Authors: Greg Egan
Como la mayor parte de las hojas de la «cubierta arbórea» eran completamente verticales, obstruía la visión desde la sonda mucho menos que si hubiesen estado mirando al cielo, y huecos aleatorios del follaje dejaban expuestas considerables vistas bidimensionales. Se había observado una gran variedad de habitantes del bosque, desde grandes voladores y planeadores, exotérmicos y carnívoros —todos de ocho extremidades, si se contaban las alas—, hasta parches de algo parecido a hongos que aparentemente se alimentaban directamente de los mismos árboles. El impresionante volumen de bosque disponible para la observación, y la ausencia de ritmos diurnos y estacionales, había permitido a los xenólogos deducir con relativa rapidez muchos ciclos vitales; muy pocas especies se reproducían en sincronía, y las que lo hacían sólo correlacionaban en pequeñas regiones, por lo que de todas las especies siempre se podía encontrar individuos de cualquier edad. Había jóvenes que nacían vivos y autosuficientes, mientras que otros se desarrollaban en todas las formas imaginables, desde bolsas hasta sacos parecidos a huevos en nidos o colgando en grupos, en nodulos bajo corteza de Jano, en presas ignorantes, muertas o paralizadas, e incluso en los cadáveres de su padres.
Hacia el interior, el bosque bloqueaba la luz del océano, pero la vida se derramaba por la sombra. Algunos animales se alejaban de la costa para criar a sus jóvenes, seguidos de cerca por los depredadores, pero también había especies locales, empezando por las plantas que se alimentaban de los nutrientes que llegaban desde el bosque. La vida de Poincaré no empleaba un único disolvente universal, sino una docena de moléculas abundantes que formaban líquidos a las temperaturas costeras. La lluvia rara vez caía en el bosque en sí, y los ríos importantes que fluían desde el interior desnudo para acabar vaporizados al dar con el magma del océano contenían poco material orgánico, pero suficiente rocío de gran altitud caía de los árboles Jano y llegaba al interior, enriquecido con restos, para alimentar aun ecosistema secundario compuesto por varios miles de especies.
Incluyendo a los Ermitaños.
Elena mostró redes de energía estimada y flujo de nutrientes para depredación, pastoreo, parasitismo y relaciones simbióticas.
—Cuanto más estudiamos, más pruebas aparecen. No es sólo que no tengan depredadores ni parásitos visibles; tampoco se enfrentan a ninguna presión poblacional, ni a hambrunas ni a enfermedades. Todas las demás especies están sometidas a una dinámica poblacional caótica; incluso los árboles Jano muestras indicios de superpoblación y mortandades. Pero los Ermitaños se encuentran en medio de esas variaciones caprichosas, sin que les afecten. Es como si toda la biosfera hubiese sido ajustada para aislarles de lo desagradable.
Mostró una 5—imagen y Orlando renuentemente ajustó su visión para apreciarla adecuadamente. Los Ermitaños, explicó Elena, eran criaturas sin extremidades, parecidas a los moluscos que vivía en estructuras estacionarias, medio excretadas como conchas, medio excavadas como madrigueras. Parecían pasar la mayor parte de sus vidas dentro de esas cuevas, alimentándose de desventurados transeúntes que caían por la trinchera resbaladiza que llevaba directamente a la boca del Ermitaño. Ningún carnívoro había desarrollado las herramientas necesarias para arrancarlos, y aunque muchas especies eran lo suficientemente inteligentes para evitar las trincheras, siempre había victimas de sobra. Y entre los seis millones de Ermitaños observados desde órbita, nunca se había visto a uno que se reprodujese o muriese.
Karpal se mostró escéptico.
—No se trata más que de una especie tímida y sedentaria que ha tenido buena suerte en el breve periodo de tiempo que hemos estado observándola. No me sentiría tentado a extrapolar su esperanza de vida a seis millones de veces el periodo de observación; todavía estamos por ver alguna fluctuación importante de temperatura en la corteza, y cuando se produzca será un caos. Deberíamos enfocar nuestros recursos a los desiertos; si los Transmutadores están en Poincaré, estarán todo lo lejos posible de la vida nativa. ¿Por qué iban a intervenir en beneficio de esas criaturas?
Elena respondió fríamente:
—No estoy dando a entender que lo hiciesen. Los poincareanos podrían haber organizado todo por sí mismos.
—¿Les has visto haciendo algo que se parezca remotamente a la biotecnología?
—No. Pero una vez que se han situado en un nicho invulnerable, ¿por qué iban a necesitar hacer más cambios?
Orlando dijo:
—Incluso si son tan inteligentes como para haber hecho eso... si su idea de la utopía es pasar la eternidad en una cueva esperando a que la comida se deslice hasta sus gargantas, ¿qué van a saber sobre los Transmutadores? Es posible que hace mil millones de años diez mil naves relucientes pasasen por delante de Poincaré, pero incluso si los Ermitaños estaban aquí ya por entonces, no se van a acordar. No les va a importar.
