Authors: Edgar Rice Burroughs
—Una gran escuadra de acorazados al sur sudeste, mi príncipe —exclamó—. Deben ser varios miles y vienen directamente hacia nosotros.
—Por algo estaban los espías Thern en el palacio de John Carter —me dijo Kantos Kan—. Tus órdenes, príncipe.
—Disponed que diez acorazados guarden la entrada de Omean dispuestos a no permitir que ninguna nave hostil penetre en el pozo o salga de él. Esa división embotellará la armada de los Primeros Nacidos.
»Formad el resto de los acorazados haciendo una V enorme, con vértice que señale directamente a la flota enemiga, y mandad a los transportes, rodeados de sus convoyes, que sigan de cerca a los buques grandes hasta el momento que la V haya entrado en la línea de los contrarios, y luego marchad a toda velocidad para ocupar una posición conveniente sobre los templos y los jardines de los Thern. Mientras, nuestra cuña extenderá sus ramas, y los buques de cada una de ellas atacarán con furia a las fuerzas adversarias y las harán retroceder, abriéndose paso entre sus filas y coadyuvando a la misión de las tropas de desembarco. Estas asaltarán las fortalezas de los
thern
y masacrarán a estos tan ferozmente, que jamás lo olvidarán en el futuro.
No había sido hasta entonces mi intención distraerme del objetivo principal de la campaña, pero había que zanjar el asunto con los
thern
inmediatamente y para siempre, so pena de no tener tranquilidad mientras estuviéramos cerca de Dor y de ver sumamente reducidas nuestras probabilidades de seguridad cuando volviésemos del otro mundo.
Kantos Kan saludó y se separó de mí para transmitir sus instrucciones a sus ayudantes. En un plazo de tiempo increíblemente corto se modificó la formación de los acorazados con arreglo a mis órdenes; los diez designados para vigilar la entrada de Omean salieron para su destino, y los transportes y convoyes se agruparon para lanzarse por la brecha que hiciéramos en la línea enemiga.
Di la orden de marchar a toda máquina y la escuadra surcó el aire como si estuviera formada por galgos, de modo que a los pocos momentos divisamos a simple vista los buques de nuestros contrarios. Estos formaban una línea recortada en toda la distancia a que alcanzaba la vista en ambas direcciones, en un fondo de tres buques. Tan imprevista fue nuestra acometida, que les cogió desprevenidos por completo y, por lo inesperada, se pareció a un relámpago en un cielo despejado.
Todas las fases de mi plan se ejecutaron maravillosamente. Nuestras enormes naves penetraron profundamente en las compactas filas de los
thern
, y después, al abrirse la cuña, apareció un ancho hueco por el que los transportes se precipitaron a los templos de mis adversarios, que se divisaban a lo lejos, resplandeciendo a la luz del sol. Cuando los Thern sedieron cuenta de la situación, ya cien mil guerreros verdes habían invadido sus patios y jardines, mientras que otros ciento cincuenta mil, se dedicaban desde las embarcaciones que volaban más bajo a aniquilar a tiros a los soldados
thern
, agrupados en las murallas o que pretendía defender los templos. Entonces las dos gigantescas flotas entablaron una titánica lucha aérea mientras que en tierra se llevaba a cabo la más sangrienta batalla de cuantas habían presenciado los vergeles
thern
. Lentamente se fue cerrando la tenaza de Helium, y a continuación comenzó el cerco de la línea enemiga, siendo esta maniobra característica de la estrategia barsoomiana. En torno de cada división enemiga se movían los buques mandados por Kantos Kan, que al fin casi formaron un círculo perfecto, y como entonces marchaban a extraordinaria velocidad, ofrecían al adversario un blanco muy difícil. Uno tras otro, los acorazados de los Thern eran destrozados o se rendían y, por último, la ya destrozada escuadra intentó con desesperada acometida romper la formación de los vencedores, lo que equivalía a querer coger un soplo de aire con la mano.
