Authors: Edgar Rice Burroughs
—Durante largos años, hijo, te juro que no ha pasado un instante sin que la imagen de tu madre, mujer bendita de maravillosos rasgos, no me haya acompañado animándome con su radiante sonrisa. Sí, te lo repito, háblame de ella.
—Los que la conocen hace tiempo dicen que no ha cambiado, salvo para adquirir mayor hermosura, si esto es posible. Sólo cuando piensa algo que se me escapa respecto a ella misma, su cara se entristece y demuestra preocupación. Cuando se acuerda de ti, padre, llora sin consuelo, y todo Helium se aflige con ella y por ella. El pueblo de sus abuelos la adora y también te quiere a ti, reverenciándote de corazón y considerándote el salvador de Barsoom.
»Siempre que se cumple el aniversario del día en que corriste al mundo muerto para sacrificarte descifrando el secreto tremendo del que dependía sin remisión la vida de incontables millones de seres, se celebra en tu honor una gran ceremonia, y en esa fiesta las lágrimas se mezclan a las expresiones de gratitud. Lágrimas de verdadera pena, porque el autor de tal favor no está con nosotros para compartir el alborozo de los que sin la abnegación del héroe no podrían sentirlo. En todo Barsoom no hay una figura de más relieve que la de John Carter.
—¿Y qué nombre te ha puesto tu madre, hijo de mi vida? —le pregunté.
—La gente de Helium deseaba que yo llevara el nombre de mi padre, pero mi madre dijo que no, que tú y ella habíais elegido juntos el nombre que a mí me correspondía y que vuestra voluntad se debía cumplir invariablemente, por lo cual me llamo conforme a vuestro deseo, es decir, un nombre compuesto con los de ambos: Carthoris.
Xodar, que estaba junto a la rueda cuando yo conversaba con mi hijo me llamó con insistencia.
—La nave se halla averiada de mala manera, John Carter, y cabecea de modo muy peligroso. Mientras subimos en ángulo pronunciado no he reparado en ello, pero ahora que procuro conservar la posición horizontal la cosa ha variado de aspecto. El destrozo en la proa ha abierto uno de los depósitos delanteros de rayos.
Era cierto, y después que examiné el daño lo encontré mucho más grave de lo que supuse a primera vista. Además de que el ángulo forzado en que teníamos que mantener la proa, a fin de conservar la posición horizontal, aminoraba grandemente nuestra velocidad, la proporción en que consumíamos los rayos impulsores de los depósitos de delante se añadía a la causa anterior, y sólo era cuestión de poco más de una hora el que estuviéramos flotando en la atmósfera de popa y sin esperanza de auxilio.
Habíamos reducido ligeramente la velocidad atendiendo a un afán inconsciente dimanado del instinto de conservación, pero luego empuñé de nuevo el timón y puse la máquina del aparato, para nosotros tan necesario, a toda marcha, por lo que otra vez nos dirigimos al Norte con aterradora rapidez. Entre tanto, Carthoris y Xodar, con las herramientas necesarias, trabajaban para tapar la gran brecha de la proa, procurando con grandes esfuerzos, por desgracia inútiles, detener el escape de los rayos impulsores.
Estaba todavía oscuro cuando cruzamos la frontera Norte del casquete helado y dejamos atrás la zona de las nubes. A nuestros pies pareció un típico paisaje marciano. Vimos el fondo de los vastos mares muertos con sus marcados desniveles de color ocre, los cerros que los rodeaban, donde aquí y allá surgían las silenciosas y tétricas ciudades, restos de un pasado extinguido; las ruinas de colosales monumentos arquitectónicos, habitados sólo por las leyendas de una poderosa raza y por los grandes monos blancos, para mí de tan horrible recuerdo.
