es.

—¡Lo es!, y debes saber que si estoy tan callada no es porque me preocupe por mi madre.

—Acabas de decirlo.

—Pero no era verdad. Estaba intentando quitarle importancia a lo que me preocupa realmente.

Comprobó que los ojos de su marido la observaban con interés.

—¿Y qué es lo que te preocupa?

—No sé si debes saberlo.

—Susan, por favor, ¡basta de tonterías!

—¡No me grites!

—¡No te estoy gritando!

—¡Sí que gritas!

Henry respiró hondo, se ajustó las gafas, bajó la voz:

—Llevas razón, perdóname. ¿Puedo saber ahora lo que te preocupa?

—Vi algo bastante comprometedor en la cena de Navidad.

Él cambió de actitud, empezó a mirarla con auténtica curiosidad. Ella paladeó la nueva situación que había creado. Pensó que Henry era vulgar, como el resto de la gente. Se dio cuenta de que estaba sola frente al mundo, de que no podía contar con él de verdad. Luego habló de nuevo, por fin más tranquila.

—Santiago y Victoria estaban besándose apasionadamente en el jardín.

Los ojos de Henry se redondearon con la sorpresa.

—¡No puede ser!

—No estoy ciega ni me he vuelto loca.

—Deja el tono de enfado, te lo ruego. ¿Qué viste?

—Había salido un momento al jardín porque ya estaba harta del barullo de los niños. Me apoyé contra una palmera, me quedé quieta, y entonces los vi. Al principio no los reconocí, pero estaban muy cerca. Contuve el aliento para que no me oyeran. Vi cómo se besaban, se abrazaban, hablaban en susurros. Afortunadamente no oí lo que decían.

—¿Afortunadamente?

—No quería saber más. Sólo con lo que he visto ya se me presenta una situación suficientemente difícil.

—¿A ti, por qué a ti?

—Paula y yo hemos congeniado bastante, ya lo sabes. Ahora me planteo el dilema de contárselo o no.

—¿De qué estás hablando? ¡En ningún caso debes decírselo, en ninguno! Y mucho menos estando aquí, todos encerrados en esta especie de gueto.

—Pero es que ella, bajo esa apariencia de mujer dura, me parece muy frágil.

—Un motivo más para callar.

—¿Y no te parece que es tratarla como si no le tuviera respeto?

Henry se puso frente a ella y la miró a los ojos con severidad.

—Susan, aquí todos somos adultos, esto no es un internado donde alumnos jóvenes conviven durante el curso escolar. Cada uno carga con sus responsabilidades. Si dijeras algo podría organizarse un conflicto de consecuencias incalculables.

—¡Ya sé quiénes somos y dónde estamos!, pero ¿es que crees que ella no va a enterarse de una manera u otra?

—Eso ya no te atañe, no es tu problema.

Miró a su marido con un punto de rencor. Lo malo de depender emocionalmente de alguien era que ese alguien al final toma conciencia de su superioridad y acaba considerándote como a una especie de niño inútil al que hay que recordar cómo son las cosas más elementales. Se quedó callada. Nunca imaginó que Henry reaccionaría así. Esa era, en el fondo, la filosofía vital que aplicaba a todo: conservar la apariencia exterior de normalidad y dejar que cada uno cargara con sus actos. Estaba segura de que Henry no la tomaba en serio, no compartía sus problemas de un modo auténtico, nunca se ponía en su piel. Por eso siempre exhibía ante ella su equilibrio a toda prueba. Pero ¿era eso equilibrio real? Si uno no entra en los temas a fondo es muy fácil permanecer sereno, tan fácil como no entender ni una palabra de lo que al otro le ocurre. En los dos años que llevaban casados nunca lo había visto con tanta claridad como en aquel momento.

Cuando él se hubo ido, un ramalazo de pánico la recorrió. Estaba sola. En realidad, no había nadie con ella, nadie. Henry le estaba demostrando cómo la había considerado siempre. Para él, era una niña tonta con la que, por fortuna, sólo debía estar algunos ratos. Había caminado por el alambre siempre pensando que la mano poderosa de Henry la sostenía, pero no era verdad, el precipicio se abría al fondo, sin protección. Junto al miedo y la decepción, sintió también cierta remota euforia que la elevaba a la categoría de heroína: ella sola con sus problemas y su dolor. Siempre, desde su nacimiento, había estado sola. Y, sin embargo, había resistido. Más de uno no podría haber soportado los chantajes emocionales de su madre, la debilidad de su padre. Pero ella había salido adelante. Y continuaría haciéndolo. No era una niña tonta, desde luego que no.

