Authors: Edgar Rice Burroughs
Por fortuna, el asunto fue así. En realidad, cuatrocientos barcos de mi escuadra, compuesta de quinientas unidas se posaron indemnes en la superficie de Omean, antes de que sonase el primer disparo. La batalla fue breve, pero dura, si bien nuestro triunfo no dejó lugar a dudas a causa de que los negros, con la despreocupación de su innegable poderío, no disponían más que de un puñado de buques viejos y estropeados para defender su puerto principal.
Por consejo de Carthoris, desembarcamos los prisioneros, con escolta, en una de las islas mayores, y después empujamos los restos navales de los Primeros Nacidos al pozo, donde conseguimos meter a varias naves, para atascar su interior. Hecho esto, nos precipitamos con ánimo de victoria, sobre el resto de nuestros maltrechos contrarios, y les obligamos a elevarse e introducirse por el paso a Omean donde, sin duda, se enredaron con las naves ya encerradas allí.
Comprendimos que de momento éramos los amos de la situación y que aún tardaría bastante tiempo en regresar a Omean el grueso de la armada negra, lo cual nos proporcionaba una amplia oportunidad para internamos en los pasadizos subterráneos que conducen a Issus. Una de las primeras medidas que adopté fue tomar en persona, a la cabeza de un grupo de hombres, la isla del submarino, de la que me apoderé sin apenas resistencia por parte de la pequeña guarnición instalada en ella.
Encontré el submarino en su estanque, y sin demora puse una fuerte guardia en él y en la isla, donde esperé la llegada de Carthoris con los demás. Entre los primeros figuraba Jented, el comandante del submarino. Me reconoció y se acordó de las tres jugarretas que le hice durante mi cautiverio con los Primeros Nacidos.
—Parece —le dije— que hemos cambiado los papeles. Hoy estás en manos del que antes fue tu triste esclavo.
Sonrió con expresión burlona, a la que atribuí un extraño significado.
—Veremos, veremos, John Carter —replicó—. Te esperábamos y estamos preparados para recibirte.
—Pues nadie lo diría —contesté—, vista la facilidad con que habéis cedido a la primera embestida.
—Nuestra escuadra, sin duda, os busca en vano —dijo—, pero no tardará en volver, y entonces las cosas tomarán otro giro... para John Carter.
—No sabía nada de eso —añadí, y claro que él no comprendió mi intención, y que se limitó a mirarme asombrado.
—¿Han ido a Issus muchos prisioneros en vuestro maldito barco, Jented? —le interrogué.
—Muchos —asintió.
—¿Os acordáis de una mujer a la que los hombres llaman Dejah Thoris?
—Vaya. Es sumamente bella, y además la esposa del primer mortal que se ha escapado del poder de Issus durante las incontables edades de su divinidad. Dicen que Issus no le perdona ser la esposa de uno y la madre del otro que levantó las manos contra la diosa de la Vida Eterna.
Me estremecí temiendo la cobarde venganza que Issus habría tomado sobre la inocente Dejah Thoris por el sacrificio de su esposo y su hijo.
—¿Y dónde está ahora Dejah Thoris? —pregunté, disponiéndome a oír la respuesta que más podía apenarme, a pesar de lo cual, como la amaba tanto, no quise privarme de que me hablara de ella alguien que acababa de verla. Sin duda los labios de Jented iban a comunicarme la fatal nueva y, no obstante, pensaba que en lo sucesivo estaría más cerca de mi adorada.
—Ayer se celebraron los ritos mensuales de Issus —replicó Jented—, y la vi ocupando su sitio de costumbre a los pies de Issus.
—¡Cómo! —grité— ¿No ha muerto aún?
—¡Ah, no! —contestó el negro—. Todavía no se ha cumplido el año de que contemplara en su divina gloria la faz radiante...
—¿Es posible? —le interrumpí.
—Y tanto —insistió Jented—. Sólo han transcurrido, a lo sumo trescientos setenta u ochenta días.
Brotó en mi cerebro una idea luminosa. ¡Estúpido de mí! Con dificultad conseguí contener la manifestación exterior de mi desmedido júbilo. Me había olvidado de la gran diferencia existente entre los años marciano y terrestre.
Los diez años terrestres que pasé en Barsoom equivalían a cinco años y noventa y seis días de los de Marte, cuyos días son cuarenta y un minutos más largos que los nuestros, y cuyos años cuentan seiscientos ochenta y siete días. ¡Llegaba a tiempo! ¡Llegaba a tiempo! Las palabras surgieron de mi mente repetidas veces, hasta que al cabo debí pronunciarlas perceptiblemente, ya que Jented meneó la cabeza.
—¿A tiempo de salvar a la princesa? —me preguntó; y sin aguardar mí respuesta, añadió en tono convencido—: No, John Carter, no; Issus no cede lo que es suyo. Sabe que acudes en su socorro, y antes de que los pies de un vándalo pisen el pavimento de su Templo sagrado, si tal calamidad pudiera ocurrir, Dejah Thoris iría para siempre adonde nadie es capaz de seguirla ni de auxiliarla.
