Dioses de Marte (14 page)

Read Dioses de Marte Online

Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Dioses de Marte
9.47Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Este mar —añadió— es mayor que el de Korus y recibe las aguas de los mares menores que hay encima de él. Para evitar que se llene sobre cierto nivel, disponemos de cuatro grandes instalaciones con bombas que llevan el agua sobrante a unos depósitos construidos al norte y muy lejos de aquí, de los que los hombres rojos sacan las aguas con que riegan sus granjas.

Aquella explicación trajo a mi mente nuevas luces. Los rojos siempre habían considerado un milagro el hecho de que de tarde en tarde brotasen de las sólidas y rocosas paredes de sus depósitos grandes columnas de agua que aumentaban la provisión del precioso líquido, tan escaso en el mundo marciano externo.

Jamás habían sido capaces sus intelectuales de averiguar la causa secreta de aquel enorme volumen de agua, y en el curso del tiempo se habituaron sencillamente a aceptar el hecho por sí mismo, cesando de preguntarse por su origen.

Pasamos varias islas en las que había unos edificios raros, de forma circular, en apariencia sin tejados, perforados a la mitad de la distancias del suelo a su parte superior con unas ventanas pequeñas, dotadas de fuertes barrotes. Servían para vigilar desde ellos las prisiones que también estaban custodiadas por guardias armados, guarecidos en garitas situadas en la parte de afuera o que patrullaban a lo largo de las líneas costeras.

Algunos de esos islotes tenían un acre de extensión, pero no tardamos en divisar frente a nosotros uno mucho mayor. Este resultó ser nuestro destino, porque el acorazado se dirigió velozmente a su abrupta costa.

Xodar nos hizo una seña para que le siguiéramos, y con media docena de oficiales y marineros abandonamos el buque de guerra, para aproximarnos a una enorme estructura oval, que se alzaba a doscientas yardas de la costa.

—Pronto veras a Issus —dijo Xodar a Phaidor—. Los escasos prisioneros que cogemos le son presentados. En ocasiones elige esclavas de entre las cautivas para completar las filas de sus doncellas. Nadie sirve a Issus más de un año —manifestó el guerrero negro dibujando en sus labios una lúgubre sonrisa que prestaba un cruel y siniestro significado a una frase tan vulgar.

Phaidor, aunque resistiéndose a creer que Issus estuviera relacionada con los piratas, comenzó a sentir dudas y temores y se pegó a mí no pareciendo ya la altiva hija del Señor de la Vida y la Muerte en Barsoom, sino una niña amedrentada en poder de sus implacables enemigos.

El edificio donde acabábamos de entrar carecía por completo de techumbre. En su centro había un gran estanque de agua, colocado debajo del nivel del suelo, a modo de una amplia piscina para la natación. Cerca de uno de los lados del estanque flotaba un objeto extraño y negro. En ese momento no pude averiguar si se trataba de un monstruo propio de aquellas aguas estancadas o de una extraña balsa.

Sin embargo, pronto lo supimos, porque llegamos al borde del estanque directamente encima del extraño objeto y entonces Xodar gritó unas breves palabras en un idioma desconocido. Inmediatamente se abrió en el objeto la tapa de una escotilla y un marinero negro surgió de las entrañas de la extraña nave.

Xodar se dirigió al marinero:

—Transmite a tu oficial —dijo— las órdenes del Dátor Xodar. Dile que el Dátor Xodar, con gente de sus oficiales y marinería, escolta a dos prisioneros, que serán trasladados a los jardines de Issus, detrás del Templo Dorado.

—Bendita sea la cáscara de vuestro primer antepasado, noble Dátor —replicó el hombre—. Se hará como disponéis.

Y levantando ambas manos, con las palmas hacia fuera sobre su cabeza, que es el saludo común a todas las razas de Barsoom, el negro volvió a desaparecer en el vientre de su nave.

Al cabo de un momento, apareció en la cubierta un oficial lujosamente uniformado, que lucía las insignias de su graduación, y dio la bienvenida a Xodar, invitándonos después a entrar en el buque.

El camarote al que nos llevaron se extendía por completo a todo lo largo del barco; tenía ventanillas a los dos lados debajo de la línea de flotación. Poco después de hallarnos a bordo de la nave oímos unas voces de mando, y de acuerdo con ellas, cerraron y aseguraron la escotilla y empezó a vibrar la nave con el rítmico murmullo de su maquinaria.

—¿A donde iremos en esta bañera? —preguntó Phaidor

—Hacia arriba, no —respondí—; porque he notado que aunque al edificio le falta el techo, se halla cubierto con una tupida tela metálica.

—Entonces, ¿adónde? —insistió la joven.

—Por la apariencia de la embarcación juzgaría que vamos a bajar contesté.

Phaidor se estremeció. Durante incontables eras las aguas de los mares de Barsoom habían motivado gran número de tradiciones e incluso la propia hija de los Thern, nacida a la vista del único mar que quedaba en Marte, sentía igual terror al agua profunda que el más común de los marcianos.

