Dioses de Marte (13 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Dioses de Marte
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La muchacha y yo estábamos atados juntos con una cuerda que sólo nos permitía movemos hasta tres o cuatro pies uno de otro. Cuando entramos en el compartimento, los dos nos sentamos en un banquillo delante del ojo de buey del camarote. En el cuarto no había más muebles que el banco, hecho de madera de
sorapo
.

El suelo, el techo y las paredes eran de aluminio carborundum, composición ligera e impenetrable, ampliamente utilizado en la construcción de naves de combate marcianas.

Yo me hallaba sentado meditando acerca del porvenir, con los ojos fijos en la ventanilla, colocada precisamente al nivel de mi cabeza, cuando de repente eché una mirada a Phaidor. Ésta me contemplaba con una extraña expresión que nunca había observado en su rostro hasta aquel momento. En realidad, me pareció muy hermosa.

Instantáneamente veló los ojos con los blancos párpados y me pareció descubrir que un delicado rubor teñía sus mejillas. Pensé que sin duda la había avergonzado haber sido sorprendida en el acto de mirar fijamente a un ser inferior.

—¿Encuentras interesante el estudio de seres criaturas humildes? —le pregunté riendo.

Phaidor me miró de nuevo y me dijo con tono jovial pero que revelaba nerviosismo:

—¡Oh, mucho! Especialmente cuando tienen un buen perfil.

Yo debería haberme sonrojado; pero no fue así, comprendiendo que quería burlarse de mí y admiré la entereza de un corazón que conservaba las ganas de bromear camino de la muerte. De manera que uní a su risa la mía.

—¿Sabes a dónde vamos? —me interrogó.

—A resolver el misterio del eterno más allá, supongo —repuse.

—A mí me aguarda una suerte peor que ésa —añadió ella estremeciéndose un tanto.

—¿Qué quieres decir?

—Sólo puedo adivinarlo —me contestó—, pero ninguna doncella
thern
de cuantos millones de ellas han sido raptadas por los piratas negros en el curso de las edades, ha vuelto a nuestros dominios para narrar sus experiencias entre esa gente. El que nunca hagan prisionero a un hombre lleva a la creencia de que la suerte de las muchachas que raptan es peor aún que la muerte.

—¿Y no será un justo castigo? —exclamé sin poder contenerme.

—¿De qué?

—¿Acaso los
thern
se portan de otro modo con los infelices que emprenden voluntariamente la peregrinación al Río del Misterio? ¿No fue Thuvia durante quince años una esclava y un juguete? Entonces ¿por qué te quejas y te parece injusto sufrir lo que por vuestra culpa otros han sufrido?

—No me entiendes —replicó ella—. Nosotros, los
thern
, somos de una raza sagrada. Para una criatura inferior constituye un gran honor servimos. Si a veces no salvásemos a unos cuantos de la clase inferior que estúpidamente baja flotando por un río desconocido hacia un fin no menos ignorado todos serían presa de los hombres planta y de los monos.

—¿Pero no alentáis por todos los medios la superstición entre todos los que componen el mundo externo? —argüí—. Esa es la peor de vuestra crueldades ¿Puedes decirme por qué fomentáis tan cruel engaño?

—Toda vida sobre Barsoom —dijo Phaidor— ha sido creada únicamente para sostén de nuestra raza. De otra manera ¿como podríamos vivir si el mundo externo no nos proporcionara trabajo y sustento? ¿Piensas que un
thern
es capaz de humillarse trabajando?

—¿Y es verdad que coméis carne humana? —le pregunté horrorizado.

Ella me miró con lastimera conmiseración, a causa de mi ignorancia.

—Comemos la carne de las especies inferiores. ¿Vosotros no?

—Carne de animales, sí —respondí—; pero no la carne del hombre.

—Pues si los hombres pueden comer carne de animales, los dioses pueden comer carne de hombres. Los Sagrados Thern son los dioses de Barsoom.

Me hallaba enfadado y me imagino que se lo hice ver.

—Ahora eres un incrédulo —añadió delicadamente—; pero si tuviéramos la suerte de escapar con vida de las garras de estos piratas y volver a la corte de Matai Shang, creo que allí encontraríamos argumentos para convencerte de esos errores. Y quizá —agregó vacilando un poco— lograríamos incluso que te quedaras con nosotros, como... como... uno de los nuestros.

De nuevo bajó los ojos clavando la mirada en el suelo, y un ligero matiz dio color a sus mejillas. Entonces no comprendí su significado y tardé bastante en averiguarlo. Con razón solía decir Dejah Thoris que en ciertas cosas yo era un completo ignorante.

—Temo que sería mal acogido si solicitase la hospitalidad de tu padre—contesté—, porque lo primero que haría cuando fuera
thern
consistiría en montar una guardia en la desembocadura del río Iss para escoltar a los pobres viajeros ilusos de vuelta al mundo exterior. También dedicaría mi vida al exterminio de los repugnantes hombres planta y de sus horrendos compañeros, los grandes monos blancos.