—¿Quieres decir que morirá si insisto en buscarla? —pregunté.
—Solo en último extremo —me replicó—. ¿No has oído hablar nunca del Templo del Sol? Pues allí la conducirán si es preciso. Ese pequeño edificio está en el patio interior del Templo de Issus y alza su esbelta aguja sobre las torres y los minaretes de las grandes construcciones que lo rodean. Debajo, en el subsuelo, se extiende el cuerpo principal del santuario, consistente en seiscientas ochenta y siete estancias circulares, unas encima de otras. A cada cámara da acceso un angosto corredor que atraviesa la compacta roca desde las excavaciones más hondas.
»Como todo el templo del Sol gira una vez durante la revolución anual de Marte alrededor de dicho astro, y sólo en una ocasión al año la entrada de cada estancia separada coincide con la abertura del corredor que la comunica exclusivamente con el mundo externo, podrás juzgar lo imposible que resulta penetrar en aquel lugar. Allí pone Issus a quienes incurren en su enojo, sin que, sin embargo, estime conveniente prescindir de ellos en seguida. También, para castigar a un noble de los Primeros Nacidos, suele encerrarle un año en una estancia del Templo. A menudo encarcela a un verdugo con el condenado, para que la muerte de éste en el día fijado revista con anticipación los más horribles caracteres, y además se complace en disponer que dejen en la celda del preso el alimento preciso para su sustento el tiempo que a la diosa le plazca hacer durar aquella angustia.
»He aquí cómo morirá Dejah Thoris, sin que nadie la libre de su sino fatal, el primer día que un pie extranjero profane la morada de Issus.
Así que, aunque había realizado esfuerzos casi milagrosos y me faltaba poco para llegar hasta mi divina princesa, iba a fracasar en el momento decisivo. Me parecía que estaba tan lejos de ella como cuando me hallaba en las orillas del Hudson, a cien millones de kilómetros de distancia.
Entre olas y llamas
Los informes de Jented me convencieron de que debía proceder sin tardanza y llegar sin demoras al Templo de Issus antes de que las fuerzas mandadas por Tars Tarkas lo asaltaran al amanecer. Una vez más allá de sus aborrecidos muros, quizá pudiera arrollar a la guardia de la diosa y librar a mi amada princesa de su cautiverio, sacándola de su encierro, puesto que en ese momento dispondría detrás de mí de medios apropiados para ello.
En cuanto Carthoris y los otros se reunieron conmigo, empezamos el transporte de nuestros hombres por el pasadizo sumergido a la boca del túnel que va desde el estanque del submarino al recinto del Templo en la parte que éste tiene dentro del agua. Se necesitaron varios viajes, pero finalmente todos volvimos a juntamos, sanos y salvos, para dar comienzo a la decisiva empresa. Allí había cinco mil hombres vigorosos y decididos, verdaderos veteranos, pertenecientes a las razas más belicosas de los marcianos rojos. La flor de Barsoom se hallaba a mi lado.
Como sólo Carthoris conocía las escondidas vueltas y revueltas de los túneles, no pudimos dividir el grupo y atacar el templo por varios puntos a la vez, lo que hubiera sido lo más conveniente y, en vista de eso, resolvimos que nos condujera, cuanto antes mejor, al sitio más próximo al centro del templo.
Cuando estábamos a punto de abandonar el estanque para entrar en los corredores, un oficial me llamó la atención acerca de las aguas en las que flotaba el submarino. Al principio me parecieron sencillamente agitadas por el movimiento de un cuerpo de gran tamaño existente debajo de su superficie, y en seguida pensé que otro submarino subía del fondo para perseguirnos; pero luego observamos que el nivel de las aguas se elevaba, si no con extraordinaria rapidez, sí incesantemente, y que pronto sobrepasaría los bordes del estanque para inundar el suelo de la cueva.
Tardé algún tiempo en comprender la terrible importancia de aquel imprevisto incidente. Carthoris fue el primero que se dio cuenta por completo de la situación, con las causas y los motivos que lo ocasionaban.
—¡De prisa! —exclamó—. Si malgastamos el tiempo estamos perdidos. Las bombas de Omean han cesado de trabajar. Quieren cogernos como a ratones en una ratonera. Debemos ganar los pisos inferiores de los subterráneos antes que las aguas, o no lo conseguiremos nunca. ¡Vamos!
—Muestra el camino, Carthoris. Te seguiremos.
Obedeciéndome, el joven saltó a uno de los corredores, y en columna de dos los soldados le siguieron en buen orden, penetrando cada compañía en el túnel, dirigida únicamente por su
dwar
, o capitán.
Aún no había abandonado la última compañía la estancia, cuando el agua llegaba ya a los tobillos de mis hombres, los cuales empezaban a dar señales de impaciencia. Totalmente desacostumbrados a tal elemento, excepto en las cantidades suficientes para la bebida y el aseo, los marcianos rojos, instintivamente, la temían por sus formidables abismos y amenazadora actividad, y que se mantuvieran serenos, a pesar de que les lamía las piernas y comenzaba a girar en torno suyo, demostraba a las claras su valor y su disciplina.