Se encontraron en la casa y fueron a su habitación. Habían empezado a llamarla así: «nuestra» habitación. El deseo de hacer el amor cuando se veían era devorador. Estar el uno dentro del otro, sentirse. Después venía el momento de la conversación. Podían hablar, relajados, notando el cuerpo desnudo del otro entregado y sereno junto al suyo propio. Victoria le dijo:

—Esta cama es como nuestra isla. Aquí estamos bien, fuera están los problemas. Cada vez la vida se hará más difícil en el mar exterior.

—Para mí es más sencillo quizá; aunque hay algo muy duro que aguanto mal.

—Ver a Ramón.

—Si sólo fuera verlo... pero trabajamos juntos, nos ayudamos en cuestiones concretas.

—¿Alguna vez habéis hablado de algo personal?

—No, nunca; los cuatro lugares comunes que se barajan entre todos.

—¿Qué tipo de hombre te parece?

—Es amable, callado, cordial. Nunca discute.

—No le gusta discutir. ¿Puedo preguntarte por qué te enamoraste de Paula?

—Ya te lo dije. Era seductora, inteligente, tenía un montón de planes para el futuro. Pero ¿para qué hablar? Ha dirigido toda su fuerza contra sí misma y nunca saldrá de ahí.

—¿No temes que al marcharte las cosas empeoren para ella?

—Es posible, no lo sé, pero todos somos mayores y cada uno lleva las riendas de su propia vida. Así debe ser.

Experimentó una sensación contradictoria al oírlo hablar de aquella manera. Por una parte, veía con alivio la seguridad y la firmeza con la que actuaba. Por otra, le causaba un cierto desagrado que fuera capaz de hablar con tanta dureza sobre la mujer con la que había compartido tantos años. Era culpa suya, no debería haber sacado el tema de sus respectivas parejas, pero hacerlo le proporcionaba un placer extraño que, al parecer, él no compartía. No le gustaba dar datos sobre Paula. Santiago era un hombre tan callado como Ramón. ¿Se había enamorado de un hombre parecido a su propio esposo? Pensar eso le resultaba desalentador.

—¿En qué piensas? —le preguntó Santiago.

—En nada, cosas absurdas. Yo me enamoré de Ramón porque me pareció un hombre fiable. ¡Qué cosas hacemos las mujeres! Nos quedamos con un hombre por la misma razón por la que se compra un coche: no va a dejarte tirada en la carretera. ¡No te rías!; es exactamente así. Primero, nos trazan un camino y luego nos dicen con quién tenemos que transitarlo. Son cosas inculcadas.

—¿Crees que para los hombres es diferente?

—Tenéis más libertad.

—La libertad no es mesurable: se tiene o no se tiene.

—Pues entonces yo no la he tenido. A lo mejor tampoco la tengo ahora. Antes pensaba que, en cierta manera, Ramón y tú sois parecidos. Quizá lo que estoy haciendo es aplicar al amor los patrones educacionales que he recibido.

La miró con ironía:

—¿Quieres decir que cualquier hombre parecido a tu marido podría haberte servido?

—¡No digas eso, por favor!

Se besaron largamente entre protestas y mimos.

—En cualquier caso, Victoria, hay algo que deberías hacer: dejar de pensar en el pasado.

—¿El pasado? ¡Es el presente aún!

—El presente sólo existe cuando nos encontramos en esta cama. Además, creo que hay que pensar también en el futuro.

—¡Tú siempre estás haciéndolo!

—¿Me lo reprochas?

—No, pero me da un poco de vértigo.

—Pues agárrate a algo sólido, a mí, por ejemplo. Escribí a varias empresas en España buscando trabajo y una me ha contestado. Quieren que dirija las obras de una carretera cerca de Barcelona. Si les contesto empezará el proceso de contratación. Eso significa que dentro de tres meses como máximo podemos estar de vuelta, comenzando nuestra nueva vida.

Ella se quedó callada.

—¿Estás muda de terror?

—Tres meses es como decir: ahora.

—No; en tres meses tenemos tiempo de hacer bien las cosas: contar a nuestras parejas la situación, organizarnos tú y yo, marcharnos juntos y empezar de nuevo.

—Ya empiezo a notar el vértigo.

—Tú misma has dicho que fuera de esta cama la vida se hace cada vez más difícil. Además, no es bueno acumular situaciones de clandestinidad. Resulta humillante para todos.