La joven
thern
me miró verdaderamente espantada.

—No, no —gritó—; no digas tan terribles sacrilegios, y ni siquiera los pienses. Bastaría con que sospechasen que abrigabas tales espantosas ideas para que, en el caso hipotético de poder regresar a los templos de los
thern
, estos te dieran un muerte horrible, sin que ni siquiera mi... mi... sin que ni yo pudiera salvarte.

Y otra vez enrojeció, manifestando su turbación.

No dije más. Evidentemente era inútil, puesto que en Phaidor estaban las supersticiones todavía más arraigadas que en los marcianos del otro mundo, los cuales sólo adoraban la hermosa esperanza de una vida de amor, paz y felicidad en el más allá. Los Thern adoraban a los odiosos hombres planta y a los monos o, por lo menos, los reverenciaban como encarnaciones de los espíritus pertenecientes a sus propios muertos.

En este punto se abrió la puerta de nuestro calabozo para dar entrada a Xodar.

El negro me sonrió con jovialidad y, al hacerlo, su expresión me pareció especialmente amistosa... todo menos cruel o vengativa.

—Puesto que de ninguna manera os será fácil escaparos —dijo—, no veo la necesidad de teneros encerrados aquí abajo. Voy, pues, a cortar vuestras ataduras para que podáis subir a la cubierta. Allí presenciaréis algo muy interesante, y como jamás volveréis al otro mundo, en nada nos perjudicará permitiros verlo. Sabréis así que nadie más que el Primer Nacido y sus esclavos conoce la existencia de mi acceso subterráneo a la Tierra Santa, al verdadero cielo de Barsoom.

»Será una lección excelente para esta hija de los Thern —continuó— porque, además de contemplar el Templo de Issus, tal vez consiga que con suerte que la misma Issus la abrace.

Phaidor levantó la cabeza.

—¿Qué blasfemas, perro pirata? —exclamó—. Issus barrerá a toda tu casta para siempre en cuanto avistéis su templo.

—Mucho te queda por aprender,
thern
—replicó Xodar con una fea sonrisa—, y no te envidio la manera en que vas a aprenderlo.

Al llegar a la cubierta observé con sorpresa que la nave pasaba sobre un vasto campo de hielo y nieve, y que en todo el alcance de la vista, en cualquier dirección, nada se podía distinguir.

No había más que una solución para aquel misterio. Nos hallábamos encima del casquete helado del polo sur. Sólo en los polos de Marte existía nieve y hielo. Ningún signo de vida aparecía debajo de nosotros. Indudablemente, tales regiones australes ni siquiera estaban pobladas por las grandes bestias peludas, a las que tanto les gusta cazar marcianos.

Xodar permanecía a mi lado, mientras que yo miraba por encima de la barandilla de la aeronave.

—¿Qué rumbo? —pregunté.

—Un poco hacia el Sudoeste —me contestó—. Pronto se verá enfrente de nosotros el Valle del Otz. Lo surcaremos durante unos cientos de millas.

—¡El valle del Otz! —exclamé—; pero hombre, ¿no es en él donde dominan los Thern de los que acabamos de escapar?

—Sí —respondió Xodar—. Cruzaste este desierto helado la última noche en que escapaste de nosotros. El valle del Otz se extiende por una gran depresión en el Polo Sur. Está hundido a mil pies por bajo del nivel de los países que le rodean, como un gran cuenco redondo. A cien millas de su frontera septentrional se alzan los montes del Otz, que circundan el valle interno del Dor, en el centro exacto del cual se extiende el Mar Perdido de Korus y, en la costa de ese mar, correspondiente a la tierra del Primer Nacido, se levanta el Templo Dorado de Issus. A él nos dirigimos.

Contemplando aquel espectáculo comencé a comprender por qué, durante todas las edades, sólo uno había escapado del siniestro valle. Mi asombro consistía en que incluso ese hubiera podido lograrlo. Me parecía imposible cruzar en solitario y a pie el enorme espacio de hielo barrido por los vientos.

—Sin una nave aérea nadie conseguiría atravesarlo —terminé diciendo en voz alta.

—Así fue como se escapó aquél de los Thern en tiempos remotos; pero nadie ha escapado aún del Primer Nacido —exclamó Xodar con un matiz de orgullo en su voz.

Habíamos llegado entonces a la extremidad más meridional de la gran barrera de hielo. Concluía bruscamente en un muro liso y de miles de pies de altura, y en cuya base se extendía un liso valle, interrumpido aquí y allá por redondeadas colinas y espesos bosques, entre los que corrían pequeños ríos formados por el deshielo de la helada muralla en su base.

En seguida pasamos a gran distancia sobre lo que parecía ser un profundo cañón que, partiendo del muro de hielo del norte, cruzaba el valle hasta donde nos alcanzaba la vista.

—Esa es la cuna del río Iss —dijo Xodar— que va mucho más allá del campo de hielo y bajo el nivel del valle del Otz, aunque su cañón se abre ahí.