Fui el último en abandonar la sala del submarino, y como iba a retaguardia de la columna, hacia el corredor, marchaba con el agua hasta las rodillas. La galería también estaba inundada de igual modo, pues su suelo se hallaba a nivel con el de la estancia adonde conducía, y durante varios metros no se notaba la menor elevación.
La marcha de las tropas por el túnel fue tan rápida como lo permitía el número de hombres que se movían en un paraje tan angosto; pero no era lo bastante acelerada para permitirnos ganar terreno a la invasora corriente. Como el nivel del pasadizo aumentaba poco a poco en altura, con las aguas sucedía lo propio, y ello me hizo comprender, yendo al final de mi pequeño ejército, que nos amenazaba por esa causa una gran catástrofe.
Finalmente comprendí el motivo de aquello, consistente en que, dada la escasa extensión de Omean, al subir las aguas hacia la cima de su bóveda, la velocidad de la ascensión aumentaba en razón inversa del espacio a llenar, cada vez menor.
Mucho antes de que la cola de la columna estuviera próxima a llegar a las galerías superiores, situadas sobre los parajes peligrosos, me convencí de que las aguas nos alcanzarían con arrolladora fuerza y en tal cantidad que, probablemente, la mitad de la expedición sería aniquilada. Cuando pensaba acerca de alguna manera para salvar el mayor numero posible de soldados, me fijé en un corredor divergente que parecía hallarse en empinada pendiente con relación a la galería inundada, y a mi derecha. Las remolineantes aguas me llegaban ya a la cintura, y los hombres de las compañías inmediatas a mí comenzaban a sentir pánico. Había que hacer algo en seguida o, de lo contrario, se precipitarían sobre las unidades más avanzadas, dominadas por el terror, ocasionando la muerte de muchos cientos debajo de las olas, y atascando el túnel, sin que quedara la menor esperanza de salvación para los que venían detrás.
Levantando la voz cuanto pude, mandé a los
dwars
, de las compañías que me precedían:
—¡Atrás los últimos veinticinco
utans
,! ¡Atrás! Creo que hay aquí un camino para escapar, ¡Retroceded y seguidme!
Mis órdenes fueron obedecidas por unos treinta
utans
,, así que tres mil hombres se volvieron, y chapoteando contra la corriente, se apresuraron a ganar el corredor que yo les había indicado. Cuando el primer
dwar
, penetró en él con su
utan
,, yo le insté a que atendiera puntualmente mis instrucciones y le previne que en modo alguno saliera al aire libre y se encaminara al templo propiamente dicho, dejando los subterráneos, sin que yo estuviera a su lado, estoy ya sabéis que si no me veis más será porque haya muerto».
El oficial me saludó y alejóse. Los soldados desfilaron rápidamente ante mí y entraron en la galería divergente que yo esperaba les conduciría a la salvación. El agua me llegaba al pecho. Los hombres se tambaleaban, y no pocos vacilaban y se caían. Sostuve a muchos y les ayudé a ponerse de pie, pero la tarea era excesiva para una persona sola. Las tropas comenzaban a ser barridas por la violencia del torrente y no conseguían avanzar. Al fin, el
dwar
, del décimo
utan
, se cuadró en mi presencia. Era un valeroso militar, llamado Gus Tus, y ambos, juntos, establecimos en nuestra entonces aterrorizada gente una apariencia de orden y ayudamos a muchos, que de lo contrario se hubieran ahogado.
Djor Kantos, hijo de Kantos Kan, y un
padwar
, del quinto
utan
, se nos unieron cuando a su unidad le tocó penetrar en el hueco por el que los soldados huían. Sin embargo, no perdimos un hombre de los cientos que pasaron de la galería principal al otro corredor.
Cuando el último
utan
, desfiló delante de nosotros, las aguas, en su constante subida, nos llegaban al cuello; pero, aún así, nos cogimos de las manos y permanecimos firmes hasta que todos los hombres se hallaron relativamente a salvo en el nuevo pasadizo. Allí encontramos un desnivel hacia arriba inmediato y marcado, de manera que a los doscientos metros nos colocamos encima de la capa líquida.
Durante unos cuantos minutos continuamos subiendo por la acentuada pendiente, la cual, pensaba, nos llevaría pronto y con seguridad a las galerías superiores, circundantes del Templo de Issus. ¡Ah! Cuán cerca estaba del más cruel de los desengaños.
De repente oí un grito esto¡Fuego!», pronunciado muy lejos y delante de mí. Le siguieron, casi simultáneamente, un sin fin de gritos de terror y las voces de mando apresuradas de los
dwars
, y
padwars
,, quienes, sin duda, intentaban sacar a sus soldados de algún grave peligro. Finalmente, nos trajeron la noticia.