Dinero fácil (5 page)

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Authors: Jens Lapidus

BOOK: Dinero fácil
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... Once, doce. Pausa. Descansar un minuto. Pero sin dejar que los músculos se enfríen.

Mrado se dirigió hacia el tío gigantesco. Se puso junto a él. Le miró fijamente. Los brazos cruzados.

El tío gigantesco hizo caso omiso. Volvió a empezarla cuenta. Resoplaba.

Uno, dos, tres...

Mrado levantó una pesa de veinticinco kilos. La levantó dos veces al mismo ritmo que el tío gigantesco. Mucho peso para unos bíceps recién entrenados.

... Cuatro, cinco.

Dejó caer la pesa en el pie del tío gigantesco.

Gritó como un cerdo acuchillado. Soltó sus pesas. Se agarró el pie. Saltaba sobre una pierna. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

Mrado pensó: Pobre capullo imbécil. Deberías haber dado un paso atrás y haberte puesto en guardia.

Mrado dio una patada circular con todas sus fuerzas contra la otra pierna del tío. Ciento cincuenta kilos se desplomaron contra el suelo. Mrado encima de él. Inesperadamente rápido. Con la precaución de dar la espalda a la ventana. El revólver fuera. Smith & Wesson Sigma 38. Era pequeño, pero según Mrado era práctico que se pudiera llevar con facilidad debajo de una chaqueta sin que se notara.

Los que estaban fuera no podían ver lo que pasaba. Usar una pistola en un marrón: inusual en Mrado. Aún más inusual en el gimnasio.

El cañón en la boca del tío gigantesco.

Mrado le quitó el seguro al arma.

—Entérate bien, chiquitín. Me llamo Mrado Slovovic. Éste es nuestro gimnasio. No vuelvas a poner un pie aquí. Si es que te queda algún pie, claro.

El tío gigantesco, más acabado que un famoso de un
reality
después de tres meses, se dio cuenta de que se había equivocado de camino.

Quizá de manera definitiva.

Quizá era el final.

Mrado se levantó. Mantuvo el arma hacia abajo, apuntando al tío gigantesco, la espalda hacia la ventana. Importante. El tío gigantesco seguía tumbado en el suelo. Mrado se puso sobre su pie destrozado: ciento veinte kilos de Mrado sobre dedos recién machacados.

El tío gigantesco gimoteaba. No se atrevía a escabullirse.

Mrado se fijó: ¿era una lágrima lo que veía en la esquina del ojo de ese tío?

Dijo:

—Chaval, es hora de irse a casa a la pata coja.

Cae el telón.

Capítulo 4

La vida pasaba muyyyyy lentamente. Estar encerrado todas las tardes desde las ocho hasta las siete de la mañana daba mucho tiempo para pensar en la celda. Un año, tres meses y ya dieciséis días en el trullo. A prueba de fugas, decían. Olvídalo.

Jorge se subía por las paredes. Tenía ganas de echar un pito. Dormía mal. Iba al váter una y otra vez. Traía locos a los monos. Tenían que abrirle cada vez.

Las noches en blanco producían largas cadenas de pensamientos sobre recuerdos serios.

Pensaba en su hermana, Paola. Le iba bien en la universidad. Había elegido otra vida. Estilo vikingo, seguridad. La adoraba. Preparaba frases para decírselas cuando saliera, cuando pudiera verla de verdad. No sólo mirar la foto que había colgado junto a la cama.

Pensaba en su madre.

Se negaba a pensar en Rodríguez.

Pensaba en diferentes planes. Pensaba en el Plan. Sobre todo, entrenaba más que nadie.

Cada día daba veinte vueltas alrededor de la prisión por el interior de los muros. La longitud total: ocho kilómetros. Cada dos días: entrenamiento en el gimnasio de la prisión. La prioridad número uno, los músculos de las piernas. La parle anterior, la posterior, muslos y pantorrillas. Usaba los aparatos. Concienzudamente. Después estiraba meticulosamente. Los demás pensaban que estaba pirado. Metas: cuatrocientos metros en menos de cincuenta segundos, tres kilómetros en menos de once minutos. Quizá lo consiguiera ahora que había reducido el tabaco.

La zona estaba bien cuidada. La hierba bien recortada. Los arbustos bajos. Nada de árboles altos. El riesgo era evidente. Senderos de gravilla alrededor de los edificios. Bueno para las rodillas cuando corría. Grandes superficies con césped. Dos porterías de fútbol.

Una pequeña cancha de baloncesto. Algunos bancos con barra para hacer pectorales al aire libre. Podría haber sido un agradable campus universitario. Lo que estropeaba el espejismo: un muro de siete metros de altura.

Correr, la especialidad de Jorge. Tenía una constitución fibrosa como la de un guerrillero, nada de músculos inflados, nada de grasa innecesaria. Venas que se marcaban con claridad en los antebrazos. Una enfermera del colegio le dijo una vez que era el sueño de cualquier centro de donación de sangre. Jorge, joven y tonto, le dijo que soñara con otro porque era fea de cojones. En esa ocasión no hubo revisión médica para él.