En aquel momento divisé algo que me pareció una aldea y que señalé a Xodar, preguntándole qué era.

—Es un poblado de almas perdidas —me contestó riendo—. La faja entre la barrera helada y las montañas se considera terreno neutral. algunos desisten de su voluntaria peregrinación Iss abajo, y escalando las tremendas escarpas de su cañón, de ese que está allí en el fondo, se detienen en el valle. Además, de cuando en cuando se les escapa a los Thern algún esclavo que se establece en el mismo sitio.

»Ellos no intentan recobrarle, porque nadie puede salir de este valle interno y porque, en realidad, temen demasiado la vigilancia de los cruceros del Primer Nacido para arriesgarse a abandonar sus propios dominios.

»Las pobres criaturas de este valle exterior no son molestadas por nosotros, puesto que no tienen nada que podamos desear y carecen de fuerza numérica para ofrecernos una resistencia seria; así que las dejamos en paz.

»Han constituido varias aldeas, cuya población apenas ha aumentado durante muchos años porque siempre andan peleando unos con otros.

A continuación nos dirigimos un poco hacia el Noroeste, separándonos del valle de las almas perdidas, y pronto distinguimos a estribor una negra montaña que se levantaba en la desolada y blanca estepa. No era muy alta y parecía poseer una cumbre plana.

Xodar nos había dejado para atender algún deber, y Phaidor y yo nos hallábamos solos y de pie junto a la barandilla. La muchacha no había hablado desde que nos trajeron a la cubierta de la aeronave.

—¿Es verdad lo que me ha dicho? —le pregunté.

—En parte, sí —me contestó—. Lo que dijo acerca del valle interno es cierto; pero en lo referente a la situación del Templo de Issus, en el centro de ese país, miente. Si no mintiera... —añadió vacilando—. Pero no puede ser cierto, no puede ser cierto. Porque, si lo fuera, los míos habrían sufrido durante innumerables edades horrendas torturas y terribles muertes a manos de sus crueles enemigos, en vez de disfrutar de la hermosa Vida Eterna, que, tal y como se nos ha enseñado, nos tiene preparada Issus.

—Entonces, como los barsoomianos inferiores del otro mundo han sido engañados por vosotros para ir a parar al valle de Dor, tal vez los mismos Thern también lo habrán sido por el Primer Nacido a fin de imponerles tan espantoso sino —indiqué—. Sería un castigo horrible y despiadado, Phaidor; pero justo.

—No puedo creerlo —dijo ella.

—Ya veremos —contesté, y de nuevo permanecimos silenciosos, porque nos acercábamos con rapidez a la montaña negra, la cual, de una forma indefinida, parecía estar ligada a la respuesta de nuestro problema.

Al aproximamos al oscuro y truncado cono, fue disminuyendo la velocidad de la nave hasta que apenas nos movimos. Luego coronamos la cresta del monte y debajo vi la rugiente boca de un enorme pozo circular, cuyo fondo se perdía en las más densas tinieblas.

El diámetro de este extraordinario abismo pasaba de los mil pies. Las paredes eran lisas y debían estar compuestas por una roca negra y basáltica.

Durante un instante, la nave flotó directamente encima del centro de la abierta sima, y luego, lentamente, empezó a penetrar en el tenebroso abismo. Poco a poco fue descendiendo, hasta que, envuelta por completo en sombras, se desvanecieron sus luces, y en el tenue halo de su propio resplandor, el monstruoso acorazado bajó cada vez más hacia lo que parecían ser las verdaderas entrañas de Barsoom.

Cerca de media hora estuvimos descendiendo, y luego el pozo terminó abruptamente en la bóveda de un increíble mundo subterráneo. A nuestros pies se encrespaban y aquietaban las olas de un mar enterrado. Un fulgor fosforescente iluminaba la escena. Millares de buques punteaban la superficie de ese océano. Aquí y allá surgían pequeñas islas, sostenes de la vegetación extraña e incolora de aquella región espectral.

Despacio y con majestuosa gracia, el acorazado cayó hasta posarse en el agua. Sus grandes impulsores habían sido quitados y guardados durante la bajada por el pozo y sustituidos por pequeños y poderosos motores acuáticos. Al comenzar estos a funcionar, el buque emprendió de nuevo su viaje, surcando el nuevo elemento con la misma decisión y seguridad que si estuviera en el aire.

Phaidor y yo no salíamos de nuestro asombro. Ni ella ni yo habíamos nunca oído hablar de semejante mundo, situado debajo de la superficie de Barsoom.

Casi todos los buques que vimos eran de guerra; había algunas barcazas y transportes ligeros, pero no había barcos mercantes, tales como los que se desplazan de puerto a puerto a través de la capa de aire superior, allá en el mundo externo.

—Éste es el puerto de la marina de los Primeros Nacidos —dijo una voz a nuestras espaldas y girándonos vimos a Xodar, que nos contemplaba, sonriendo divertido.

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