Authors: Greg Egan
El marcador todavía cubría el polo rotacional.
El exoyó de Yatima sacó a il de hibernación en el punto medio del viaje. Il se situó en la versión de 5-espacio del Satélite Pinatubo, sintiendo cómo se disolvía en el cielo ralo. No tenía sentido preguntarse cuántos universos había en un puñado de vacío de este lugar. Las revelaciones del Gestor implicaban que incluso en el universo natal había un número infinito de universos por debajo.
Quizá en todos los universos hubiese vida y civilización, viajeros estelares e ingenieros de partículas largas. Pero incluso los Engarzadores, incluso los Transmutadores, sólo podían ascender una distancia finita. Podría haber una Diáspora avanzando lentamente desde cien mil niveles por debajo del universo natal de la que nadie nacido en la Vía Láctea llegaría a saber.
Pero su propia Diáspora ya se había superpuesto con la de los Transmutadores. El espacio que les rodeaba era infinito, pero si se ceñían al rastro jamás les perderían. Alcanzarles era sólo cuestión de tiempo y persistencia.
Más tarde, Paolo despertó y se unió a il. Se sentaron en una viga, planeando el encuentro con los Transmutadores. Y cuanto más hablaban, más confianza sentía Yatima de que no les quedaba mucho más camino.
En la sexta macroesfera había un artefacto vagando libremente en el espacio, a mil millones de kilómetros de la singularidad.
Tenía forma irregular, aproximadamente esferoidal, de doscientos cuarenta kilómetros de anchura... el tamaño de un asteroide grande. No estaba muy ametrallado, pero también se encontraba bien lejos de cualquier sistema estelar lleno de restos. La superficie probablemente tuviese uno o dos millones de años de antigüedad.
Era difícil obtener un espectro con la tenue luz estelar y después de esperar pasivamente durante un megatau la llegada de alguna señal de vida, y luego otro periodo igual para una respuesta a un amplio espectro de señales de radio e infrarrojos, acordaron usar un láser para rozar débilmente la superficie.
Como represalia no los incineraron.
Dejando de lado la contaminación por el gas y el polvo interestelares, la superficie era cuarzo puro, dióxido de silicio. Silicio 30, oxígeno 18, los isótopos estables más pesados de cada elemento. El artefacto parecía encontrarse en equilibrio térmico con el entorno, lo que no demostraba que estuviese muerto. El calor de desecho, la entropía, podia verterse durante un periodo de tiempo finito en un sumidero interno y oculto.
Hicieron aterrizar microsondas sobre el artefacto y lo tomografiaron con débiles ondas sísmicas. Tenía exactamente la misma densidad en todas partes, cuarzo sólido uniforme, pero la técnica sólo permitía una resolución de un milímetro. No revelaría estructuras más pequeñas.
—Si tienes razón, ¿pasan deliberadamente de nosotros? ¿O pasan por completo del mundo exterior? —Incluso los ciudadanos de Ashton-Laval se habrían dado cuenta de inmediato si alguien hubiese tocado el casco de su polis con un láser—, Y si pasan de nosotros, ¿cómo responderán si hacemos algo lo bastante invasivo como para llamar su atención?
Paolo dijo:
—Podríamos esperar mil años y ver si se dignan a establecer contacto.
Enviaron un pequeño enjambre de femtomáquinas para penetrar bajo la superficie. A los pocos metros encontraron una estructura: un patrón de diminutos defectos en el cuarzo. El análisis estadístico demostró que los defectos no eran aleatorios; la probabilidad de que ciertas correlaciones espaciales surgiesen por azar era infinitesimal. Pero el cristal global era estático, inmutable por completo.
No era una polis. Era un almacén de datos.
La escala absoluta del proyecto era abrumadora. Los datos estaban empaquetados casi tan densamente como sus propios depósitos moleculares, pero el artefacto tenía quinientos billones de veces el volumen de la polis. Ejecutaron un software de análisis de patrones, intentando dar sentido a las franjas y fragmentos, pero no obtuvieron nada. Aceleraron un siglo mientras las femtomáquinas descendían más y el software seguía con el problema.
Aceleraron un milenio, Las femtomáquinas dieron con una copia del antiguo mapa galáctico escrito en los defectos, rodeado de un material indescifrable. Animándose, aceleraron otros mil años, pero el software fue incapaz de decodificar el protocolo de almacenamiento de más datos. Y aunque apenas habían empezado a leerlo, Yatima sospechaba que podrían hacerlo completamente y aun así no comprenderían nada más.
Sin venir a cuento, Paolo dijo sin emoción:
—Orlando estará muerto. De él no quedarán más que tataranietos carnosos viviendo en algún remoto planeta de la segunda macroesfera.
—Tus otros yos habrán ido a visitarle. A conocer a sus hijos. A decir adiós.