Desde mi sitio en la cubierta, al lado de Kantos Kan, vi que las naves de los Thern iban paulatinamente dando la terrible caída que anunciaba su total destrucción, y nosotros proseguimos estrechando, sin apresuramos, nuestro asedio implacable hasta cernimos sobre los jardines donde peleaban como leones nuestros aliados los verdes, a quienes se comunicó la orden de embarcar. La cumplieron con precisión, elevándose los transportes y ocupando al cabo una posición en el centro del círculo.
Por entonces había terminado prácticamente el fuego de los
thern
, los que, como ya llevaron su merecido, se resignaron a dejamos seguir en paz nuestro camino. Sin embargo, nuestra misión no por eso se iba a desarrollar con facilidad, pues apenas reanudamos la marcha en dirección a la entrada de Omean, divisamos en el norte una gran mancha negra que se destacaba en el horizonte. No podía ser más que una escuadra de guerra.
¿De quién era y contra quién se dirigía? Eso, de momento, ni siquiera podíamos imaginárnoslo. Cuando se puso a la distancia adecuada de nosotros, el operador de Kantos Kan recibió un radio-aerograma, que inmediatamente tendió a mi compañero. Éste lo leyó y me lo entregó con mano firme.
«Kantos Kan —decía—. Rendíos en nombre del Jeddak de Helium, porque estáis en mi poder.»
Lo firmaba Zat Arras.
Los
thern
debían haber cogido y traducido el mensaje, porque, tan pronto como lo recibimos, reanudaron con brío las hostilidades, alentados por los inesperados aliados que venían a favorecerles.
Antes de que Zat Arras estuviera lo suficiente cerca de nosotros para que le fuera posible atacarnos, volvimos a combatir con la flota
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, pero mi rival, en cuanto se puso a tiro, comenzó a disparar sobre mis buques con su artillería pesada. Por desgracia, bastantes de mis naves sufrieron graves averías y algunas quedaron inútiles a causa del implacable bombardeo de que eran objeto.
La situación se hacía insostenible, y por eso dispuse que los transportes descendiesen de nuevo a los Jardines de los Thern.
— Llevad hasta el final vuestra venganza —fue mi mensaje a las tropas verdes—, porque de noche no tendréis ocasión para ello, ni contrarios a quienes masacrar.
Entonces me fijé en que los diez acorazados encargados de vigilar el pozo de Omean, venían hacia nosotros a toda velocidad, disparando sin cesar sus baterías de popa. No había más que una explicación para aquello. Indudablemente, les perseguía una flota hostil. ¡Ah, los acontecimientos empeoraban por momentos, y mi expedición casi podía considerarse fracasada! Ninguno de los hombres que tripulaban mi armada volvería a atravesar el fatal desierto de hielo. ¡Cuánto deseé tener a Zat Arras al alcance de mi espada larga antes de morir! Él era el único causante de nuestro desastre.
Cuando observé con atención a los diez buques en fuga, aparecieron a mi vista los enemigos que les perseguía con vertiginosa rapidez. Se Trataba de una gran escuadra. Al principio no quise dar crédito a mis ojos, pero al fin tuve que admitir la espantosa realidad que nos amenazaba, pues la armada que se disponía a embestimos era nada menos que la de los Primeros Nacidos, la que yo creía embotellada en el profundo mar de Omean, ¡Qué serie de calamidades e infortunios! ¡Qué maldito sino pesaba sobre mí desde que concebí la idea de salvar de la muerte a mi bien amada Princesa! ¿Sería posible que la maldición de Issus tuviera eficacia? ¿Que hubiera, en realidad, algo malvadamente divino en aquella momia repugnante?
