Authors: Edgar Rice Burroughs
»Finalmente, Xodar, con su peculiar sutileza y astucia, trazó un plan susceptible de proporcionamos los informes que se negaba a facilitarnos.
»Con arreglo a él, Hor Vastus se prestó a ponerse la armadura de un soldado de Zodanga y a que le encadenasen en la misma celda ocupada por Parthak. Quince días languideció nuestro noble amigo en la oscuridad de los subterráneos, pero no en vacío. Lentamente ganó la confianza y la amistad del joven zodangues, y por fin, hoy mismo, Parthak, creyendo hablar a un compatriota y camarada de infortunio, reveló a Hor Vastus el punto exacto en que te hallabas.
»Necesité muy poco tiempo para encontrar los planos secretos de Helium entre tus papeles oficiales, pero me costó más trabajo llegar hasta aquí pues ya sabes que todas las galerías del subsuelo se unen unas con otras, que sólo hay una entrada para las correspondientes a cada sección y a la inmediata, y que las de la parte superior distan muy poco de la superficie del terreno. Como es natural, las entradas que dan paso a los túneles contiguos a los subterráneos de los edificios del gobierno están siempre guardadas, y por eso, aunque llegué sin obstáculos hasta los sótanos del palacio donde habita Zat Arras, tropecé para penetrar en ellos con un soldado de Zodanga. Allí le dejé detrás de mí, pero sin alma en el cuerpo.
»Ya conoces cómo vine hasta aquí, sin sospechar que junto a mi padre corría el riesgo de ser muerto.
Carthoris terminó su relato con una franca carcajada. Mientras hablaba había estado trabajando en la cerradura que sujetaba mis grilletes, y después, con una exclamación de alegría, dejó caer al suelo el extremo de la cadena, lo que me permitió erguirme de nuevo, libre de los atormentadores hierros que me esclavizaron casi un año. Mi hijo era portador para mí de una espada larga y un puñal, y armados ya los dos, emprendimos el viaje de regreso a nuestro palacio. En el punto donde terminaban los subterráneos de Zat Arras encontramos el cadáver del guardia muerto a manos de Carthoris. Todavía no había sido descubierto, y a fin de aplazar más las investigaciones consiguientes y para seguir engañando a la gente, trasladamos el cuerpo a corta distancia de allí, escondiéndole en una cueva de la galería principal soterrada, perteneciente a una finca adyacente.
Al cabo de media hora llegamos al subsuelo de mi palacio y pronto tuvimos la satisfacción de penetrar en la sala de audiencias, en la que hallamos a Kantos Kan, Tars Tarkas, Hor Vatus y Xodar, quienes nos aguardaban con impaciencia.
No perdimos el tiempo en inútiles cambios de impresiones, ni en que yo relatase los incidentes de mi cautiverio, pues lo que yo deseaba saber era cómo se venían desarrollando los planes acordados hacía cerca de un año.
—Nos han entretenido mucho más de lo que pensábamos —repuso Kantos Kan—. El hecho de tenerlos que mantener secretos para ocultárselos a Zat Arras los ha retrasado terriblemente, puesto que los espías de Zodanga abundan en todas partes. Sin embargo, estoy completamente seguro de que ni una sola palabra de nuestros proyectos ha llegado a oídos de ese canalla. De noche se junta en los grandes diques de Hastor una flota compuesta de mil acorazados fuertemente armados, los más grandes que hasta ahora han existido en Barsoom, cada uno equipado para navegar en el cielo de Omean y en las aguas del misterioso mar. En cada acorazado hay cinco cruceros de diez hombres, diez fragatas de cinco hombres y cien embarcaciones individuales; en resumen, ciento dieciséis mil naves provistas de propulsores acuáticos y aéreos. En Thark están los transportes para los guerreros verdes de Tars Tarkas, novecientos magníficos buques, sin contar los destinados a escoltarlos. Hace siete días que se hallan listos, pero esperábamos con la confianza de que de esa manera dábamos ocasión a que regresaras a tiempo para la expedición. Por fortuna, hemos acertado actuando así.
—¿Y cómo es, Tars Tarkas —pregunté—, que el pueblo de Thark no ha infligido el castigo tradicional a los que vuelven del seno de Iss?
—Los míos enviaron una comisión de cincuenta caudillos a hablar aquí conmigo —me contestó Thark—. Somos un pueblo justo, y cuando les conté la historia de mis aventuras, convinieron como un solo hombre en que su conducta respecto a mí dependería de la de Helium con John Carter. Entre tanto, y a petición suya, ocupé otra vez el trono, como Jeddak de Thark, gracias a lo cual pude entrar en negociaciones con las belicosas hordas vecinas, consiguiendo que se comprometieran a constituir el núcleo de las fuerzas terrestres expedicionarias. He cumplido, pues, lo pactado. Doscientos cincuenta mil combatientes reunidos desde el helado casquete norte a la glacial zona del polo Sur, y que representan mil tribus diferentes, de cien hordas salvajes y batalladoras, llenarán esta noche la gran ciudad de Thark, dispuestas a invadir la tierra de los Primeros Nacidos cuando reciban la orden, y a pelear hasta que se les diga ¡basta! Sólo piden que se les consienta llevarse el botín a sus respectivos territorios en cuanto haya terminado la matanza y el saqueo. Esta es mi palabra.
