Dioses de Marte (23 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Dioses de Marte
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No ocurrió nada que interrumpiera mis progresos hacia la abandonada mole elegida por mí como refugio inmediato, y fui al patio interior junto a los muros traseros de los edificios orientales, sin el menor entorpecimiento. Dentro del patio, un gran rebaño de
thoats
y
zitidars
se movía sin descanso pastando la vegetación ocre, parecida al musgo, que cubre por completo la extensión territorial de Marte no cultivada. Como la brisa venía del Noroeste, apenas existía el peligro de que las bestias me olfateasen. Esto me satisfizo mucho, pues de haberme olido, la exacerbación de sus chillidos habría seguramente llamado la atención de los guerreros instalados en las casas. Junto a la fachada oriental, debajo de los suspendidos balcones de los pisos de la segunda planta, me arrastré en la espesa oscuridad a todo lo largo del patio, hasta que alcancé los edificios del extremo norte. Estos se hallaban iluminados en los tres primeros pisos, pero a partir del tercero las sombras reinaban del modo más absoluto.

Pasar por los pisos iluminados era, naturalmente, imposible, puesto que rebosaban de gente de raza verde, abundando más los hombres que las mujeres. Mi única solución consistía en ganar los pisos superiores, aunque para ello fuera preciso escalar la fachada del caserón. El ponerme en los balcones del segundo piso no me costó ningún trabajo. Me bastó un ágil salto para sujetarme con las manos a la barandilla de piedra de uno de los más salientes y, hecho esto, trepar hasta su altura fue cuestión de un momento.

Allí, por las ventanas abiertas vi a los verdes echados en las sedas y las pieles, balbuciendo algunos cuantos monosílabos, que, relacionados con sus asombrosos poderes telepáticos, les bastan para expresar las ideas más complicadas. Cuando me acerqué para oír mejor sus palabras, entró en el cuarto un guerrero que venía de la antesala inmediata.

—Anda, Tan Gama —gritó—, que vamos a llevar al Thark a Kabkadja. Trae a otro contigo.

El guerrero aludido se levantó, y después de hablar con un compañero acurrucado en su red, los tres dieron media vuelta y se fueron de la estancia.

Si yo hubiera podido seguirles, habría sido imposible dudar de que la libertad de Tars Tarkas sería cuestión de poco tiempo; pero ya que no podía sacarle inmediatamente de su prisión, por lo menos sabría dónde estaba encerrado mi fiel amigo.

A mi derecha había una puerta que conducía del balconaje al interior del edificio. Se hallaba en el extremo de una antecámara mal alumbrada, en la que penetré impulsado por mi peculiar ardor. La estancia era vasta y servía para dar acceso a la parte delantera de la casona. A ambos lados de ella estaban las puertas de varias habitaciones contiguas a la desmantelada pieza.

Apenas accedí al corredor divisé a los tres guerreros en el otro extremo, a los mismos que acababan de dejar la sala de dormir. Después, giraron un recodo a la derecha y los perdí de vista. Sin vacilar, me apresuré a seguirles por la solitaria galería. Sabía que mi conducta era imprudente, pero agradecí a la suerte la ocasión que ponía a mi alcance, y no me sentía capaz de desperdiciarla con dudas contrarias a mi carácter.

En el extremo opuesto del corredor tropecé con una escalera de caracol que conducía a los pisos de arriba y de abajo. Los tres guerreros debían haberse marchado de aquel piso por ahí; que se habrían dirigido a la planta baja y no a la de arriba, me lo afirmaba mi conocimiento de los antiguos edificios y de los métodos de los warhoons.

Yo también había estado preso de las crueles hordas warhoons allá por el Norte, y el recuerdo del torreón subterráneo en el que a poco perezco, no se borraba, en absoluto, de mi memoria. Por eso no me cabía duda de que Tars Tarkas estaría encerrado en cualquier sombría mazmorra hecha en los cimientos de algún edificio cercano y de que en esa dirección hallaría el rastro de los tres guerreros que se dirigían a su calabozo.

No me engañaba. En el fondo de la escalera, o más bien en el rellano del piso bajo, vi que el hueco de la escalera continuaba hasta las excavaciones inferiores, y echando una mirada a tal antro, la vacilante luz de una antorcha me reveló la presencia de los tres hombres a los que yo perseguía. No lo pensé siquiera y bajé a las galerías subterráneas, procurando mantenerme a conveniente distancia de los portadores de la antorcha. De esa manera anduve por un laberinto de tortuosos corredores, alumbrados solamente por el tenue resplandor de la llama. Habíamos recorrido ya cien yardas, cuando el grupo giró bruscamente a la derecha para penetrar por un arco. Apresuré el paso cuanto la oscuridad me lo permitió y por fin llegué al punto por el que se habían ido del corredor. Allí, por una puerta entreabierta, les oí quitar las cadenas que sujetaban al muro al gran Thark.