En aquel momento se hizo más fuerte la sensación de que nos hundíamos. En efecto, descendíamos con rapidez. Nos lo demostraba el ruido del agua al chocar contra los cristales de las ventanillas y los vertiginosos remolinos de la masa líquida entrevistos a la pálida luz que se filtraba por los ojos de buey.

Phaidor me cogió un brazo.

—¡Sálvame! —murmuró—. ¡Sálvame!, y te concederé todo lo que me pidas. Será tuyo cuanto está en poder de los Sagrados Thern. Phaidor... — Balbució un poco y agregó en voz más baja — Phaidor te ama.

Me dio pena la pobre niña y puse mi mano en la suya, que descansaba en mi brazo. Creo que mi conducta fue mal interpretada, pues ella, después de lanzar una mirada furtiva a la sala para convencerse de que estábamos solos me echó los brazos al cuello y atrajo mi cara hacia la suya.

CAPÍTULO IX

Issus diosa de la Vida Eterna

La confesión amorosa que el miedo había arrancado a la muchacha me conmovió profundamente, pero también me humilló porque temí haberla hecho creer con cualquier palabra o acto irreflexivo que sentía por ella el mismo afecto.

Nunca había sido un hombre enamoradizo, siendo más aficionado a las empresas bélicas y a las luchas que al coqueteo, y según mi opinión era ridículo que uno suspirase apretando en su mano un guante perfumado, cuatro tallas más pequeño que los suyos, o besando una flor marchita que ya empezaba a oler como un repollo. Por eso no supe qué hacer en aquella ocasión. Realmente hubiera preferido afrontar mil veces la furia de las hordas salvajes, que habitan en las simas del mar muerto, a sostener la mirada de la hermosa joven y decirle lo que le debía decir.

Y como no tenía más remedio que hacerlo, lo hice.

Es cierto que un tanto rudamente.

Suavemente me desprendí de sus brazos, que me ceñían el cuello, y luego, aún sujetándola por una mano, le conté la historia de mi amor a Dejah Thoris. Le revelé que de todas las mujeres que había conocido y admirado de los dos mundos durante mi larga vida, sólo a ella amaba.

Mi relato no pareció complacerla. Como una tigresa se irguió frenética y jadeante. Se desfiguró el hermoso rostro, que adoptó una expresión de horrible maldad, y al propio tiempo me lanzó una mirada fulminante.

—¡Perro! —vociferó—. ¡Perro blasfemo! ¿Crees que Phaidor, hija de Matai Shang, suplica? ¡Ella ordena! ¿Que significa para ella tu ruin pasión por una puta del otro mundo, a la que elegiste en una vida anterior?

»Phaidor te ha ensalzado con su amor y tú la has despreciado. Diez mil muertes atroces e incomprensibles, no bastarán para borrar la humillación que de ti acaba de recibir. Y esa a la que llamas Dejah Toris perecerá de la manera más espantosa. Tú mismo has firmado su irrevocable sentencia.

»¡Y tú! Tú serás un vil esclavo al servicio de la diosa que en vano has tratado de humillar, y caerán sobre tu cuerpo las torturas y las ignominias, hasta que te arrastres a mis pies implorando la muerte.

»Con mi graciosa generosidad atenderé al fin tus ruegos, y del más alto balcón del Acantilado Dorado veré cómo te desgarran los grandes monos blancos del valle.

Ella lo tenía todo previsto. Había programado todo del principio al fin. Me sorprendió pensar que una criatura tan divinamente bella pudiera mostrarse a la vez tan ferozmente vengativa, y se me ocurrió, además, que en su venganza prescindía de un pequeño factor, por lo que, sin ánimo de regodearme en su desgracia y sí con el de permitirle reformar sus planes en un aspecto más práctico, le señalé una de las vantanillas del camarote.

Evidentemente, se había olvidado por completo de lo que la rodeaba y de las circunstancias en que se hallaba, pues al reparar en las oscuras y revueltas aguas por las que el buque descendía, la doncella se desplomó sobre un banquillo, y tapándose la cara con las manos sollozó más como una niña desgraciada que como una diosa arrogante y omnipotente.

Continuamos descendiendo hasta que el grueso cristal de las ventanillas se calentó sensiblemente a causa del calor de las olas que lo golpeaban. Sin duda estábamos muy por debajo de la superficie de Marte.

En ese momento cesó el descenso y pude oír que los propulsores impulsaban a la nave en línea recta a toda velocidad. Había allí una oscuridad densa, pero el resplandor de nuestras ventanillas y el reflejo de lo que debía ser un poderoso foco montado en la proa del submarino, mostraban que nos abríamos paso a través de un largo y estrecho pasaje rocoso.

Después de unos minutos los propulsores dejaron de impulsamos; quedamos totalmente quietos y luego empezamos a elevamos rápidamente hacia la superficie. Pronto aumentó afuera la claridad y nos detuvimos.

Xodar entró en el camarote con sus hombres.

—Venid —nos dijo, y nosotros le seguimos pasando por la escotilla que uno de los marineros había abierto.