Tenía el pelo liso, castaño oscuro, peinado hacia atrás. Los ojos: marrón claro. Pese a todo lo que había pasado en el barrio, una cierta inocencia en la mirada. En su momento le había facilitado vender farla.

Durante la semana trabajaban en los talleres. Les permitían salir en dos ocasiones todos los días: una hora para comer y entre las cinco y la cena, a las siete. Después, encerrados a cal y canto. Solamente estar en la celda. Los fines de semana tenían más tiempo al aire libre. Jugaban al fútbol. Hacían pesas. Se quedaban de pie en grupos. Fumaban, susurraban, se fumaban un porro cuando los monos no les veían. Jorge entrenaba.

Había empezado a estudiar a distancia en la Komvux
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. La dirección de la prisión lo valoraba. Le daba posibilidades de estar solo sin levantar sospechas. Estaba sentado con la puerta de la celda abierta y estudiaba entre las cinco y la hora de la cena todas las tardes. Un numerito que funcionaba. Los monos asentían con la cabeza como gesto de aprobación.
Putos*
.

La celda, pequeña: seis metros cuadrados de color marrón claro, ventana de medio metro cuadrado. Tres barrotes de acero horizontales pintados de blanco con veintidós centímetros de separación impedían la fuga. Pero el rey, Ioan Ursut, lo había conseguido. Régimen durante tres meses y luego se embadurnó de mantequilla. Jorge solía preguntarse qué le habría resultado más difícil deslizar entre los barrotes, si la cabeza o los hombros.

La decoración era espartana. Cama con un colchón fino de goma-espuma, escritorio con dos estantes encima y la correspondiente silla con respaldo de barrotes, un armario y un perchero de pared. Sin sitio para esconder nada en ningún sitio. Un listón de madera recorría toda la pared para fijar pósteres en él. No se podía pegar nada directamente a la pared; por el riesgo de que se escondieran drogas u otra cosa tras lo que se colgase en la pared. Jorge había puesto la foto de su hermana y un póster. Un clásico en blanco y negro: el Che, con barba desaliñada y boina.

Los monos revisaban la celda dos veces por semana. Buscaban drogas, alcohol fermentado casero u objetos metálicos grandes. Trabajaban a contracorriente. El lugar estaba hasta arriba de maría, alcohol casero y pastillas de Subutex
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.

El entorno le provocaba claustrofobia. Otros días lo llevaba mejor: los pensamientos sobre la fuga eran un subidón. Mientras tanto, se comportaba como un puñetero drogata, de los que se esconden para ponerse. Se apartaba de todo y de todos. Peligroso/ innecesario. Una sospecha sobre su plan y todo podría irse al traste; los capullos soplones les lamían el culo a los monos.

Pensaba en sus orígenes. Profesores disimuladamente racistas en Sollentuna. Asistentes sociales tontas, profesores de enseñanza especial cobardes, maderos puñeteros. Buenas condiciones para los predestinados malos pasos de un chaval del extrarradio. No tenían ni puta idea de la vida marginal. La justicia desplazada por las propias leyes de las bandas del extrarradio. Pero Jorge nunca se quejó. Especialmente ahora. Pronto estaría fuera.

Meditaba sobre el tráfico de farla. Recopilaba teorías. Analizaba. Tejía ideas. Aprendía de Rolando y de los demás.

Tenía sueños raros. Dormía mal. Intentó leer. Se hizo una paja. Escuchó a Eminem, Latin Kings y Santana. Pensó en su entrenamiento. Se hizo otra paja.

El tiempo pasaba la leeeeeche de despacio.

Jorge analizaba. Meditaba. Memorizaba. Fluctuaba entre subidones de ánimo y angustia. Se tomaba a sí mismo más en serio que nunca. Nunca en toda su vida había pensado tanto en algo. Tenía que funcionar. Jorge no tenía a nadie en el exterior que estuviera dispuesto a correr riesgos demasiado grandes. Consecuencia: estaba obligado a encargarse él mismo de la mayor parte. Pero no de todo.

Rolando no había vuelto a mencionar su conversación del comedor sobre la fuga. El tío parecía ser de fiar. Si hubiera soltado algo, el rumor habría corrido por Österåker desde hacía mucho. Pero Jorge necesitaba ponerle aún más a prueba. Corroborar que era el momento de revelar parte de su plan. El hecho era que necesitaba la ayuda de Rolando.

El primer problema real: necesitaba hablar con ciertas personas y debía tener cosas preparadas. Necesitaba unas horas fuera de la prisión. Österåker ya no daba permisos normales. Por otra parte, los internos podían obtener un permiso vigilado si tenían motivos especiales. Jorge lo había solicitado hacía dos meses. Tuvo que rellenar el impreso 426a. Indicó como motivo «estudiar y ver a la familia». Sonaba bien. Además era verdad.

Apreciaban que estudiara. Les gustaba que no formara parte de ningún grupo. Se consideraba que se portaba bien. Nada de follones. Nada de colocarse. Nada de broncas. Obediente sin ser un gilipollas.

