Authors: Edgar Rice Burroughs
—¡Han incendiado las galerías de arriba estamos entre las llamas y las olas! ¡Auxilio, John Carter! ¡Nos asfixiamos!
En efecto, en el mismo instante nos azotó la cara una especie de columna de denso y negro humo, la que nos obligó a retroceder, medio ciegos y sofocados, para buscar refugio contra sus daños.
No quedaba otro recurso que hallar, si era posible, un nuevo medio para escapar. El fuego y el humo resultaban mil veces peores enemigos que el agua, y por eso me lancé a la primera galería, para librarme ante todo del humo asfixiante que nos agobiaba.
De nuevo me mantuve a un lado, mientras que los soldados retrocedían de prisa por el camino que habían seguido. Unos dos mil hombres debían haber vuelto a la primitiva dirección, cuando la corriente cesó; pero como no estaba seguro de que todos se hubieran salvado, pues quizá algunos habrían ido más allá del punto inicial de las llamas, para convencerme de que ningún infeliz corría el riesgo de sufrir una muerte espantosa, avancé con rapidez por la galería hacia la zona incendiada, la que vi arder delante de mí despidiendo resplandores siniestros.
Se sentía un calor sofocante y la tarea era extremadamente penosa, pero al fin llegué a un sitio donde el fuego iluminaba el corredor lo suficiente para ver que ni un solo hijo de Helium quedaba entre mí y aquella inmensa y devoradora hoguera. Lo que había en ella y más allá no lo sabía, ni ningún ser humano habría osado atravesarla. Parecía un infierno de sustancias químicas imposibles de conocer.
Una vez satisfecho mi sentido del deber, me volví y regresé corriendo por el pasadizo que tantas ilusiones me produjo. Entonces descubrí con horror que tenía cortada la retirada en aquella dirección, puesto que a la entrada del túnel se levantaba un fuerte enrejado de acero, evidentemente sacado de sus soportes y colocado allí con el propósito de impedirme la huida.
No podía dudar de que los Primeros Nacidos estaban al tanto de nuestros principales movimientos, en vista del ataque de su escuadra a nuestras fuerzas del día antes, ni de que la paralización de las bombas de Omean en el momento psicológico dependiera de la casualidad. También el comienzo de una combustión química en el corredor por el que marchábamos hacia el Templo de Issus, tenía que obedecer a un plan maduramente adoptado. Después, la interposición de la verja de acero para ponerme de manera efectiva entre las llamas y las olas, parecía indicar que unos ojos invisibles me acechaban sin descanso. Se comprenderá que para acudir en socorro de mi amada Dejah Thoris me era preciso vencer, ante todo, a unos enemigos que se ocultaban en las sombras. Mil veces me reproché el haber caído incautamente en aquella encerrona, a pesar de constarme que los peligros abundaban en las tenebrosas galerías. Entonces juzgué que hubiera sido mucho mejor conservar las fuerzas intactas y dar un asalto concertado al Templo por el lado del valle, confiando a la suerte y a nuestra gran habilidad combatiente la derrota del ejército negro y la consiguiente liberación de mi Dejah Thoris.
El humo del fuego me obligaba a seguir retrocediendo por el pasadizo en dirección a las aguas, que oía surgir entre las demás tinieblas. Como mi gente se llevó la última antorcha, el paraje sólo estaba iluminado por la radiación de las rocas fosforescentes, propias de aquellas regiones abismales. Esta circunstancia me convenció de mi proximidad a las galerías superiores, situadas directamente más allá del Templo.
Finalmente, sentí que las aguas me azotaban los pies. A mi espalda, la humareda se espesaba por minutos. Sufría lo indecible, y comprendí que sólo me quedaba un recurso, que era elegir la muerte más fácil de las dos que me amenazaban. Consecuente con esta decisión, me dirigí por la galería a las frías aguas de Omean, tan cercanas, para arrojarme a sus pavorosos abismos en busca... ¿de qué?
El instinto de conservación es fuerte, aun cuando uno, sin temor y en posesión de las más valiosas facultades razonables, sabe que la muerte, positiva e imperturbable, le corta el paso. Por eso yo me puse a nadar lentamente, esperando que mi cabeza tocase en el techo del corredor, lo que significaría que habría llegado al fin de mi fuga y al sitio donde debía hundirme para siempre en una tumba insondable. Sin embargo, con gran sorpresa, fui a parar a un muro por completo liso antes de llegar al sitio en que las aguas tocaban el techo del pasadizo. ¿Estaría equivocado? ¡No! Pronto me convencí de que había seguido la galería principal y de que todavía quedaba un espacio libre entre la superficie de la masa líquida y la rocosa techumbre. Luego me acorde de mi marcha por el estrecho túnel que recorrieron Carthoris y la cabeza de la columna hacía media hora. A medida que nadaba, mi corazón, a cada brazada, se aliviaba, pues bien sabía que me acercaba cada vez más a un paraje en que, indiscutiblemente, tendría que ser menor la profundidad de las aguas que por adonde yo iba. Para mí, era indudable que pronto sentiría de nuevo bajo mis pies un terreno firme, y eso me hizo cobrar esperanzas en cuanto a llegar al Templo de Issus para reunirme con la tierna prisionera que languidecía allí.