—No sabemos eso. ¿Carter-Zimmerman en la Tierra da la impresión de ser un hervidero de curiosidad intelectual? ¿Sabes lo que hay almacenado en la biblioteca de la polis simplemente dando un vistazo a la cubierta protectora?
Karpal gruñó.
—Ahora estás tomándote Orfeo demasiado en serio. Un ordenador biológico en un planeta de otro universo no demuestra...
Elena respondió:
—Un ordenador biológico
natural
no demuestra que sean un producto corriente de la evolución. Pero ¿por qué no iba la vida de Poincaré a crearlo mediante ingeniería? Nadie se opone a la idea de que toda civilización tecnológica podría tener su propio Introdus. Si los poincareanos eran hábiles con la biotecnología, ¿por qué no iban a crear una especie viva adecuadamente diseñada en lugar de una máquina?
Paolo intervino alegremente.
—¡Estoy de acuerdol Los Ermitaños podrían ser polis vivas, con todo el ecosistema como fuente de energía. Pero no es preciso que los fabricasen nativos de Poincaré. Si los Transmutadores llegaron aqui y no encontraron vida inteligente, es posible que alterasen el ecosistema para crearse un nicho seguro, luego fabricaron a los Ermitaños y migraron a ellos para dejar correr el tiempo en 3—panoramas.
Elena rió con cierta cautela, como si sospechase que se reían de ella.
—¿Dejando correr el tiempo hasta
qué
?
—Hasta que aquí evolucionase alguien... una especie con la que valiese la pena hablar. O llegase alguien. Como nosotros.
El debate continuó, pero no se llegó a ninguna conclusión. De acuerdo con la pruebas, los Ermitaños podían ser simplemente beneficiarios fortuitos de la selección natural o también los amos secretos de Poincaré.
Se votó y Karpal perdió. Los desiertos eran demasiado vastos para ser explorados sin un objetivo claro. La expedición concentraría sus recursos en los Ermitaños.
Orlando se movió lentamente sobre la roca luminosa, notando indoloramente la arenilla en la planta de su único, ancho y ondulante pie, Se sentía desnudo y vulnerable fuera de su cueva; veinte kilotaus haciendo de Ermitaño, dirigiendo esta marioneta sobre la hipersuperficie de Poincaré, y podía empatizar hasta ese punto. O quizá prefería la vista a través del estrecho túnel porque le ayudaba a limitar el paisaje de cinco dimensiones.
Cuando supo que estaba a la vista de su vecino, extruyó nueve bastones y ejecutó el gesto 17, la única secuencia que no había probado antes. Se sentía casi como si estuviese extendiendo la mano y agitando los dedos, ejecutando un fragmento de un lenguaje de signos que le hubiese venido a la memoria pero sin saber lo que significaba.
Esperó, mirando túnel abajo, hacia la luz perlífera del calor corporal múltiplemente reflejado del alienígena.
Nada.
Los verdaderos Ermitaños abandonaban sus cuevas casi exclusivamente con el propósito de fabricarse una nueva; no estaba claro si era porque la anterior se les había quedado pequeña, querían un mejor suministro de comida o se alejaban de alguna fuente de peligro o incomodidad. En ocasiones, dos Ermitaños desnudos se cruzaban; nueve megataus de observaciones sobre el terreno por parte de un enjambre de sondas atmosféricas había ofrecido el gran total de diecisiete encuentros de esa naturaleza. No parecían pelear ni copular, a menos que lo hiciesen a distancia con secreciones tan sutiles que no se podían detectar, pero extruían varios órganos como pedúnculos —hasta doce hipercilindros que Elena había bautizado como «bastones»— y los agitaban el uno hacia el otro al pasar.
La teoría decía que eran actos de comunicación, pero con una muestra tan pequeña de esos encuentros para analizar, era casi imposible deducir nada sobre el hipotético lenguaje de los Ermitaños. Desesperados, los xenólogos habían construido un millar de robots Ermitaños y les habían hecho excavar y excretar cuevas propias, artificialmente cerca de las reales, con la esperanza de provocar algún tipo de respuesta. No había sido así, aunque todavía quedaba la posibilidad de un encuentro robot-Ermitaño si uno de los vecinos se decidía a salir y construir una cueva nueva.
Los robots habitualmente estaban controlados por software no consciente, pero algunos ciudadanos se habían dedicado a conducirlos como marionetas y Orlando obedientemente se había unido a ellos. Empezaba a sospechar que los Ermitaños eran tan estúpidos como parecían, lo que resultaba más un alivio que una decepción; malgastar tanto tiempo en ellos no sería ni la mitad de doloroso que estar obligado a aceptar que una especie inteligente deliberadamente se había refugiado en un callejón sin salida.
