Authors: Edgar Rice Burroughs
Fuga y persecución
No debí estar desmayado más que pocos segundos y, sin embargo sé que me desmayé, porque lo primero que vi fue un gran resplandor que iluminaba la galería. Resulta inútil decir que los ojos misteriosos habían desaparecido.
Me hallaba ileso, salvo un ligero cardenal en la frente que me causé al chocar con las losas de piedra cuando caí. Me puse de pie para averiguar el origen de la luz, la cual procedía de una antorcha llevaba por un guerrero verde de los cuatro que formaban un grupo que en ese momento avanzaba por el túnel, dirigiéndose a mí. No me habían visto todavía, y por tanto no perdí tiempo para escabullirme por el primer corredor transversal que pude encontrar. Esta vez me abstuve de penetrar demasiado en tal pasadizo, manteniéndome bastante cerca de la galería principal, con objeto de no volver a perder la pista de Tars Tarkas y sus guardianes.
El grupo venía rápidamente hacia la entrada del corredor donde yo estaba acurrucado contra la pared. Cuando pasaron respiré con alivio. No me habían descubierto y, lo que era mejor, aún se trataba del mismo grupo al que con anterioridad seguí por aquellos subterráneos. Lo componían Tars Tarkas y sus tres carceleros.
Fui tras ellos y pronto llegamos a la celda que servía de calabozo al gran Thark. Dos de los guerreros se quedaron fuera, mientras que el hombre de las llaves entró con el Thark para encadenarle de nuevo.
Los de afuera marcharon despacio en dirección a la escalera de caracol que conducía a los pisos superiores, y en seguida los perdí de vista a causa de un recodo del corredor.
Habían dejado la antorcha en un candelero, junto a la puerta; así que sus rayos iluminaban tanto el corredor como la celda del preso. Vi desaparecer a los dos warhoons y entonces me acerqué a la entrada del calabozo, en posesión ya de un meditado plan.
Aunque me desagradaba llevar a cabo el proyecto ideado, no tenía derecho a desistir de él si deseaba que Tars Tarkas y yo regresáramos juntos a mi campamento en las montañas.
Sin separarme de la pared, me puse por completo junto a la puerta de la celda y allí permanecí erguido con la espada en alto y cogida con ambas manos, dispuesto a descargarla y a cortar con ella de un solo tajo la cabeza del carcelero que saliese.
Me disgusta contar lo que sucedió a continuación de oír las pisadas de un hombre que se encaminaba hacia la puerta. Bastará que diga que, a los dos minutos escasos, Tars Tarkas usando la armadura de un jefe verde, corría por el pasadizo en busca de la escalera llevando en la mano para alumbrarse la antorcha de los warhoons. Tras él, a seis metros de distancia, le escoltaba John Carter, príncipe de Helium...
Los dos compañeros del hombre que yacía entonces delante de la puerta del que fue el calabozo de Tars Tarkas empezaban en aquel momento a subir por la escalera, y al ver a Tars Tarkas, dijo uno, confundiéndole con uno de los suyos:
—¿Pasa algo, Tan Gama?
—La llave que no quería cerrar —replicó Tars Tarkas—. Y ahora me acuerdo que he dejado la daga en la celda del preso. Seguid que voy a recogerla.
—Bueno, Tan Gama. Arriba te esperamos —contestó el que había hablado primeramente.
—Sí —respondió Tars Tarkas y se volvió como para desandar el camino, si bien, como es natural, se limitó a aguardar que los dos warhoons se alejasen de su lado. Luego me reuní con él, apagamos la antorcha y juntos nos arrastramos hacia la subida en espiral que daba acceso a los pisos superiores.
En el primer piso hallamos que el vestíbulo comunicaba tan sólo con una sala, llena de gente verde, la cual teníamos que atravesar a la fuerza para ganar el patio interior; de suerte que lo único factible para nosotros era ir al segundo piso y a la antecámara que, como sabemos, se extendía a lo largo del edificio.
Subimos sin percances. Oíamos el rumor de las conversaciones que nuestros enemigos sostenían en el cuarto de encima, pero la antecámara seguía estando a oscuras y no vimos a nadie mientras atravesamos la larga estancia. Juntos llegamos por fin al balcón que dominaba el patio grande sin experimentar el menor contratiempo.
A nuestra derecha se hallaba la ventana correspondiente a la habitación de la que salieron Tan Gama y los otros guerreros para ir de madrugada a la celda de Tars Tarkas. Sus compañeros ya habían vuelto y referían sus impresiones a los que no fueron con ellos. He aquí parte de su conversación que logramos escuchar.
—¿Por qué tardará tanto Tan Gama? —preguntó uno.
—Seguramente ya habrá recogido de la celda del Thark la daga que se dejó allí olvidada —dijo otro.
—¿La daga? —exclamó una mujer—. ¿Qué quieres decir?
—Que Tan Gama dejó su daga en el calabozo del preso —explicó el que había hablado primero— y se separó de nosotros donde principia la escalera para ir a recogerla.