Paolo adoptó la forma ancestral y lloró. Yatima dijo:
—Era un enlazador. Te creó a ti para que tocases otras culturas. Él quería que llegases todo lo lejos que pudieses.
La superficie del artefacto estaba repleta de neutrones largos, con el mismo catalizador de siempre. Y el mapa del estallido galáctico también estaba codificado en la secuencia del agujero de gusano... aunque aqui la más diminuta fluctuación de vacío era un suceso inimaginablemente más inmenso que cualquier cataclismo que devorase la Via Láctea.
Tomaron una muestra del neutrón, construyeron una nueva polis en la séptima macroesfera y pasaron.
Había otro artefacto que flotaba libremente cerca de la singularidad, fabricado con el mineral marcador que habían visto originalmente en Poincaré.
Estaba frío y era inerte, y estaba repleto de los mismos defectos microscópicos que el primero. Era imposible saber si los datos eran idénticos; sólo podían comparar pequeñas muestras. El software localizó algunas secuencias iguales, cadenas de bits que se repetían con relativa frecuencia en ambos cristales. El protocolo de almacenamiento seguía siendo opaco, pero probablemente fuese el mismo.
Yatima dijo:
—Podemos regresar en cualquier momento.
—¡Deja de repetirlo! Sabes que no es verdad. —Paolo rió, más resignado que amargado—. Hemos quemado seis mil años. Hemos convertido a los nuestros en extraños.
—Es una cuestión de grado. Cuanto antes volvamos, más fácil será encajar de nuevo.
Paolo no se dejó convencer.
—Hemos superado el punto de regresar de vacío. Si reducíamos nuestras pérdidas y nos rendimos ahora, entonces ya desde el principio la búsqueda no valía la pena.
Había un tercer artefacto en la octava macroesfera y un cuarto en la siguiente. Era posible comparar formas y tamaños entre pares de iguales dimensiones, y, dejando de lado los microcráteres aleatorios, las diferencias era apenas mensurables. Cuando muestrearon los artefactos en posiciones iguales, situando los caminos de las femtomáquinas lo mejor posible y luego buscando una correlación, encontraron que grandes porciones de datos eran iguales. Pero no todas.
El patrón siguió en la décima macroesfera, la undécima y la duodécima. Los artefactos cambiaban ligeramente de forma. Un diez o un veinte por ciento de los bits en todos los exabytes muestreados en posiciones correspondientes eran diferentes.
Paolo dijo:
—Son como filas de teselas de las alfombras de Orfeo. Sólo que no conocemos la dinámica, no conocemos las reglas para pasar de una a otra.
Yatima consideró la posibilidad de averiguar cómo funcionaba mediante inspección.
—Esto es inútil. Deberíamos dejar de examinar cada uno de los artefactos intentando deducir la naturaleza de los Transmutadores a partir de su tecnología.
Paolo asintió tranquilamente.
—Estoy de acuerdo. La forma más rápida de descubrir para qué sirven estos objetos sería preguntárselo a sus creadores.
Automatizaron el proceso e hicieron que sus exoyós les acelerasen, les congelasen y les clonasen cuando fuera necesario. Se concedieron sentidos en ocho dimensiones y se sentaron en los soportes de un 8-panorama del Satélite Pinatubo, contemplando pares de esbeltos artefactos perpendiculares de tres y cinco dimensiones rotar apareciendo y desapareciendo a la vista. Era como deslizarse por una escalera en espiral que fuese de una macroesfera a otra, de dimensión en dimensión.
Al llegar al nivel nonagésimo tercero, se perdió el contacto entre la polis y la singularidad del décimo segundo.
En el nivel ducentésimo séptimo, la vigésimo sexta singularidad se deslizó diez mil años.
Yatima sintió pánico:
—Somos idiotas. Esto no tiene fin. Van un paso por delante, fabricando estas cosas tan rápido como nosotros saltamos.
—Eso no te lo crees. ¿No me dijiste, allá en Swift, que albergabas la convicción de que no eran maliciosos?
—He cambiado de opinión.
Acordaron silenciar el software que indicaba los cortes en la cadena; si no tenían intención de dar la vuelta, no tenía sentido distraerse con las malas noticias.
Los artefactos mutaron lentamente.
Luego, superado el billonésimo nivel, de pronto había dos en cada universo. Fijados en posiciones relativas rígidas, a pesar de estar separados por cientos de kilómetros de vacío.
Yatima le preguntó a Paolo:
—¿Quieres parar y descubrir cómo lo han hecho?
—No.
No podían cambiar el tiempo real que hacía falta para completar cada enlace, pero aceleraron todavía más rápidos, hasta que sólo percibían cada décimo, cada centésimo, cada milésimo nivel.
Apareció un tercer artefacto. Luego un cuarto.
Luego todos se fueron acercando, nivel tras nivel, y se fundieron.