Le concedieron un día, el 21 de agosto, por motivos de estudio y familiares. Incluso le dieron permiso para ir de compras y verse con amigos. El primer día en el exterior de los muros desde que ingresó. Prepararon un horario. Sería un día caótico. Fantástico. Quizá todo resultara, tenía que hacer un buen trabajo. J-boy no iba a pudrirse en Österåker el resto de la vida ni en broma.

El único problema: en los permisos de ese tipo siempre se iba acompañado de tres monos.

Y llegó el día D. Doce horas de histeria bien planificada.

A las nueve, Jorge y los monos que le vigilaban se subieron al minibús de la prisión en dirección a Estocolmo. Directamente a la Biblioteca de la Ciudad.

Jorge hizo bromas con los monos cuando entraron.

—¿Voy a reunirme con un nazi o qué?

No le entendieron.

—¿Qué quieres decir?

—Un bibliotecario.

Se troncharon.

Buen ambiente en el minibús.

El día empezaba bien.

Cincuenta minutos más tarde aparcaban en el centro.

Calle Odengatan.

Se bajaron.

Subieron la escalinata de la biblioteca.

En el interior: la Rotonda. A Jorge le molaba la altura del techo. Los monos le miraron de reojo. ¿Interés por la arquitectura o qué?

Preguntó por a Riitta Lundberg. La superbibliotecaria. Ya le había contado la historia anteriormente, por teléfono: estudiaba a distancia en la Komvux desde una penitenciaría. Necesitaba buenas notas en el bachillerato para poder empezar una vida nueva cuando saliera. Buaa, buaa. Estaba haciendo un trabajo sobre la historia de Österåker y la localidad en general. Trataría sobre el desarrollo cultural de la población.

Apareció Riitta. Era como Jorge se la había imaginado: académica tipo comunista con jersey tejido a mano. Un collar que parecía una vértebra barnizada. El prototipo de una bibliotecaria de carne y hueso.

Los monos se distribuyeron por la Rotonda. Se sentaron junto a las salidas. Le vigilaban a distancia.

Jorge sacó su voz melosa. Disimuló el acento de Rinkeby
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:

—Hola, ¿eres Riitta Lundberg? Soy Jorge. Hemos hablado por teléfono.

—Por supuesto. Eres el que está haciendo un trabajo sobre la historia de Österåker.

—Más o menos. Me parece una zona muy interesante. Está habitada desde hace miles de años.

Jorge había hecho los deberes. En la prisión había folletos. En la biblioteca del trullo se podían sacar algunos libros. Se sentía el amo de los trucos baratos.

Siempre que no le oyeran los monos.

Ella se lo tragó. Había preparado lo que él necesitaba después de su conversación telefónica. Algunos libros sobre la zona. Pero sobre todo mapas y fotografías aéreas.

Qué maja, qué maja Riitta.

Los monos comprobaron que las ventanas de la sala de lectura estaban a suficiente aluna del suelo. Luego esperaron en la sala grande, junto a la salida.

La cosa estaba tranquila. No se enteraban de
nada*
.

Tres horas de lucha intelectual con los mapas y las fotos. No tenía costumbre. Pero no estaba totalmente perdido. Había mirado los mapas de la guía telefónica y libros de mapas de la biblioteca de la prisión en las semanas previas para aprender cómo estaban diseñados. Lamentó haber hecho pellas en las clases de geografía del colegio.

Extendió todos los documentos ante sí. Pidió que le dejaran una regla. Repasó los mapas uno a uno. Las fotos aéreas una a una. Eligió los mapas que mejor mostraban el terreno y los caminos. Eligió las fotos más detalladas. Buscó carreteras cercanas, las zonas boscosas más próximas, senderos claramente marcados. Estudió los lugares de vigilancia que conocía, su ubicación y la relación entre sí. Comprobó los accesos a la autopista. Las posibilidades de tomar diferentes rutas alternativas. Se aprendió las señales de las zonas pantanosas, de las elevaciones del terreno, de los bosques. Vio que el terreno era bueno. Midió. Se hizo una composición mental. Reflexionó. Marcó. Evaluó.

¿Cuál era la mejor escapatoria?

El interior: dos edificios principales de una planta con las celdas de los internos y un edificio de dos plantas con las zonas de trabajo y el comedor. Además, había un pequeño edificio con la enfermería, el de los monos de varios pisos, el comedor de los monos y la zona de visitas. Entre los primeros edificios y los últimos había un muro más.

El exterior de la prisión: zona talada de unos treinta metros con la excepción de unos pocos arbustos, maleza y árboles jóvenes de menor tamaño. Luego, bosque durante kilómetros. Pero había pequeños caminos.

Cerró los ojos. Memorizó. Estudió de nuevo las imágenes y los mapas. Repasó las alturas. Se cercioró de que entendía qué líneas indicaban las diferencias de altura del terreno. Cuáles eran caminos. Cuáles eran cursos de agua. Se fijó en las escalas, diferentes en los distintos mapas. Un centímetro representaba cincuenta metros, un centímetro era trescientos metros, etcétera. Jorge: más meticuloso de lo que nunca hubiera podido imaginarse. Creó una imagen general de toda el área.

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