—Sí, cuando todo se haya destapado, se preguntarán dónde y cómo hemos estado viéndonos.

—Eso es inevitable.

—Tengo sueño, Santiago.

—No te duermas, querida, en seguida será hora de marcharnos.

—¿Te imaginas lo que será poder dormir una noche juntos?

—Pronto dormiremos juntos todas las noches que nos queden de vida.

Es curioso, pensó ella, estaba planeando ponerse el pijama para siempre junto a un hombre del que apenas sabía nada. Era absurdo, pero no menos que seguir poniéndoselo junto a un hombre del que ya lo sabía todo.

Paula miró distraídamente las carpetas abiertas sobre su mesa. Su trabajo no había experimentado ningún avance en los últimos meses. El editor de los diarios de Tolstoi había dejado de llamarla para preguntarle cómo iba todo. Estaba segura de que uno de aquellos días recibiría un mensaje para anunciarle que su contrato había sido cancelado. Daba igual. No había percibido ninguna cantidad a cuenta. Tampoco necesitaba el dinero. Estaba casada con un hombre que ganaba más que suficiente. Se preguntó si esa tranquilidad económica de la que siempre había disfrutado había sido una circunstancia determinante en su fracaso creativo. De haber contado sólo con la pluma para vivir se hubiera esforzado hasta conseguir algo. Pensó si aquello era cierto. ¿Todo se reducía a estrujarse el cerebro para asegurarse la subsistencia? No, James Joyce debía mantener a toda su familia y nunca se le ocurrió abandonar su plúmbeo
Ulises.
Vivía de dar sablazos. No, el análisis de su fracaso la llevaba por otros derroteros. Era algo relacionado con la totalidad. La literatura era una diosa que lo exigía todo, y ese todo era tan amplio y profundo que daba miedo pensar. «Todo» era volcarse por completo, sacar de ti mismo lo que no sacarías ni en veinte años de sesiones psicoanalíticas. «Todo» era que no te importara ninguna otra cosa aparte de la jodida literatura. «Todo» era sacrificar el amor, el placer y hasta la experiencia diaria. «Todo» era que el éxito te trajera sin cuidado. «Todo» era todo, y el resto era mierda. Incluso el bueno del conde Tolstoi había dejado entrar demasiadas cosas en su recinto literario, excesivas caridades, un exceso de mística. Se había sobrepasado en el número de broncas con su mujer, en los celos. Demasiadas batallas en
Guerra y paz,
por no hablar del bodrio de
Resurrección.
Sólo se salvaba el conde Vronsky, y únicamente cuando llevaba pelliza y estaba tan guapo.

Se echó hacia atrás en su silla. Estaba cansada. También se necesitaba fuerza física para aguantar las obsesiones. Santa Teresa era una mística, y de no haber sido porque le dio por el monjerío enloquecido nunca hubiera escrito ni una palabra, en especial, todas las pornografías que escribió. El monjerío la salvó de quedarse quieta en un rincón haciendo versitos sobre el corazón de Jesús y otros guisos de difícil tránsito estomacal. Pero tuvo la genialidad de echarse al monte, y en la cima se encontró con todos los ángeles, polla flamígera en ristre, esperándola para darle inspiración. «Todo» era todo, también el coraje o la indiferencia para seguir hasta el final, hasta las últimas consecuencias. Bajo todo buen libro está la amargura, lo más negro, el agujero sin fondo, el abismo, el océano de oscuridad. Y hasta allí hay que descender, sin botella de oxígeno, a pulmón, hasta reventarte el pecho sabiendo que, de esa inmersión, no puedes salir indemne. ¡Una broma macabra! Ella nunca había llegado a la conclusión tranquilizadora de que no tenía talento. Surgían las dudas y los autorreproches, la necesidad de localizar el agente patógeno: falta de valentía, falta de inteligencia... demasiado interés por la vida. Pero lo peor, lo auténticamente diabólico había sido la esperanza, pensar que aún podía, que cualquier día una imprevista voz interior le dictaría una gran novela. Porque había oído en ocasiones sus ecos rondándole la cabeza, los había sentido, a retazos, a intuiciones certeras y geniales, como soplos de algo superior. No fueron alucinaciones, ni borracheras brillantes ni días de intensa lucidez, sino auténticos jirones de una obra excelsa, perfecta, completa, inmortal. Pero ese espinazo de la inspiración en estado puro se esfumaba en seguida, y todo lo que salía de su mente y su mano era algo manoseado, algo que sonaba y olía a líneas ya escritas por alguien alguna vez.

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