Authors: Edgar Rice Burroughs
Mi valiente amigo se detuvo un momento ante los cautivos, con la espada en alto.
—¡Salid hombres del otro mundo! —gritó—. Vended caras unas vidas que pretenden quitamos cobardemente, y en el día del tributo a Issus, demostrad quiénes sois a este valiente guerrero que ha acudido en defensa de la inocencia. Saciad en una orgía de venganza el odio que acumuláis en los corazones y que la tarde de hoy jamás se borre de la memoria de estos negros mientras subsistan los ritos de Issus. ¡Venid! En las rejas de nuestras jaulas tenéis armas suficientes para combatir.
Sin esperar el resultado de su ardorosa arenga, el joven corrió denodadamente a mi lado. De cada jaula donde había hombres rojos salió un estruendoso vocerío en respuesta a la exhortación del muchacho. Los vigilantes de adentro fueron impotentes para contener a la rugiente muchedumbre y las ergástulas vomitaron a sus ocupantes, ansiosos de verter la sangre de sus verdugos.
Los prisioneros, siguiendo el consejo que acababan de darles, se armaron con las espadas que les iban a entregar para que tomasen parte con ellas en los cruentos combates, y un tropel de valerosos marcianos acudió en nuestro auxilio.
Los grandes monos, pese a su corpulencia y a sus siete metros de altura, mordieron el polvo, al filo de mi espada cuando el pelotón de guardias destinados a prenderme se encontraba todavía a alguna distancia de mí. Tras ellos corría, enfurecido, mi joven amigo. A mi espalda estaban las muchachas, y como por salvarlas arriesgaba la vida permanecí impávido para sufrir mi inevitable y fatal destino, pero resuelto a dejar de mi sacrificio tal recuerdo que jamás se olvidara en la tierra de los Primeros Nacidos.
Me chocó la maravillosa velocidad del guerrero rojo al correr detrás de los negros, pues de ningún modo era natural en un marciano. Sus brincos y zancadas casi podían compararse a los que yo daba, gracias a mi agilidad y musculatura terrestre y por las cuales logré granjearme el respeto y la admiración del pueblo verde en la época de mi primera aparición en el planeta moribundo.
Los guardias aún no habían cumplido su misión, cuando él cayó sobre su retaguardia, y antes de que pudieran hacerle cara, pensando por la violencia del asalto que les atacaban una docena de hombres, yo me puse a su lado, orgulloso de su valentía, como si se tratase de la mía.
En la sangrienta pelea que se entabló, apenas si puede hacer otra cosa que vigilar los movimientos de mis inmediatos enemigos, pero de vez en cuando eché una rápida ojeada a la reluciente espada y a la arrogante figura del varonil joven que se había apoderado de mi corazón, despertando en él incomprensibles sentimientos. Yo, sin darme cuenta, me enorgullecía de su valor.
En el hermoso rostro del joven se dibujaba una triste sonrisa, y en varias ocasiones lanzaba miradas retadoras a los adversarios, con los que luchaba sin descanso. En eso, y en otras cosas, su modo de pelear se parecía al que yo siempre puse en juego en el campo de batalla. Quizá fue esa vaga semejanza conmigo lo que me movió a encariñarme con el joven marciano mientras que la horrible carnicería causada por su espada en las filas de los negros me inspiraban un gran respeto hacia él. Por mi parte, yo combatía, como era costumbre en mí, según demostré en mis innumerables empresas bélicas, ahora esquivando una astuta acometida, ahora parándome bruscamente y apuntando con la espada el pecho de un contrario, antes de atravesar con ella el cuello de uno de sus compañeros.
Nosotros no perdíamos los ánimos, no obstante lo comprometido de nuestra situación, cuando a un gran pelotón de guardias de Issus se le ordenó tomar parte en la contienda. Lo hicieron así, irrumpiendo en la arena con salvajes alaridos y entonces los prisioneros armados no cejaron de atacarles por la derecha y la izquierda.
Durante media hora aquello fue como si hubiera reventado el infierno. Dentro del arenoso y cercado recinto peleamos en revuelta confusión, rugiendo y maldiciendo cual demonios ensangrentados, y siempre la espada del joven rojo flameó al lado de la mía.
Despacio, y no sin repetidas voces de mando, conseguí poner a los prisioneros en una especie de formación, algo así como un círculo, en el centro del cual se hallaban las doncellas condenadas a muerte.
Muchos habían caído ya de ambos bandos, pero los que llevaban la peor parte, eran sin duda, los guerreros de Issus. Prueba de ello fue que su jefe envió varios mensajeros a distintos sitios del circo, y que a poco de eso, los negros nobles desnudaron las espadas y saltaron a la pista. Indiscutiblemente consistía su plan en aniquilarnos por la superioridad numérica.
En un abrir y cerrar de ojos vi a la dolosa Issus en su trono. La horrenda viejecilla se inclinaba hacia adelante, y en su actitud, verdaderamente repugnante, así como en su marcado gesto de odio y rabia, pensé vislumbrar una expresión de temor. Fue su semblante lo que me inspiró el rasgo de audacia que ejecuté.