Se nos iba haciendo cada vez más difícil mantener nuestra pequeña nave en posición horizontal. La proa se aflojaba por minutos, hasta que nos hallamos en la necesidad de parar la máquina para evitar que nuestra huida terminase en un brusco descenso que nos aplastara contra el suelo. Salió el sol, y la luz del nuevo día, que disipó las tinieblas de la noche, coincidió con que nuestra embarcación dio un definitivo y convulsivo cabeceo, al que siguió el que se echara casi de lado, para luego, oscilando hasta alcanzar un ángulo realmente alarmante, bajar, en círculo amplio, a la vez que la proa se desprendía por instantes, amenazándonos con una catástrofe irreparable. La situación no podía ser más angustiosa.
Nos agarramos a la barandilla y los puntales, y por último, convencidos de que se acercaba nuestro fin, atamos las hebillas de nuestros arneses a las anillas de los costados de la nave. A poco la cubierta se levantó formando un ángulo de noventa grados y nos quedamos colgados de nuestras correas con los pies agitándose a mil metros sobre el terreno.
Yo era el que me bamboleaba más cerca de los mandos y eso me permitió llegar a la palanca que actúa en los rayos impulsores. La nave respondió a mi presión y muy suavemente empezó a descender sin oscilaciones peligrosas. Tardamos media hora larga en aterrizar. Precisamente enfrente de nosotros se alzaba una fila de montañas bastante escarpadas, y a ellas decidimos encaminamos, puesto que nos ofrecían condiciones favorables para ocultamos de quienes nos persiguieran y tuvieran el acierto de buscamos en la dirección que habíamos llevado.
Unas horas más tarde nos refugiamos en las redondas hondonadas de la tierra, entre la exuberante y floreciente vegetación que abunda incluso en los parajes más áridos de Barsoom. Allí encontramos gran número de arbustos de zumo lácteo, esas plantas extrañas que sirven a la vez de alimento y bebida a las hordas salvajes de los marcianos verdes. Aquello fue para nosotros un hallazgo inestimable, porque todos estábamos verdaderamente hambrientos. Debajo de un abrigo de los que proporcionan perfecto amparo contra los vagabundos piratas del aire, nos tendimos para dormir, que buena falta nos hacía, a mí por lo menos, pues llevaba sin descansar muchas horas. Empezaba el quinto día de mi accidentada estancia en Marte, a contar desde que me vi repentinamente trasladado de mi casita a orillas del Hudson al valle de Dor tan hermoso como aborrecible. En esos cinco días sólo había dormido dos veces, siendo la principal cuando me rendí al sueño en el almacén de los
therns
sagrados.
Sería la media tarde cuando me desperté, sintiendo que alguien me cogía una mano y la cubría de besos Abrí los ojos sobresaltado y contemplé con asombro el bellísimo rostro de Thuvia.
—¡Oh, príncipe mío! ¡Oh, príncipe mío! —exclamaba en éxtasis de felicidad—. Cuánto te he llorado por muerto. Benditos sean mis antepasados, que me han conservado la vida para volver a verte.
La voz de la muchacha despertó a Xodar y Carthoris. El joven miró a la joven con sorpresa, pero ella no pareció darse cuenta de más personas que la mía. Sin duda se hubiera lanzado a abrazarme para prodigarme sus caricias, si yo no la hubiese rechazado con dulzura no exenta de firmeza.
—¡Vamos, vamos, Thuvia! — le dije quedamente—; no te dejes arrastrar por los arrebatos de una pasión engendrada a causa de los peligros y vicisitudes que hemos pasado juntos. No te olvides de quién eres, ni tampoco de que soy el marido de la princesa de Helium.
—No me olvido de nada, príncipe mío —me replicó—. Jamás he oído de tu boca una palabra de amor a mí, ni espero oírla nunca, pero ello no impide que te ame con toda mi alma. No ocuparé el puesto de Dejah Thoris, y mi única ambición estriba en servirte eternamente, como una humilde esclava. Ni aspiro a un bien mayor, ni merezco honor de otra clase, ni pido que se me conceda ninguna suerte que no sea ésa.