Orlando intentó mirar al cielo, pero el cuerpo no podía satisfacer su deseo, no era posible inclinar hasta ese punto la hipersuperficie sensible al infrarrojo que era su cara. Los
Ermitaños —y muchos otros poincareanos— observaban su entorno por medio de cierto tipo de interferometría; en lugar de utilizar lentes para formar una imagen, empleaban matrices de fotorreceptores y analizaban las diferencias de fase en la radiación que llegaba a puntos diferentes de la matriz. Limitados a la observación no invasiva de los Ermitaños vivos y a las autopsias por microsondas de los cadáveres de otras especies, nadie sabía realmente cómo veían los Ermitaños su mundo, pero el color y la disposición de los receptores ofrecían una pista evidente; podían ver el resplandor termal del paisaje. Calentadas por sus cuerpos, las cuevas eran ligeramente más calientes que la mayor parte de la roca circundante, por lo que pasaban sus vidas envueltos en luz. En su propia cueva, Orlando se había acostumbrado al brillo que percibía hasta encontrar el ambiente vagamente reconfortante, pero ése era el límite de lo que estaba dispuesto a hacer para encontrar agradable la experiencia de los Ermitaños. Cuando un pequeño octópodo espinoso se deslizaba hasta su boca, se daba la vuelta y lo escupía a través del segundo túnel de la cueva. Por estúpidas que fuesen esas criaturas, no estaba dispuesto a matarlas simplemente por empatizar con los Ermitaños, o por intentar dotar de autenticidad a una imitación que ya desde el principio era probablemente fallida.
Su exoyó encajó una ventana de texto sobre el panorama, una intrusión extrañamente desorientadora. El objeto bidimensional ocupaba una porción insignificante de su campo de visión —en las dos direcciones hiperreales eran tan delgado como una tela de araña— pero las palabras siguieron llamando su atención como si se las hubiesen colocado frente a la cara en un 3— panorama, bloqueando todo lo demás. Cuando recorrió conscientemente la ventana para leer la noticia, sintió una tremenda sensación de
déjá uu
, como si ya hubiese asimilado la página completa de un vistazo.
C-Z Swift había perdido el contacto con ellos durante casi trescientos años. En el lado de la macroesfera, el enlace nunca había quedado en silencio: el flujo de fotones creados por la singularidad había saltado directamente de un paquete de datos con fecha de 4955 TU a otro de 5242. Pero los ciudadanos de C— Z Swift acababan de despertar de una pesadilla, preguntándose año tras año si algún día volvería la desintegración beta recíproca.
Orlando regresó de un salto a la Isla Flotante, a la cabaña, a su 3-cuerpo. Se sentó en la cama, estremeciéndose.
No estaban varados. Todavía no
. La habitación era familiar, reconfortante, plausible... pero no era más que una mentira. Nada de todo eso podía existir fuera de la polis: el suelo de madera, el colchón, su cuerpo, eran físicamente imposibles.
Había majado tan lejos. Aquí no podía aferrarse al viejo mundo. Y no podía aceptar el nuevo
.
No podía dejar de estremecerse. Miró al techo, esperando que se abriese y que la realidad que le rodeaba entrase en torrente. Esperando que la macroesfera atacase como un rayo. Susurró:
—Debería haber muerto en Atlanta.
Liana respondió claramente:
—Nadie
debería haber muerto. Y
no debería morir nadie por el estallido del núcleo. ¿Por qué no dejas de lloriquear y haces algo útil?
Orlando no se dejó engañar ni se sintió confundido un solo instante —se trataba de una alucinación auditiva, un producto del estrés— pero se aferró a las palabras como a un cabo de salvamento. Liana le habría obligado a abandonar la autocompasión; ese aspecto de ella había sobrevivido en su cabeza.
Se obligó a concentrarse. De alguna forma, la singularidad se había deslizado... lo que significaba que el neutrón largo ancla de los Transmutadores, que enlazaba el universo natal con la macroesfera, empezaba a perder agarre. Yatima, Blanca y todos los demás grandes expertos en la versión extendida de la Teoría de Kozuch no habían predicho nada asi... lo que significaba que nadie sabía si volvería a deslizarse, o cuándo, o durante cuántos siglos.
Pero una o dos veces más podría bastar para llevarles más allá del estallido del núcleo galáctico.
La noticia podría hacer que los otros decidiesen clonar la polis y buscar a los Transmutadores en otro lugar. Pero incluso sin otro deslizamiento de la singularidad, apenas tendrían tiempo de visitar dos o tres estrellas más. Y aunque todos sus instintos le decían que los Ermitaños eran animales estúpidos, todos sus instintos estaban demasiado alejados del mundo que los había creado como para distinguir gauche de droit.
Jugar a ser un Ermitaño jamás sería suficiente para llegar hasta elios. Gobernar un robot, recrear su imagen corporal, arrastrarse por la hipersuperficie nunca sería suficiente. No tenía sentido fingir que una misma mente podría adaptarse a la Tierra y a Poincaré, a U y a U-estrella, a tres dimensiones y a cinco. Escapar y estrellarse. Nadie podía forzarse hasta ese punto; tenía que romperse.