—¿Y tú, Hor Vastus? —pregunté—. ¿Qué noticias me traes?
—Un millón de hombres, diestros y veteranos, procedentes de los angostos canales de Helium, tripulan los acorazados, los transportes y los convoyes —me replicó—. Todos han jurado lealtad y discreción, y han sido reclutados en varios distritos para no despertar sospechas.
—¡Bien! —exclamé—. Nadie ha faltado a su deber. Y ahora, Kantos Kan, ¿no convendría salir en seguida para Hastor y disponer las cosas a fin de emprender la marcha antes de que anochezca?
—Sí, príncipe; nos urge proceder sin tardanza —contestó Kantos Kan—. Ya el pueblo de Hastor se pregunta la causa de que una flota tan enorme, con sus aguerridas tripulaciones, se congregase en sus diques, y mucho temo que Zat Arras sepa algo del asunto. Un crucero nos espera arriba, en el embarcadero del palacio; vámonos...
Sonó una descarga de fusilería en los jardines de mi mansión, interrumpiendo lo que mi noble amigo decía.
Juntos nos precipitamos al balcón, a tiempo para ver que una docena de mis guardias desaparecían en las sombras de un distante jardín persiguiendo a un fugitivo, y que debajo precisamente de nosotros, sobre el rojizo césped, un puñado de soldados, fieles a mí, rodeaban el caído cuerpo de un hombre. Mientras les observábamos levantaron al muerto, y por orden mía lo trajeron a la sala de audiencias, en la que entonces nos encontrábamos. Cuando colocaron el cadáver a mis pies, me fijé que era el de un joven rojo en la flor de la vida, y que usaba una armadura sencilla, como la de los guerreros inferiores. No obstante, me imaginé que aquel hombre quizá había pretendido disimular su personalidad.
—Otro espía de Zat Arras —dijo Hor Vastus.
—Eso parece —respondí, y sin más mandé a mis servidores que retirasen el cadáver.
—¡Esperad! —exclamó Xodar—. Con tu venia, príncipe, pediré que me traigan un paño y un poco de aceite de
thoat
.
Di mi consentimiento, y uno de los soldados salió de la estancia, volviendo poco después con las cosas que Xodar había pedido. Entonces, el negro se arrodilló junto al muerto, mojó un pico del pañuelo en el aceite y frotó un momento con él la cara del espía. Luego se volvió a mí sonriendo e indicándome su obra. Miré y observé con asombro que donde Xodar había aplicado el aceite, el rostro del cadáver era blanco, tan blanco como el mío. Hubo más, pues Xodar cogió con la mano la negra cabellera del personaje misterioso y se la arrancó con un violento tirón, dejando al descubierto un pelado cráneo.
Los guardias y los nobles formaron corro en torno del muerto, tendido en el pavimento marmóreo. Muchas fueron las exclamaciones de asombro e interrogación lanzadas por nosotros cuando el acto de Xodar confirmó las sospechas que él y yo habíamos concebido.
—¡Un thern! —murmuró Tars Tarkas.
—Peor que eso, quizá —replicó Xodar—. Pero veamos...
El negro sacó su daga y cortó con ella una bolsita que colgaba del arnés del
thern
, de la cual extrajo un anillo de oro, con una enorme gema engastada. Aquella joya era igual a la que yo quité a Sator Throg.
—¡Era un Thern Sagrado! —exclamó Xodar—. Por suerte para nosotros, no ha podido escaparse.
El oficial de la guardia entró en la estancia muy agitado.
—¡Príncipe! —dijo—. He de informarte que el compañero de este individuo se nos ha escapado. Creo que debía estar en connivencia con algunos de los guardianes de la puerta, y por eso he dispuesto prenderlos.
Xodar le tendió el aceite de
thoat
y el paño:
—Con esto no habrá espía que os engañe —dijo.
—Yo ordené en seguida un registro secreto de la ciudad, porque cada noble marciano cuenta con un servicio propio de vigilancia, y media hora después vino el oficial de guardia a comunicarme el resultado. La realidad confirmó nuestras peores suposiciones: la mitad de los centinelas encargados de custodiar la puerta aquella noche, habían sido
therns
disfrazados de rojos.
—¡En marcha! —grité—. No hay tiempo que perder. A Hastor inmediatamente. Los
therns
sin duda intentarán detenernos en el borde meridional del casquete helado, y si lo consiguen, desharán nuestros planes y destruirán por completo la expedición.
Diez minutos más tarde surcamos el espacio a toda velocidad hacia Hastor, preparados a comenzar la campaña, salvando a Dejah Thoris o pereciendo en la empresa.
La batalla aérea
Dos horas después de abandonar mi palacio en Helium, y a eso de la medianoche, Kantos Kan, Xodar y yo llegamos a Hastor. Carthoris, Tars Tarkas y Hor Vastus habían ido directamente a Thark en otro crucero. Los transportes estuvieron listos para partir a los pocos momentos, y marchaban lentamente hacia el Sur. La flota de acorazados tenía que alcanzarles en la mañana del día siguiente.