—Tan Gama no tiene daga esta noche —añadió la mujer— Se le rompió en la batalla que sostuvimos por la mañana con el Thark y me la dio para que la compusiese. Mírala, aquí la tengo.
Efectivamente, al expresarse así, sacó la daga en cuestión de entre las sedas y las pieles del lecho. Los guerreros se pusieron en pie.
—Esto es un misterio —exclamó uno.
—Eso mismo pensé cuando Tan Gama nos abandonó tan bruscamente.
Incluso me pareció que su voz sonaba de un modo raro.
—¡Vamos! ¡Vamos en seguida a los subterráneos!
No necesitábamos oír más. Me desaté el arnés hasta convertirlo en una sola correa, bajé a Tars Tarkas al patio, y en un instante me puse a su lado de un salto.
Apenas habíamos cambiado una docena de palabras desde que me presenté a Tars Tarkas a la puerta de su celda y contemplé a la luz de la antorcha la expresión de profundo asombro en la cara de mi leal amigo.
—Desde ahora aprenderé a no maravillarme de ninguna hazaña hecha por John Carter —me dijo.
Y nada más. No era preciso que me manifestase su gratitud por la prontitud con que arriesgué mi vida para salvar la suya, ni que me revelase con frases la alegría que acababa de experimentar.
Aquel caudillo verde había sido el primero que me acogió, claro que a su ruda manera, el día en que tuvo lugar mi sorprendente entrada en Marte. De esto ya habían pasado veinte años. Es cierto que me recibió con la lanza levantada y rebosante de odio el corazón, cuando cargó contra mí con furiosa ira montado en su corpulento
thoat
, mientras yo permanecía de pie e impávido al lado de la incubadora de su horda, allí, en el fondo del mar muerto que bañó antaño los muros de Korad. En cambio, luego, no contaba entre los habitantes de dos mundos con un amigo mejor que el Jeddak de los Thark, Tars Tarkas.
Una vez en el patio, nos detuvimos a la sombra, debajo del balcón, para concertar brevemente un plan de huida.
—Ahora somos cinco los que formamos el grupo, Tars Tarkas —le dije— Thuvia, Xodar, Carthoris y nosotros dos. Necesitaremos, pues, cinco
thoats
para escapamos.
—¡Carthoris! —exclamó—. ¿Tu hijo?
—Sí; le hallé en la zona de Shador, una isla del mar de Omean, situada en la tierra de los Primeros Nacidos.
—No conozco ninguno de esos sitios, John Carter. ¿Están en Barsoom?
—Arriba y abajo, amigo mío; pero aguarda a que nos pongamos a salvo para enterarte de la más extraña aventura de cuantas hasta el momento tienen noticia los barsoomianos del mundo externo. Ocupémonos antes de coger los
thoats
que nos van a facilitar la fuga al Norte sin dar tiempo a que esta gente descubra que la hemos engañado.
Sin problemas llegamos a los portones del extremo del patio, por los que era preciso sacar los
thoats
a la calle de al lado. No fue tarea fácil manejar a cinco de esas grandes y salvajes bestias tan naturalmente indómitas y bravas como sus amos, y a los que sólo se sujeta empleando la crueldad y la fuerza bruta.
Al acercarnos a ellas notaron un olor que no conocían y nos rodearon lanzando chillidos de rabia. Sus largos y macizos cuellos echados hacia atrás sostenían las enormes cabezas y con las bocazas muy abiertas parecían querer devorarnos. Son unos animales de aspecto terrible, y cuando se encabritan, resultan tan peligrosos como lo da a entender su apariencia. El
thoat
tiene de altura cinco metros más qué un hombre corpulento. Sus lomos y costados son suaves y pelados, de color pizarroso oscuro que se convierte en amarillo fuerte en sus ocho patas, que terminan en unos pies descomunales sin cascos ni uñas. La tripa es blanca como el armiño. Una cola ancha y lisa, más gruesa en la punta que en la raíz, completa la descripción de la cabalgadura característica de los marcianos verdes; corcel de guerra ideal para un pueblo belicoso.
Como a los
thoats
sólo se les guía por medios telepáticos, no necesitan riendas ni bridas, por lo cual nuestro objeto entonces era encontrar dos que obedecieran nuestras órdenes mentales. Antes de que nos acometieran conseguimos dominarlos lo suficiente para evitar que nos atacaran en masa, si bien el estruendo de sus relinchos nos hacía temer que llamasen la atención de los guerreros, atrayéndolos al patio para averiguar lo que sucedía.
Por fin logré ponerme al lado de uno de los brutos más rebeldes, el que supo quién era yo apenas me monté a horcajadas en su lustroso lomo. Un momento después Tars Tarkas se apoderó y montó en otro animal y entre los dos condujimos tres o cuatro más hacia las altas murallas.
El Thark iba delante, e inclinándose hacia las aldabas abrió la puerta de par en par, mientras yo impedía que los
thoats
sueltos se desmandasen para volver a la manada. A continuación ambos cabalgamos a lo largo de la calzada en nuestras robadas monturas, dirigiéndonos al límite meridional de la ciudad, sin preocuparnos de cerrar la puerta por donde salimos.