Rechacé enérgicamente la absurda superstición, e irguiéndome con entereza, corrí a la cubierta inferior para repeler, en unión de los míos, el abordaje de un buque
thern
, que osaba abordarnos. En la salvaje matanza del combate cuerpo a cuerpo recobré la antigua confianza en mí mismo, y al sucumbir un Thern y otro Thern por obra de mi acero, casi me convencí de que alcanzaría el triunfo final, pese a las desventajas del momento. Mi presencia entre mi gente la alentó de tal modo que cargó contra los soldados blancos con absoluto aplomo, y en muy poco tiempo se cambiaron los papeles, pasando nosotros de abordados a abordadores. Luego invadimos las cubiertas del acorazado enemigo, y poco después tuve el orgullo de ver arriar el pabellón de éste en prueba de derrota y de vergonzosa rendición.
Después me reuní con Kantos Kan, quien contempló con impaciencia lo que sucedía en la cubierta inferior, como si aquello le inspirase una idea feliz. Inmediatamente dio una orden a uno de sus ayudantes y, obedeciéndola, los colores del Príncipe de Helium ondearon en cada punto de la nave capitana. La tripulación de mi barco lanzó un clamor de júbilo, el cual fue repetido por la de las demás embarcaciones a medida que aparecieron mis enseñas en sus cubiertas.
No esperó más Kantos Kan para dar el golpe. Una señal legible para todos los marineros de las flotas inmersas en la tremenda lucha, apareció a lo largo del buque almirante.
»Hombres de Helium, por el Príncipe de Helium contra todos sus enemigos»-leí.
Y ¡oh, sorpresa!, uno de los buques de Zat Arras enarboló mi bandera. En algunos se llevaron a cabo violentas luchas ente los soldados de Zodanga y los marineros de Helium, pero finalmente mis colores ondearon en todos los acorazados, que siguieron a Zat Arras detrás de nosotros, menos en el que mandaba personalmente.
Mi rival había traído cinco mil buques. El cielo estaba negro con las tres enormes flotas. La de Helium llevaba ya las de ganar, y la batalla tenía que resolverse en incontables episodios aislados. Dada la aglomeración de unidades aéreas en aquel espacio de cielo, resultaba casi imposible realizar cualquier maniobra de conjunto.
El buque de Zat Arras se hallaba junto al mío; así que me era posible ver las facciones de su jefe desde donde yo me encontraba. La artillería zodanguesa nos hacía un pesado fuego, al que contestamos con igual ferocidad. Poco a poco se fueron aproximando las dos naves, hasta que las separaron escasos metros. Los bicheristas y los abordadores se alineaban en las bordas contiguas de ambos. Nos preparábamos al lance decisivo con nuestro odiado enemigo.
Sólo había cinco metros entre las dos poderosas unidades cuando se esgrimieron los primeros bicheros. Yo me precipité a la cubierta para estar con mis hombres al iniciarse el abordaje, y precisamente cuando los barcos se abordaron con un ligero choque, me abrí paso entre las filas de los míos para ser el primero que pisara la cubierta del buque de Zat Arras. Sin vacilar, saltó detrás de mí la flor de los combatientes de Helium. Mis leales y enardecidos soldados, en el colmo del entusiasmo, acometieron a sus contrarios con tal violencia, que en vano intentaron detenerlos los de Zodanga.
Pronto cedieron los zodangueses ante aquella ola arrolladora, y cuanto mis hombres limpiaron las cubiertas de abajo subí al puente donde se hallaba Zat Arras.
—Eres mi prisionero, Zat Arras —exclamé—. Ríndete y te perdonaré la vida.