Ya he dicho antes que no entiendo de galanteos y debo confesar que también en aquella ocasión me sentí tan turbado y encogido como siempre que he de resistir los halagos de una mujer. Aunque me hallaba familiarizado con la costumbre marciana, que consiste en permitir a los caudillos tener esclavas hembras, confiadas a la exquisita caballerosidad de sus amos, que nunca se propasaron con ellas, sin embargo, me costaba trabajo admitir entre mis sirvientes a personas del otro sexo.
—Como voy a volver a Helium, Thuvia —dije—, iras conmigo, pero no en condición de esclava sino de igual. Allí hallarás a innumerables nobles, agradables y jóvenes que desafiarán incluso a la misma Issus para alcanzar una sonrisa de tus labios y no tardarás en unirte al que logre conquistarte el corazón. Desecha, pues, ese loco afecto inspirado en la gratitud que afirmas profesarme y que tu inocencia ha confundido con el amor. Yo prefiero tu amistad, encantadora Thuvia.
—Eres mi dueño y te obedeceré a ciegas —me contestó con sencillez, si bien en su tono pude adivinar un matiz de tristeza.
—¿Por qué estás aquí, Thuvia? —interrogué—. ¿Y Tars Tarkas?
—Temo que el gran Thark haya muerto —me respondió triste—. Era un bravo luchador, pero una multitud de guerreros verdes, de otra horda que la suya, le acorraló. Lo último que sé de él es que le condujeron herido y ensangrentado a la ciudad abandonada de la que salieron para atacarnos.
—Entonces, ¿no tienes seguridad de que haya perecido? —pregunté—. ¿Y dónde está esa ciudad a la que te refieres?
—Exactamente detrás de esa cadena de montañas. La nave, de la que tan sacrificadamente te fuiste para que pudiéramos huir, se burló reiteradamente de nuestra escasa práctica en aviación, con el resultado de que marchamos dos días confiados al azar y a la buena suerte. Luego resolvimos abandonar la embarcación y procurar abrimos paso a pie hasta el canal más próximo. Ayer franqueamos esas colinas y llegamos a la ciudad muerta de más allá. Recorrimos sus desiertas calles, y estábamos andando hacia la parte central, cuando en el cruce de dos anchas calzadas vimos un grupo de guerreros verdes que se acercaba a nosotros. Tars Tarkas iba delante, y por eso le vieron a él y no a mí. El Thark corrió a mi lado y me obligó a ocultarme en el quicio de una gran puerta, aconsejándome que permaneciera escondida allí hasta que pudiera escaparme, dirigiéndome a Helium si me era posible.
»De mí no te preocupes, pues de sobra conozco el fin que me aguarda. Esos que vienen son Warhoons del Sur, que en cuanto vean mis insignias se apresurarán a darme muerte.
»Entonces avanzó valientemente a su encuentro. ¡Ah, príncipe mío, qué batalla!
Durante una hora le acometieron con gran furia hasta el extremo que los cadáveres de los warhoons formaron un montón donde él se defendía a pie firme pero finalmente le rodearon, y estrecharon el cerco de tal manera, especialmente los que le asaltaban por la espalda, que no le dejaron sitio para que esgrimiera su larga espada. Entonces vaciló, cayó al suelo y se precipitaron sobre él como una cruel ola. ¡Ay! Cuando lo arrastraron lejos de mí, al centro de la ciudad, debía ir muerto, porque no noté que se moviera.
—Antes de seguir adelante es preciso que nos convenzamos de eso — dije—. No puedo dejar vivo a Tars Tarkas en manos de los warhoons. Esta noche entraré en la ciudad y lo averiguaré.
—Yo te acompañaré —exclamó Carthoris.
—Y yo —añadió Xodar.
—No necesito a ninguno de los dos —repliqué—. Mi misión requiere astucia y estrategia, no fuerza; de modo que un hombre solo tiene probabilidades de triunfar donde más de uno produciría un desastre. Iré solo. Si precisara vuestra ayuda, volvería a pedírosla.