Nos hallábamos en una pequeña bóveda subterránea, en cuyo centro se encontraba el estanque donde flotaba nuestro submarino, como le habíamos visto antes, mostrando sólo su ennegrecido lomo.

Rodeando el borde de la piscina había una plataforma elevada y las paredes de la cueva se elevaban perpendicularmente hasta una altura de varios pies, arqueándose después hacia el centro formando un techo bajo. Los muros en su parte inferior estaban jalonados por varias entradas a pasadizos tenuemente iluminados.

A uno de ellos nos condujeron nuestros captores, y al cabo de un corto paseo nos detuvimos ante una jaula de acero puesta en el fondo de un pozo que se elevaba mucho más lejos de donde nos alcanzaba la vista.

La jaula resultó ser del modelo corriente de ascensores usados en diferentes partes de Barsoom. Se movía por medio de enormes magnetos suspendidos en lo alto del pozo. Por medio de un aparato eléctrico se regulaba el volumen del magnetismo generado y se variaba la velocidad.

En largos trechos el ascensor subía con mareante rapidez, especialmente al acercarse a la superficie porque la escasa fuerza de gravedad inherente a Marte ofrecía una muy débil resistencia a la poderosa fuerza que tiraba de él.

Apenas se cerró la puerta de la jaula detrás de nosotros y ya el ascensor se había parado en el rellano de arriba; tan rápida fue nuestra ascensión por el largo pozo.

Cuando salimos del pabellón que alojaba la estación superior del ascensor, nos encontramos en medio de un paisaje verdaderamente maravilloso. Ningún idioma terrestre posee palabras para expresar las increíbles bellezas de la escena.

Se podría hablar de árboles con follaje escarlata y ramas de marfil, plagados de brillantes capullos purpúras; de sinuosos senderos empedrados con rubíes, esmeraldas, turquesas y diamantes triturados; de un magnífico templo de oro pulido que ostentaba unos maravillosos dibujos hechos a mano; ¿pero dónde están las palabras para describir los fascinantes colores desconocidos para los ojos terrestres? ¿y dónde la mente o la imaginación capaz de recoger voluptuosos fulgores de unos rayos tan inverosímiles como los que irradian de las millares de indescriptibles joyas de Barsoom?

Incluso mis ojos, acostumbrados durante años enteros a los salvajes esplendores de la corte de un Jeddak de Marte, se asombraron al presenciar la gloria de tal espectáculo.

Phaidor no pudo disimular su estupefacción.

—El templo de Issus —murmuró, casi para ella.

Xodar nos observaba, sonriendo maliciosamente, entre divertido y aburrido.

Los jardines rebosaban de la más brillante multitud compuesta de hombres y mujeres de raza negra vistosamente ataviados. Entre ellos, iban y venían doncellas rojas y blancas dispuestas a cumplir sus más mínimos deseos. Los palacios del mundo exterior y los templos de los
thern
, saqueados por los piratas, habían sido despojados de sus princesas y diosas, convertidas en esclavas.

A través de esta escena nos dirigimos al templo. Frente a la entrada principal fuimos detenidos por un cordón de guardias armados. Xodar habló unas palabras con el oficial que se acercó a nosotros para interrogamos, y juntos penetraron en el templo, donde permanecieron un largo rato.

Cuando volvieron nos anunciaron que Issus deseaba conocer a la hija de Matai Shang y a la extraña criatura de otro planeta que había sido Príncipe de Helium.

Lentamente anduvimos por interminables corredores de inexpresable belleza y atravesamos magníficas estancias y suntuosos vestíbulos. Al fin nos detuvieron en una espaciosa cámara situada en el centro del templo. Uno de los oficiales que nos acompañaban, se adelantó hacia una gran puerta que estaba situada en el extremo más apartado de la sala. Allí debió hacer alguna especie de señal, porque inmediatamente se abrió la puerta y salió otro cortesano lujosamente vestido.

A continuación nos llevaron junto a esa entrada y nos mandaron que nos pusiéramos de rodillas, con las manos apoyadas en el suelo, dando la espalda a la habitación a la que íbamos a pasar. Las puertas se abrieron de par en par, y después de advertirnos que no volviéramos la cabeza bajo castigo de una muerte instantánea, se nos consintió a comparecer en presencia de Issus.

Jamás había estado durante toda mi vida en tan humillante postura, y sólo mi amor a Dejah Thoris y la esperanza, todavía aferrada en mí, de poder verla de nuevo, evitó que levantase la cara delante de la diosa de los Primeros Nacidos y muriese como un caballero, enfrentándome a mis enemigos y derramando su sangre con la mía.

Después de arrastramos de tan ridícula manera unos doscientos pies, nuestra escolta nos obligó a detenernos.

—Que se levanten —dijo de nosotros una voz fina y trémula a aunque habituada a mandar en el transcurso de los años.

Other books

Phantom Prey by John Sandford
Andrea Kane by Theft
Chaos by Sarah Fine
Immaculate by Katelyn Detweiler
The Word Master by Jason Luke
Bewitching You by Estrella, Viola
Red Orchestra by Anne Nelson
The Dragon Lord by Connie Mason