De improviso, cuando más ilusiones me hacía, di un golpe brusco con la cabeza en las rocas de encima. Me había sucedido, pues, lo peor, o sea ir a parar a uno de los raros sitios donde un túnel marciano baja de repente a un plano inferior. No ignoraba que más allá volvería a elevarse; pero eso carecía para mí de valor, debido a que desconocía cuál era su longitud, totalmente debajo de la superficie anegada.
Tan solo me restaba una remota probabilidad de salvación, y la aproveché. Llené de aire los pulmones, me zambullí en el agua y nadé con brío a lo largo de la sumergida galería, sin miedo a sus negruras ni a la frialdad horrible que en ella experimenté. De cuando en cuando levantaba una mano y, por desgracia, siempre que lo hacía tocaba sobre mi cabeza la roca desesperanzadora. Ya mis pulmones empezaban a rendirse con el esfuerzo que realizaban, y para mí no había otra solución que la de sucumbir fatalmente, sin que ni por asomo se me ocurriera otra perspectiva más favorable. Ni siquiera creía posible volver de nuevo al punto en que las aguas, como se recordará, sólo me llegaban al cuello.
La muerte me miró a la cara; mas yo, realmente, no me acuerdo del instante preciso en que sentí en mi frente el beso helado de sus labios letales.
Hice un frenético esfuerzo acudiendo a mis energías casi agotadas, y me enderecé, medio desmayado, por última vez, no pensando encontrar para que mis torturados pulmones respirasen sino un elemento extraño y mortífero; sin embargo, en lugar de eso, sentí que una ráfaga de aire vivificador penetraba en mi pecho, produciéndome una inefable delicia. ¡Me había salvado!
Unas cuantas brazadas más me llevaron a un sitio donde mis pies tocaron el suelo, y pronto me vi por completo fuera del agua; entonces eché a correr como un loco por el túnel adelante, buscando cualquier puerta que me condujera ante Issus. Si ya no podía salvar a Dejah Thoris, por lo menos estaba decidido a vengarla, y ninguna vida me satisfaría a cambio de la suya, como no fuese la de la diosa infame, causa para Barsoom de tan crueles sufrimientos.
Antes de lo que yo esperaba me hallé en lo que me pareció ser una imprevista salida al Templo de arriba. Estaba en el lado derecho del pasadizo, y probablemente se llegaría por ella a varias entradas del edificio. Para mí tanto valía un camino como otro. ¿Acaso sabía yo adónde se iba por ninguno de ellos? Por eso, sin pensar que quizás me descubrirían y rechazarían, me adelanté con rapidez por la pronunciada pendiente, y empuje la puerta, situada en el extremo del declive.
Esta cedió lentamente, y antes de que hiciera más resistencia me lancé a la habitación inmediata. Aunque todavía no amanecía, la estancia se hallaba iluminada brillantemente. Su único ocupante descansaba tendido en un lecho de corta altura junto a la pared opuesta a la puerta, y aparentemente dormía. Por las colgaduras y el suntuoso mobiliario del aposento, creí que éste pertenecía a alguna sacerdotisa o tal vez a la misma Issus.
Tal pensamiento activó la circulación de la sangre en mis venas. ¡Ah, si la fortuna se me mostraba tan propicia y me ponía en las manos sola e indefensa, a la aborrecible y engañadora vieja! Con aquel rehén nada me sería imposible en lo sucesivo. Sigilosamente me acerqué de puntillas a la persona acostada. Avancé hacia la durmiente con gran cautela; pero sólo había cruzado la mitad de la sala, cuando el bulto se movió y se puso en pie, mirándome, al ir a arrojarme sobre él.
Al principio se reflejó una expresión de terror en las facciones de la mujer, y luego sustituyeron al miedo la incredulidad, la esperanza y la gratitud.
El corazón me saltaba del pecho y las lágrimas me llenaban los ojos cuando me dirigí a la dama en cuestión. Las palabras que debieron ser ecos de mi alegría y brotar de mi boca cual un torrente impetuoso, quedaron ahogadas en mi garganta. Sí, abrí los brazos y en ellos recogí, desfallecida, a mi adorada Dejah Thoris, señora de Helium.
Victoria y derrota
—¡John Carter! ¡John Carter! —sollozó mi amada apoyando en mi hombro su bellísima cabeza—, aún ahora apenas creo lo que mis ojos están viendo. Cuando la joven Thuvia me dijo que habías vuelto a Barsoom la oí sin creerla, porque me pareció que tal felicidad sería imposible para quien, como yo, llevaba sufriendo en la soledad y el silencio diez largos años. Al fin, cuando comprendí que era cierto y me enteré del horrible lugar en que te habían cogido prisionero, no mantuve ilusiones en cuanto a que pudieras salvarme.
»Como pasaban los días y transcurrían las lunas y las lunas sin que tuviera de ti la menor noticia, me resigné con mi triste suerte; y ahora que has venido, casi me parece un sueño tanta buena suerte. Durante una hora he oído el ruido del combate en el interior del palacio, y no supe lo que significaba, si bien el corazón me decía, contra toda lógica, que quizá se tratase de los hombres de Helium, capitaneados por mi príncipe. ¿Y Carthoris, nuestro hijo?