Sin perder tiempo ordené que cincuenta de los prisioneros se colocasen detrás de nosotros y formasen un nuevo círculo en torno de las doncellas.
—Quedaos aquí y protegedlas hasta que yo vuelva —mandé.
En seguida, y dirigiéndome a los que constituían la línea exterior, exclamé:
—¡Muera Issus! Seguidme hasta su trono y allí obtendremos la venganza y castigaremos sus crímenes.
El Joven rojo, siempre junto a mí, fue el primero en repetir el grito «¡Muera Issus!», y luego a mi espalda y de todas partes surgió un ronco clamor: «¡Al trono! ¡Al trono!»
Nos adelantamos como un solo hombre, aunque éramos una irresistible masa combatiente, y pisando los cuerpos de nuestros enemigos, muertos o moribundos, fuimos acercándonos al fastuoso trono de la deidad marciana. Entonces se destacaron del público las hordas negras, capitaneadas por los más encumbrados próceres de los Primeros Nacidos, a fin de detener nuestros progresos. No lo lograron, pues dábamos buena cuenta de ellos como si se tratase de muñecos de cartón.
—¡A los asientos unos cuantos! —grité al aproximamos a la barrera de la pista—. Diez de nosotros bastan para llegar al trono.
Era que había visto a la casi totalidad de los guardias de Issus entrar en la arena para tomar parte en la batalla. Obedeciendo mi orden, los prisioneros se extendieron a derecha e izquierda por los asientos, haciendo con sus cortantes espadas en la apiñaba multitud una espantosa carnicería. Pronto, en el circo entero, no se oyeron más que los ayes de dolor de los heridos y los agonizantes, mezclados con los chasquidos de las armas y el frenético vocerío de los vencedores.
Hombro con hombro, el muchacho rojo y yo, a la cabeza de una docena de adeptos, íbamos ganando terreno debajo del trono. Los guardias que quedaban, reforzados por los altos dignatarios y la nobleza de los Primeros Nacidos, se interpusieron entre nosotros e Issus, la que sentada, sin disimular su angustia, en el tallado solio de
sorapo
, prodigaba con voz chillona las órdenes imperativas a sus secuaces, lanzando también furiosas maldiciones a los que osaban ultrajar su divinidad.
Las atemorizadas esclavas que la rodeaban nos contemplaban temblorosas y con los ojos muy abiertos, no sabiendo si desear nuestra victoria o nuestra derrota. Varias de ellas, sin duda hijas altivas de los más ilustres caudillos de Barsoom, arrancaron las espadas de las manos de los caídos y se arrojaron contra los guardias de Issus, quienes las pasaron a cuchillo; ¡mártires gloriosas de una causa digna de mejor suerte!
Los hombres que nos acompañaban peleaban con brío, pero nunca desde que Tars Tarkas y yo luchamos como leones aquella calurosa tarde en que en el fondo del mar muerto aguantamos delante de Thark el empuje de las huestes de Warhoom, había visto nada semejante en cuanto a abnegación e incansable resistencia como la que mi joven amigo desplegó a la hora de tan supremo trance bajo la mirada iracunda de la infame Issus, diosa de la Muerte y la Vida Eterna.
Uno a uno, los que nos estorbaban el paso para llegar al tallado trono de madera de
sorapo
, conocieron el gusto de nuestras espadas. Otros acudieron para tapar la brecha; pero centímetro a centímetro y metro a metro, acortábamos la distancia que nos separaba de nuestra meta.
De repente, sonó un grito en una sección del edificio: «¡Arriba, esclavos!» y esa invocación a la rebeldía, al principio repetida con miedo, fue adquiriendo cuerpo y se convirtió en infinidad de ondas sonoras que se difundieron por la totalidad del circo.
Durante un momento y como a consecuencia de un asentimiento común, dejamos de combatir para fijamos en la significación del nuevo suceso, y pronto comprendimos todo su alcance. Allí y allá las esclavas se lanzaban sobre sus amas con las armas de que primero podían disponer. Una daga, arrancada del arnés de una dama y empuñada por una débil muchacha, se hundió en el seno de su dueña, causándole una herida mortal. Brillaron, esgrimidas por las doncellas, las espadas arrebatadas de manos de los cadáveres, y cuantos adornos pesados eran a propósito para ello fueron utilizados como mazas por las débiles mujeres para saciar el largo tiempo sentido afán de venganza y para compensarse en parte de los infinitos ultrajes de que habían sido objeto en poder de sus crueles tiranos. Las que no encontraron otras armas se valieron para causar daño de sus fuertes dedos y de su brillante dentadura.
El espectáculo resultaba, en verdad, emocionante y grandioso, mas no me fue permitido contemplarlo porque en seguida nos vimos envueltos en el torbellino del combate y sólo la interminable algarabía de la turba mujeril nos recordaba la participación de ésta en la lid:
—¡Alzaos esclavos! ¡Alzaos esclavos!