A ellos no les agradó mi decisión, pero ambos eran buenos soldados y habíamos convenido que fuera yo quien mandase. El sol ya se ponía, lo cual significaba que dentro de poco emprendería mi aventura, es decir, en cuanto nos envolvieran de repente las densas tinieblas de la noche barsoomiana.
Después de despedirme de Carthoris y Xodar y de darles unas breves instrucciones para el caso de que no regresara, les abracé con efusión y me dirigí a la ciudad a paso rápido. Cuando salí de las colinas, la luna más próxima surcaba el firmamento en frenética fuga, como si aletease, y sus brillantes fulgores prestaban aspecto plateado a la bárbara magnificencia de la antigua metrópoli. La población había sido construida en la suave ladera de la montaña que en remoto pasado no vaciló en humillarse para buscar al mar. Debido a esto no tuve dificultad para entrar en las calles sin que me vieran.
Las hordas verdes que utilizan esas urbes abandonadas, raras veces ocupaban más sitio en ellas que unas cuantas manzanas de casas alrededor de la plaza central. Y como siempre van y vienen por el fondo de los mares muertos que hacen frontera a la ciudad en cuestión, suele resultar relativamente fácil penetrar en su interior por el lado de las colinas.
Una vez en las calles, me mantuve con cuidado dentro de la densa sombra de las paredes. A trechos me detenía un instante para asegurarme de que nadie me observaba antes de que saltara presuroso a la sombra de las casas de enfrente. Así fui llegando poco a poco y sin tropiezos a las cercanías de la plaza principal. Al aproximarme a los linderos de la parte habitada de la ciudad, me di cuenta de que se encontraban cerca los cuarteles ocupados por los guerreros, a causa de los bufidos y chillidos de los
thoats
y
zitidars
encerrados en los profundos patios formados por los edificios que circundan cada plaza.
Aquellos ruidos, ya habituales para mí y tan característicos de la vida de los marcianos verdes, produjo en todo mi ser una gratísima sensación. Era como si volviera a mi hogar después de una larga ausencia. No en vano los había oído mientras cortejaba a la adorable Dejah Thoris en los antiguos vestíbulos de mármol, orgullo de Korad, la ciudad muerta.
Luego sucedió que hallándome en la sombra de la esquina más apartada perteneciente a la primera manzana de los edificios donde se albergaban los miembros de la horda, vi que varios guerreros salían de algunas casas y que se encaminaban todos a un gran edificio situado en el centro de la plaza.
Mi conocimiento de las costumbres de los marcianos verdes me convenció de que allí estaba la residencia del principal caudillo y, por tanto, que allí el Jeddak era donde reunía en consejo a sus jeds caudillos menores. En tal caso era evidente que en aquella casa iba a tratarse de algo relacionado con la reciente captura de Tars Tarkas.
Para llegar a ese edificio, que era entonces mi único objetivo, tenía que atravesar una manzana a todo lo largo y cruzar una ancha avenida y un trozo de la plaza. Por los ruidos que hacían los animales y que desde los patios se transmitían a mis oídos, deduje que debían ser muchas las personas que asistirían al Consejo y no menos los guerreros de la gran horda de los warhoons del Sur, establecidos por entonces en la ciudad semiarruinada.
Consideraba una empresa ardua y casi imposible pasar desapercibido entre tanta gente, pero si insistía en auxiliar y salvar al valiente Thark, no era adecuado desanimarse ante el primer obstáculo serio, cuando tantos de mayor riesgo me aguardarían antes de salirme con la mía. Había entrado en la ciudad por el Sur y me encontraba entonces en la esquina de la avenida por la que seguí pegado a las fachadas, y la primera casa de las existentes en la plaza por el lado del mediodía. Los edificios de ese lado no parecía que estuvieran habitados, pues no se veían luces dentro, y eso me decidió a ganar su patio interior a través de uno de ellos.