Creo que mi enemigo vaciló un instante entre acceder a mi oferta o hacerme frente con la espada desnuda, pero su indecisión duró escaso tiempo, pues tiró al suelo las armas, me volvió la espalda y corrió al lado opuesto del alcázar. Antes de que yo, repuesto de mi asombro, pudiera detenerlo, se abalanzó sobre la borda y se arrojó de cabeza al enorme abismo extendido a nuestros pies. Y así terminó el malvado Zat Arras, Jed de Zodanga. Aquí y allá proseguía la singular refriega. Los Thern y los negros se unieron contra nosotros, y en cualquier lugar que un buque de estos se encontraba a otro de los Primeros Nacidos, se entablaba una batalla brutal, debiendo a esto, según entiendo, nuestra salvación. Como mejor pude, y procurando que no los interceptasen los enemigos, envié a todos nuestros buques despachos ordenándoles que se retiraran de la lucha lo más rápidamente posible, para ocupar posiciones al oeste y sur de los combatientes, y también mandé un explorador aéreo a los guerreros verdes que peleaban en los jardines, para que embarcasen en los transportes sin perder tiempo.
Mis instrucciones les ordenaron, además, que cuando estuvieran luchando con una nave adversaria la dirigieran con habilidad y rapidez a un buque de su enemigo hereditario, maniobrando de modo que ambas se enzarzaran y la embarcación de Helium quedara libre para retirarse. Esta estratagema produjo magníficos efectos, y antes de que el sol se pusiera tuve la alegría de ver que cuanto quedaba de mi una vez poderosa armada se hallaba reunida a veinte kilómetros al sudoeste del lugar donde se destrozaban con furiosa saña los blancos y los negros.
Xodar, entonces, se trasladó a otro acorazado, y al frente de cinco mil buques de gran porte y de los transportes, marchó directamente al Templo de Issus.
Carthoris y yo, con Kantos Kan, continuamos mandando el resto de la flota, con la que pusimos rumbo a Omean.
Nuestro plan consistía en intentar hacer un asalto combinado a Iss al amanecer el siguiente día. Tars Tarkas con los guerreros verdes, Hor Vastus con los rojos, guiados por Xodar, aterrizarían en los parques de Issus y en las llanuras vecinas, mientras Carthoris, Kantos Kan y yo conduciríamos la fuerza menor desde el mar de Omean a la morada de la infame vieja, por los túneles y las galerías que Carthoris conocía tan bien.
Entonces supe por primera vez la causa de que mi división de acorazados se apartasen de la boca del pozo. Sucedió que, cuando llegaron a ella, ya había salido de su mar subterráneo la casi totalidad de la escuadra pirata. Veinte naves colosales arremetieron a los míos, y aunque estos presentaron batalla sin vacilar, procurando detener la muerte que salía de la negra sima, la desigualdad de sus elementos era demasiado grande y se vieron obligados a huir los de Helium.
Con suma prudencia nos acercamos a la tenebrosa boca, de negras entrañas. A una distancia de varias millas, dispuse que la escuadra se detuviera, y desde allí Carthoris partió en una nave individual a conocer el sitio. Tardó quizá media hora en volver para informamos que por aquel lugar no se divisaba ninguna señal del enemigo, ni siquiera una insignificante patrulla; así que avanzamos velozmente y en silencio hacia la misteriosa entrada de Omean.
En la abertura del pozo hicimos alto un momento para que todos los buques llegasen de sus puntos de partida previamente designados, y luego, con el acorazado almirante, penetré con decisión en el negro abismo siguiéndome una a una mis naves, en sucesión perfecta.
Habíamos decidido correr todos los riesgos imaginables con tal de llegar al templo por el camino subterráneo, y por eso no dejamos vigilancia en la boca del pozo. Para nada nos hubiera sido útil adoptar esa precaución, pues no teníamos fuerzas suficiente para oponemos a la gran escuadra de los Primeros Nacidos, si a ésta se le ocurría atacarnos. El éxito de nuestra irrupción en Omean dependía exclusivamente de la audacia con que realizábamos la operación, la probabilidad de que los piratas de guardia no se dieran cuenta enseguida de quiénes eran los que descendían bajo la bóveda de su enterrado mar. En el caso de que nos tomaran por los suyos, nuestra operación sería un éxito.