Empujándole brutalmente le sacaron a toda prisa de la celda y faltó muy poco para que me sorprendieran; pero retrocedí a la carrera por el mismo camino que llevé al perseguirles, siempre fuera de la zona débilmente iluminada proyectada por la antorcha de que se servían.

Calculé, por consiguiente, que volverían con Tars Tarkas por el mismo camino que habían llevado, el cual les separaría de mí; pero, por desgracia, se encaminaron resueltamente en dirección a mí cuando se retiraron del calabozo. No me quedaba otra cosa que hacer sino apresurarme para que no me alcanzasen, manteniéndome fuera de la luz de la antorcha, pues no me atreví a detenerme en la sombra de cualquier galería transversal, porque ignoraba adonde podrían dirigirse. Hubiera sido demasiada casualidad que me refugiara en el mismo corredor por el que tuvieran que pasar.

La sensación ocasionada por mi rápido caminar en aquellos oscuros parajes no era en verdad tranquilizadora. A cada momento temía caer de cabeza en algún foso profundo o encontrarme con una de esas voraces criaturas que habitan las regiones subterráneas debajo de las ciudades muertas del moribundo Marte. Hasta mí llegaba una tenue claridad producida por la antorcha de la que eran portadores los tres guerreros verdes, y eso me permitía ir con relativa seguridad por aquellos tortuosos pasadizos que se abrían delante de mis ojos, sin tropezar con las paredes en las bruscas revueltas.

No tardé en hallarme en un sitio que era el punto común de cinco corredores divergentes. Me metí por uno a toda prisa, y después de recorrer una corta distancia, noté que de repente desaparecía detrás de mí la débil luz de la antorcha. Me detuve para escuchar los ruidos del grupo que iba en pos mío, pero el silencio fue tan completo como el de una tumba.

Inmediatamente comprendí que los warhoons habían tomado con su prisionero por otro de los corredores, y me apresuré a desandar le camino, satisfecho al pensar que en lo sucesivo estaría al seguirles en situación más favorable. Invertí bastante tiempo en volver al punto de arranque de los cinco pasadizos, puesto que la oscuridad era tan profunda como el silencio. Tuve que marchar con sumo tiento y, paso a paso, palpando con cuidado uno de los muros laterales de la galería, a fin de no pasarme del sitio donde convergían los cinco túneles. Al cabo de un rato, que me pareció una eternidad, llegué a ese lugar y reconocí a tientas las entradas de los diferentes pasajes, hasta que conté cinco. En ninguno, sin embargo, vislumbré el menor destello de luz.

Escuché con atención, pero los pies desnudos de los guerreros verdes no me enviaron ningún eco que me guiara y aunque pensé durante un momento haber oído algo así como un chasquido de espadas en el corredor de en medio, pronto tuve que convencerme de que aquello no fue sino una ilusión, ya que sólo las tinieblas y el silencio recompensaron mis esfuerzos.

Volví, pues, sobre mis pasos por la galería en la que entré creyendo seguir una buena pista, hacia la encrucijada origen de mis confusiones, cuando con gran sorpresa mía noté con el tacto la existencia de una entrada a tres corredores divergentes, en ninguno de los cuales había reparado en mi apresuramiento tras el falso rastro que en mal hora me pareció el más acertado. ¡Aquel descubrimiento me explica la situación! Sencillamente, lo que entonces tenía que hacer era situarme en el punto de cruce de los cinco pasadizos y aguardar con calma el regreso de Tars Tarkas y de sus guardianes. Mi conocimiento de las costumbres de los verdes prestaba verosimilitud a la creencia de que mi amigo iba custodiado a la sala de audiencias para ser sentenciado, y no me quedaba ni una ligera duda acerca de que reservarían a un hombre tan valiente como el noble Thark para que les divirtiese luchando en las grandes justas.

De todos modos, dentro de la gravedad de las circunstancias, las cosas adoptaban un giro mucho más favorable del que yo hubiera imaginado hacía un instante, sumido en tan densas tinieblas, y me dispuse a esperar; pero, vencido por el hambre y la sed, me dejé caer al suelo medio desmayado o medio muerto...

¡Oh! ¿Qué era aquello?

Sonó a mi espalda un débil resoplido, y lanzando una furtiva mirada sobre mi hombro derecho, vi algo que me heló la sangre en las venas. No fue el peligro momentáneo lo que me aterró, sino el espantoso recuerdo referente a la ocasión en que estuve a punto de enloquecer junto al cadáver del hombre muerto por mí en la mazmorra de los warhoons. Me refiero a cuando ciertos ojos fosforescentes surgieron de un oscuro rincón y me arrancaron de las manos lo que había sido un hombre y a cuando, a continuación, sentí el roce del cadáver sobre las piedras del calabozo al arrebatarme con furia el manjar destinado a un festín horrendo.