En Hastor lo encontramos todo dispuesto, y tan perfectamente había preparado Kantos Kan los menores detalles de la campaña, que a los diez minutos de nuestro arribo el primer buque de la escuadra salía sin contratiempo de su dique, y a continuación, en el espacio de breves minutos, las grandes unidades flotaban graciosamente, envueltas en sombras, formando un largo y delgado cordón, que se extendía muchas millas en dirección al sur.
Hasta que no entramos en el camarote de Kantos Kan no me ocupé de averiguar la fecha en que estábamos, pues en realidad ignoraba el tiempo que había permanecido encerrado en los calabozos de Zat Arras. Cuando Kantos Kan me lo dijo, comprendí con profundo pesar mi equivocación al apreciar la duración de mi estancia en la tenebrosa mazmorra. Estuve allí trescientos sesenta y cinco días, y era demasiado tarde para salvar a Dejah Thoris. La expedición, por tanto, dejaba de ser auxiliadora para adquirir una misión vengativa. No le comuniqué a Kantos Kan mi convencimiento de que cuando penetráramos en el Templo de Issus, por desgracia ya no existiría la princesa de Helium, porque, en cuanto a que hubiese muerto, en ese momento no me era posible asegurarlo, desconociendo el día exacto que contempló por primera vez la «belleza» de Issus. ¿Para qué entristecer a mis amigos con mis cuitas personales, que bastante venían compartiendo conmigo en el curso de mi vida marciana?
Decidí, pues, guardarme mis penas y no dije nada a nadie acerca de mis fundadísimos temores. La expedición serviría para mucho si enseñaba al pueblo de Barsoom la verdad de la terrible ilusión en la que había creído ciegamente durante incontables edades, librando así cada año a millares de seres del espantoso fin que les aguardaba al concluir su peregrinación voluntaria. Si conseguía entregar a los hombres rojos el alegre valle de Dor, no debía ser considerada inútil, y en la tierra de las almas perdidas entre las montañas de Otz y la barrea helada, se recordará que existía un extenso territorio que no necesitaba riego para dar cosechas muy abundantes. Allí, en el fondo de mi mundo moribundo, estaba la única comarca naturalmente productiva de toda su superficie; allí había sólo lluvias y rocíos; allí exclusivamente se conservaba un mar abierto de abundante caudal, y todo aquello lo disfrutaban unas feroces bestias, privando de tanta belleza y su fertilidad sin parangón a los millones de barsoomianos civilizados, a pesar de que ellos eran los malditos restos de dos razas antaño grandes. Si finalmente lograba derribar el muro de la superstición religiosa, que mantenía alejados a los rojos de aquel El Dorado, dejaría un honroso e inmortal recuerdo de las virtudes de mi amada princesa, y su martirio no habría sido estéril para la prosperidad de Barsoom.
A la mañana del segundo día avistamos la gran flota de los transportes y las demás embarcaciones auxiliares, cuando empezaba a rayar el alba, y pronto nos pusimos lo bastante cerca de ella para cambiar señales. Debo decir aquí que los radio-aerogramas se usan raras veces en tiempo de guerra o para la transmisión de despachos secretos, porque, como a menudo una nación descubre una clave distinta o inventa un nuevo aparato sobre telefonía sin hilos, sus vecinos no cejan en sus esfuerzos hasta que son capaces de interceptar y traducir los mensajes. Esta lucha entablada en el curso de varias generaciones produjo las consecuencias prácticas de agotar todas las posibilidades de la comunicación inalámbrica, y ningún pueblo se atreve a transmitir despachos de importancia por ese procedimiento.
Tars Tarkas se puso al habla con todos los transportes. Los acorazados pasaron entre ellos para tomar una posición en cabeza, y las escuadras combinadas avanzaron con lentitud hacia el casquete helado observando la superficie con atención para prevenir cualquier obstáculo que los
therns
, a cuyo país nos aproximábamos, pudieran oponernos.
A gran distancia del núcleo de la escuadra iban unas veloces patrullas de aeronaves individuales para protegemos de una sorpresa, y otras de igual clase nos flanqueaban, mientras que a retaguardia, a treinta kilómetros detrás de los transportes, prestaba idéntico servicio un número menor de tales embarcaciones. Formados así seguimos avanzando hacia la entrada de Omean durante varias horas, y de repente, uno de los exploradores vino del frente para informarnos que ya veía la cima parecida a un cono, atalaya de los abismos de Omean. Casi en el mismo instante otra fragata se destacó del flanco izquierdo y se dirigió a toda marcha al buque almirante.
La velocidad que traía revelaba la importancia de su misión informadora. Kantos Kan y yo le esperamos en el puente de la cubierta de proa, que corresponde al puente de los acorazados terrestres. Apenas el pequeño aparato se posó en el amplio embarcadero de nuestra majestuosa nave, su tripulante corrió a nuestro lado, subiendo la escalerilla del puente.