Uno a uno, aparecieron tres artefactos nuevos, todos acercándose al central. Justo cuando se empezaban a fusionar con él, apareció un cuarto. El artefacto mayor cambió de forma, volviéndose más esferoidal. Se contrajo, creció, se contrajo, desapareció. El cuarto del segundo conjunto de artefactos más pequeños —aproximadamente del tamaño del primero, allá en la sexta macroesfera— era todo lo que quedaba.
Persistió, durante diez billones de niveles más, cambiando sólo ligeramente, para luego contraerse abruptamente a una décima, a una centésima parte de su tamaño original.
Luego desapareció.
Su ascenso se detuvo.
La última singularidad —a 267.904.176.383.054 niveles desde el universo natal— se encontraba en el espacio interestelar vacío.
Se convirtieron a ellos mismos, junto con el panorama, a las versiones en tres dimensiones y echaron un vistazo. Se encontraban en el plano de una galaxia en espiral y una cinta de estrellas envolvía el cielo como la perdida Vía Láctea. Paolo se meció sobre un soporte, riendo.
Yatima comprobó el observatorio. No había ningún nuevo Swift a la vista, ningún portal de neutrón largo que llevase más arriba. Si los Transmutadores estaban en algún lugar, estaban aquí.
—¿Ahora qué? ¿Dónde los buscamos?
Paolo se columpió en el soporte al que se cogía y luego se lanzó al espacio. Giró como un borracho alejándose del satélite. Luego violó la física y regresó girando.
Dijo:
—Justo delante de nosotros.
—No hay nada delante de nosotros.
—Ahora no. Porque ha terminado. Lo hemos visto todo.
—No comprendo.
Paolo cerró los ojos y se obligó decir las palabras:
—Los artefactos eran polis
. ¿Qué otra cosa podrían haber sido? Pero en lugar de cambiar los datos en una polis fija... no dejaban de construir nuevas, nivel tras nivel.
Yatima lo asimiló.
—Entonces, ¿por qué pararon?
—Porque no había nada más que hacer. —El gestalt de Paolo parecía oscilar entre la agonía cómica por el fracaso de la su búsqueda y la alegría absoluta por haberla completado—. Habían visto todo lo que querían ver en el mundo exterior, se habían elevado a través de al menos seis universos, y luego invirtieron doscientos billones de tics de reloj en pensar en todo lo visto. Construyendo panoramas abstractos, creando arte, repasando su historia. No sé. Nunca lo descifraremos; nunca sabremos con seguridad lo que pasó. Pero no nos hace falta. ¿Quieres saquear los datos, buscar sus secretos? ¿Quieres robar sus tumbas?
Yatima negó con la cabeza.
Paolo dijo:
—Pero no comprendo las formas. Los cambios de tamaño y número.
—Creo que yo sí.
En conjunto, los artefactos formaban una gigantesca escultura, ocupando más de un trillón de dimensiones. Los Transmutadores habían construido una estructura que empequeñecía los universos, pero que tocaba sólo muy ligeramente cada uno. No habían reducido mundos enteros a escombros, no habían rehecho galaxias a su imagen. Habiendo evolucionado en algún mundo distante y finito, habían heredado el rasgo de supervivencia más valioso de todos.
La moderación.
Yatima jugó con un modelo de la escultura hasta dar con la forma adecuada de montarla. Il convirtió el panorama a cinco dimensiones y luego le mostró la figura a Paolo.
Era una criatura de cuatro pies y cuatro brazos, con un brazo extendido hasta muy por encima de la cabeza. No había dedos; quizá se tratase de una versión estilizada, posterior al Introdus, de la forma ancestral. La punta de un pie estaba en la sexta macroesfera. El punto más alto del brazo elevado del Transmutador se encontraba en el nivel justo por debajo del que ahora ocupaban, señalando hacia arriba.
Al número infinito de niveles que había por encima. A todos los mundos que jamás vería, que jamás tocaría, que jamás comprendería.
Examinaron el registro de fallos de comunicación. En total había más de siete millones de enlaces rotos y más de noventa mil millones de años de deslizamientos identificados. Estadísticamente, ahora era totalmente increíble que al menos una de los cientos de billones de singularidades de la cadena no se hubiese perdido. E incluso si pudiesen regresar a la segunda macroesfera —o a algún nivel superior si ese universo había sido abandonado cuando las estrellas se habían quedado sin combustible— no habría nada para ellos. La cultura de la Tierra que habían conocido se habría fusionado con otras de la segunda macroesfera o simplemente habría evolucionado hasta ser irreconocible.
Yatima cortó el flujo de gestalt del registro y miró al panorama repleto de estrellas.
—¿Ahora qué?
Paolo dijo:
—Las otras versiones de mí habrán hecho todo lo que yo soy capaz de hacer. Y habrán vivido mejores vidas de la que yo podría llegar a tener aquí.
—Podríamos seguir viajando. Buscar civilizaciones locales.