Entonces, en aquellos tétricos antros de los otros warhoons, contemplé de nuevo los mismos ojos encendidos que me abrasaban, perforando las tinieblas que me envolvían, sin revelar ninguna señal de la bestia a que pertenecían. Pienso que los más temibles atributos de tales seres pavorosos son su silencio y el hecho de que nadie los ve; sólo se les siente por sus ojos fosforescentes, que miran a sus víctimas despidiendo luminosos efluvios.

Esgrimí con fuerza mi larga espada y retrocedí lentamente a lo largo del corredor, apartándome del ser extraño que me espiaba; pero, a medida que me retiraba, los ojos misteriosos seguían avanzando y lanzando sus brillantes destellos. No se oía ningún ruido, ni aun el de la respiración del invisible monstruo, excepto el que primero atrajo mi atención, parecido al roce con el pavimento de un cuerpo muerto.

Continué retrocediendo, sin conseguir despegarme de mi siniestro perseguidor. De repente oí el roce escalofriante a mi derecha y al dirigir la vista en ese sentido percibí otro par de ojos que, indudablemente, salían de un pasadizo transversal. Reanudé inquieto mi lenta retirada; oí que se repetía el ruido detrás de mí, y entonces, antes de que pudiera volverme, el terrorífico roce sonó muy perceptible a mi izquierda.

Los seres enigmáticos me acosaban sin tregua y, por último, me cercaron en la intersección de dos corredores. Habiéndome, pues, cortado la retirada, sólo me quedaba el recurso de cargar contra una de las bestias. Aun en ese caso, no me cabía duda de que los demás continuarían persiguiéndome. Me era imposible adivinar el tamaño y la naturaleza de criaturas tan anómalas; pero les atribuí grandes dimensiones, a juzgar por la circunstancia de que sus ojos estaban a la altura de los míos.

¿Por qué la oscuridad aumenta los peligros? De día, ni siquiera los feroces
bauths
me hubieran causado miedo, y los habría vencido en caso de necesidad; pero, golpeado por lo desconocido en aquellos túneles silenciosos, temblaba ante un par de ojos chispeantes.

Paulatinamente noté que aquella situación tocaba a su fin, porque los ojos a mi derecha se iban acercando a mí con cautela, haciendo igual los de la izquierda y los que me acechaban por delante y por detrás; en resumen, que estrechaban cada vez más el cerco que me tenían puesto, sin alterar por eso el lúgubre silencio que allí reinaba.

Durante un rato, que me pareció una eternidad, los ojos centelleantes se fueron aproximando a mí, hasta que pensé enloquecer ante una aventura tan insólita como espantosa. Me había mantenido constantemente a la defensiva, procurando a toda costa evitar una embestida por la espalda, de fatales consecuencia; y aquella excitación concluyó por agotarme. Finalmente, no pude resistir más, y sujetando fuertemente con la derecha mi larga espada, me volví repentinamente y cargué contra uno de mis persistentes atormentadores.

Cuando estuve a punto de alcanzar a lo que fuese, mi enemigo se retiró ante mí; pero un ruido que sonó a mis espaldas me obligó a girar sobre los talones, a tiempo para ver tres pares de ojos incandescentes que me acosaban por retaguardia. Lancé un grito de rabia y me adelanté al encuentro de las cobardes apariciones; mas, a medida que yo avanzaba hacia ellas, éstas retrocedían, como acababa de hacer la primera. Entonces, una mirada de soslayo me permitió descubrir los ojos de antes, persistiendo en observarme. Repetí el ataque en la dirección en que brillaban, sin conseguir otro resultado que el de echarlos hacia atrás y oír el suave roce de los tres seres que se agitaban a mis espaldas.

Continuamos así: yo a cada vez más asediado por los ojos fosforescentes y más a punto de perder la razón, dado el curso monstruosamente prodigioso de los sucesos. Resultaba evidente que estaban aguardando un momento oportuno para caer sobre mí a traición, y que eso sucedería pronto tampoco me quedaba ninguna duda, pues no podía soportar continuamente la tensión nerviosa de tan repetidos ataques y contraataques. En realidad, sentía que por momentos se iban agotando mis energías mental y física.

En esas condiciones eché otra mirada a hurtadillas y vi que el par de ojos a mi espalda se abalanzaba con ímpetu sobre mí. Me volví para aguantar la embestida, y entonces sentí la rápida carrera de tres seres en otra dirección, por lo cual decidí perseguir al primer par hasta que, por lo menos, zanjara el asunto con una de las bestias, librándome así del peligro consistente en que me acometiesen por todos lados.

En la galería no se oía más ruido que el de mi jadeante respiración y, sin embargo, me hallaba convencido de la presencia inmediata de unos entes feroces. Los ojos del que yo perseguía se retiraban con rapidez, a pesar de lo cual me faltaba poco para poder alcanzarle con la espada.

¡Ya! Levanté el arma para asestarle el golpe que acabara con él, y cuando me disponía a abatirle, sentí que un cuerpo pesado caía sobre mis hombros. Una cosa fría, húmeda y viscosa me apretó el cuello. Ignoro qué sería, pero sí sé que me tambaleé y que caí al suelo cuan largo era.

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