Nuestra evasión, como se ve, no tuvo nada de interesante, ni nos abandonó la buena suerte; de modo que cruzamos los suburbios de la aniquilada población y llegamos al campamento sin haber observado el más leve indicio de persecución.
Con un silbido ahogado, que era la señal convenida, informamos al resto del grupo de nuestra aproximación, y poco después fuimos recibidos por nuestros amigos con la mayor alegría.
Dedicamos escasos minutos a relatar la reciente aventura. Tars Tarkas y Carthoris cambiaron el solemne y seco saludo común a todo Barsoom, pero instintivamente noté que el Thark quería a mi hijo y que Carthoris correspondía a su afecto.
Xodar y el Jeddak verde fueron ceremoniosamente presentados y sin más preámbulos subimos a Thuvia al
thoat
más manso; Xodar y Carthoris montaron en sendas cabalgaduras y el grupo entero partió a marcha rápida hacia el Este. Frente al extremo más lejano de la ciudad tomamos la dirección norte corriendo silenciosamente por el fondo del mar muerto, bajo los claros rayos de las dos lunas, para escapar de los warhoons y los Primeros Nacidos, en busca de los peligros y las aventuras que nos deparara el destino.
A media mañana del siguiente día nos detuvimos para que descansaran nuestras monturas y reposásemos nosotros. Trabamos las bestias, pero permitiéndoles moverte con lentitud para que paciesen la vegetación musgosa color ocre que constituye para ellas el alimento y la bebida. Thuvia se prestó gustosa a vigilar mientras los demás dormían una hora.
Me pareció que acababa de cerrar los ojos, cuando sentí que me ponía la mano en un hombro y oí su dulce voz avisándome de un nuevo e inminente riesgo.
—¡Alzate, príncipe mío! —murmuró—. Viene dándonos caza algo que parece un grupo numeroso de jinetes.
La muchacha me indicó con un dedo la dirección que habíamos traído. Yo me levanté sin perder tiempo y miré hacia donde señalaba Thuvia, pero no divisé más que una línea oscura, casi imperceptible en el remoto horizonte. Desperté a los demás. Tars Tarkas, cuya gigantesca estatura nos dominaba a todos, fue quien confirmó el aviso de la joven:
—Sí, es un numeroso grupo de jinetes —dijo— que avanzan hacia aquí a la carrera.
Urgía proceder con rapidez. Corrimos a nuestros
thoats
, los destrabamos y montamos en ellos con la prisa que el caso requería.
Inmediatamente reanudamos la fuga siempre con orientación norte, hostigando a las bestias para que desarrollaran la mayor velocidad posible dentro de su peculiar lentitud.
El resto del día y la noche entera siguiente marchamos a través de los desolados campos con nuestros perseguidores pisándonos los talones, comiéndonos el terreno. Despacio, pero con seguridad, iban acortando la distancia que les separaba de nosotros, y a punto de anochecer estaban lo suficientemente cerca para permitirnos ver que eran marcianos verdes. Toda la larga noche la pasamos oyendo el ruido estridente de sus metálicos arreos.
Cuando salió el sol el segundo día de nuestra huida, la horda perseguidora se hallaba a media milla de nosotros por retaguardia y al vernos lanzaron al unísono un loco y triunfal clamoreo. Varias millas frente a nosotros se extendía una fila de colinas, las cuales constituían el borde septentrional del mar muerto, que por entonces atravesábamos. Si conseguíamos llegar a aquel fragoso paraje, indudablemente aumentaríamos las probabilidades en nuestro favor para librarnos de la persecución de que éramos objeto; pero la cabalgadura de Thuvia, a pesar de llevar la carga más ligera mostraba visiblemente su agotamiento. Yo marchaba al lado de la joven, y de repente el animal se tambaleó y se apoyó en el mío. Comprendí que iba a desplomarse, y antes de que cayera le quité a la muchacha del lomo y la puse en mi
thoat
, a la grupa, aconsejándola que se agarrara a mí con fuerza.
La doble carga aumentó el cansancio de mi ya rendida bestia, y esto hizo que disminuyera notablemente su velocidad importunándonos a todos, puesto que los demás no quisieron dejarnos atrás. En aquel pequeño grupo no había ningún egoísta, no obstante pertenecer sus individuos a distintas razas, patrias y religiones. Por añadidura, uno de ellos, yo, era de otro planeta.
Nos faltaba poco para alcanzar las colinas; pero los warhoon se hallaban ya tan cerca, que perdí la esperanza de conseguirlo a tiempo. Thuvia y yo caminábamos los últimos porque nuestra bestia casi no podía consigo misma. De improviso sentí que los ardientes labios de la doncella se posaban en mi hombro desnudo, besándome.
—Por tu bien, príncipe mío— murmuró.
Y a continuación se soltó de mi cintura y se dejó caer al suelo. Me volví y vi que se había tirado del
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a propósito, para servir de presa a los infernales demonios que nos acosaban figurándose sin duda que mi cabalgadura, aligerada de su peso podría ponerme a salvo en los riscos de la próxima sierra. ¡Pobre niña! ¡Qué mal sabía quién era John Carter!