Ya nos separaba únicamente del trono de Issus una delgada fila de hombres. La diosa estaba lívida de espanto y de la boca se le escapaba una espuma amarillenta. Además parecía paralizada por el miedo. En ese momento no peleábamos más que el joven y yo, pues los otros habían caído y yo también estuve a punto de perecer por culpa de un bien dirigido tajo, que no acabó conmigo gracias a la oportuna intervención de mi intrépido compañero, quien con un golpe en el codo de mi contrario evitó que me cortara la cabeza.
El valiente muchacho corrió a mi lado y atravesó con su espada al corpulento negro que me atacaba antes que pudiera descargarme otro mandoble por el estilo. No obstante, hubiera llegado mi última hora, debido a que mi acero se encajó en el esternón de un Dátor, más fornido aún que la generalidad de los Primeros Nacidos. Cuando aquel gigante cayó, tiré del arma con violencia, y sobre su ensangrentado cuerpo, miré a los ojos de quien con mano rápida me había librado de una muerte segura. Mi salvadora era Phaidor, la hija de Matai Shang.
—¡Huye príncipe mío! —exclamó—. Es inútil que sigas luchando. La pista rebosa de cadáveres y cuantos pretendisteis asaltar el trono han muerto, excepto tú y ese joven rojo. Ya sólo te ayudan unos cuantos guerreros rodeados de enemigos y un escaso número de esclavas que apenas pueden tenerse en pie. ¡Oye! Casi no se siente el clamoreo bélico de las mujeres, porque de éstas quedan con vida muy pocas. Para cada uno de los tuyos hay diez mil negros en los dominios de los Primeros Nacidos. Escápate, pues, en busca del espacio libre y dirígete al mar de Korus. Con el esfuerzo de tu brazo no te será difícil ganar los Acantilados Áureos y los frondosos jardines de los Therns Sagrados. Cuéntale tu historia a Matai Shang mi padre, quien te atenderá, y juntos podréis hallar la manera de socorrerme. Huye te digo, antes de que sea imposible hacerlo.
Pero no era esa mi intención, ni me parecía que valía la pena cambiar la hospitalidad de los Primeros Nacidos por la de los Sagrados Therns.
— ¡Muera Issus! —grité, y el muchacho y yo reanudamos el combate. Dos negros perdieron la vida, traspasados sus pechos por nuestras invencibles espadas, y a continuación nos hallamos cara a cara diosa y yo. Issus, cuando me disponía a asestarle el golpe decisivo sanó como por encanto de su parálisis, y lanzando un agudo chillido, se levantó para huir. De improviso y precisamente detrás ella se abrió en el piso del estrado un negro y ancho boquete sobre el que saltó cuando el joven y yo le pisábamos los talones.
A su llamada se concentraron sus diseminados guardias y nos embistieron con furia. El joven recibió un golpe en la cabeza y se tambaleó mas no cayó al suelo porque yo le cogí con el brazo izquierdo, sin dejar por eso de hacer frente a la frenética turba de fanáticos ansiosa de vengar la afrenta inferida por mí a su diosa que en aquel instante desapareció de mi vista en la negra sima abierta casi a mis pies.
Condenados a muerte
Permanecí un instante erguido antes de que los negros me atacaran; pero con su primer empuje me obligaron a retroceder un paso o dos. Mi pie buscó el suelo, pero sólo halló un espacio vacío. Era que estaba junto al boquete por el que Issus había desaparecido. Al instante procuré sostenerme en su borde; pero luego, con el joven medio desmayado en mis brazos, me sentí precipitado de espaldas a la oscura sima.
Apenas nos hubo tragado la trampa, la abertura hecha como por milagro se cerró con igual presteza sobre nosotros y nos encontramos caídos e indefensos en una estancia débilmente iluminada, y situada sin duda debajo de la pista del circo. Cuando me levanté, lo primero que vi fue a la malvada Issus, que me contemplaba tras de los gruesos barrotes de una puerta enrejada existente a un lado del subterráneo.
—¡Mísero mortal! —dijo con su vocecilla estridente—. Sufrirás el espantoso castigo de tu blasfemia en esta celda secreta. Aquí estarás constantemente a oscuras, sin más compañía que el cadáver de tu cómplice, hasta que se pudra y sea comido por los gusanos y hasta que tú, consumido por el hambre y la sed, tengas que alimentarte, para no perecer, con los restos de lo que fue el joven a quien amas.
Y nada más. La infernal deidad desapareció bruscamente, y la tenue claridad que alumbraba la celda se convirtió en unas tinieblas amedrentadoras.
—¡Qué encantadora ancianita! —dijo una voz cerca de mí.
—¿Quién habla? —pregunté.
—Yo, el camarada que tuvo la honra hoy de pelear hombro a hombro con el mejor guerrero que usa armadura desde que existe Barsoom.
—¡Ah! ¿Eres tú? Gracias a Dios. Creí que te habían matado —exclamé— ¿No recibistes en la cabeza un golpe tremendo?.
—¡Bah! Un nuevo rasguño y una conmoción pasajera. Ya estoy bien.
—No te alegres por eso —añadí—. Nuestra situación actual es tan crítica, que nos espera morir sin remedio en esta mazmorra de hambre y de sed.