—Estaba conmigo hace una hora escasa, Dejah Thoris —contesté—. Y debe ser él a quien oíste batallar con su gente, dentro del recinto del templo. ¿Dónde está Issus? —pregunté de repente.
Dejah Thoris se encogió de hombros.
—Me envió con una escolta a esta estancia antes de comenzar la lucha, que todavía no ha terminado, y me dijo que mandaría a buscarme más tarde. Parecía muy enojada y algo temerosa, hasta el punto que nunca la vi tan vacilante y asustada. Sin duda, sabía ya que John Carter, príncipe de Helium, venía a rendirle cuentas del cautiverio de su amada.
El estruendo de la lucha, los chasquidos de las armas, el griterío de las masas y el ruido de innumerables pisadas llegaban a nosotros desde las distintas partes del templo. Comprendía que era necesaria mi presencia en el teatro de la acción y, sin embargo, no me atrevía a dejar sola a Dejah Thoris, ni a exponerla conmigo a los riesgos y al torbellino de la batalla.
Al fin me acordé de los túneles que acababa de abandonar. ¿Por qué no esconderla allí hasta que yo volviera, manteniéndola en seguridad mientras fuese preciso en aquel horrible lugar?
—¡Oh, John mío, no te separes ahora de mi lado ni siquiera un momento! —dijo—. Me aterra la idea de quedarme sola otra vez donde esa infame mujer pueda descubrirme. No sabes cómo es. Nadie es capaz de imaginar su ferocidad cruel, si no ha presenciado un año entero sus fechorías cotidianas. Casi he tardado todo ese tiempo en comprender las cosas que he visto con mis propios ojos.
—Pues bien, no te dejaré, princesa mía —le respondí.
Dejah Thoris permaneció callada un instante y luego rozó mi cara con la suya, besándome.
—Vete, John Carter —exclamó—. Nuestro hijo está allí, y los soldados de Helium pelean por la princesa de su país. Tú debes estar donde ellos, y yo no debo pensar en mí, sino en tu misión de padre y jefe. Jamás me interpondré en tu camino. Ocúltame en los subterráneos, y vete.
La llevé por la puerta que me permitió llegar a ella, a las estancias de abajo, y después la abracé apasionadamente sintiendo desgarrárseme el corazón. En realidad, padecía el pesado agobio causado por un lúgubre presentimiento. A pesar de eso, me sobrepuse a mi dolor, la conduje al negro antro, la besé de nuevo y cerré la puerta sin vacilar.
Hecho esto, ya libre de flaquezas, atravesé el salón, dirigiéndome al lugar del combate, y tras cruzar media docena de cámaras, me hallé con júbilo en la vorágine de una encarnizadísima lucha.
Los negros se agolpaban a la entrada de un vasto aposento, y allí intentaban contener el irresistible empuje, de un grupo de hombres rojos, empeñados en invadir la sagrada zona del templo.
Dado el sitio de donde yo procedía, me encontré detrás de los negros, y sin pararme a calcular su número, ni lo insensato de mi decisión, me arrojé contra ellos por retaguardia, esgrimiendo con furia mi larga e invencible espada.
Al tirarles la primera estocada exclamé en voz alta: «¡Por Helium!», y luego descargué tajos a un lado y otro, sobre los sorprendidos guerreros, mientras que los rojos, alentados por el sonido de mi voz, redoblaron sus esfuerzos, gritando con entusiasmo:
—¡John Carter! ¡John Carter!
En efecto, antes de que los negros se repusieran de su pasajera confusión fueron arrollados, penetrando los míos en el aposento asaltado y defendido con fiera resistencia.
El combate que se entabló a continuación merecería que lo relatara un inspirado cronista, pues los anales de Barsoom, pese a la inhumana fiereza de sus combativas razas, no registraron hasta entonces una página tan sangrienta. Quinientos hombres rojos y otros tantos negros se despedazaron aquel día en unos cuantos metros de terreno. Nadie clamaba piedad, ni la mostraba, y peleaban como por común acuerdo, como para determinar de una vez para siempre su derecho a la vida con arreglo a la ley de la supervivencia del más fuerte.
Me pareció que todos sabían cómo del resultado de la batalla dependía definitivamente las relativas posiciones en Barsoom de las dos razas rivales. Fue un desafío de lo viejo y lo nuevo, pero ni por un momento me inspiró dudas la solución del conflicto. Con Carthoris a mi lado peleé por los hombres rojos de Barsoom y por la total liberación de su odiosa esclavitud a una superstición tan horrible como estúpida.
Nos movimos yendo y viniendo por el aposento teatro de la lucha, hasta que la sangre nos llegó a los tobillos y los cadáveres de los guerreros que caían formaron montones, sobre los que nos subíamos con frecuencia. Fuimos a las grandes ventanas, desde las que se dominaban los jardines de Issus, y contemplamos un espectáculo que trajo a mi alma una oleada de exaltación.