Dioses de Marte (28 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Dioses de Marte
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—No existe en Barsoom nadie más que John Carter capaz de realizar las hazañas que acabas de contarme.

»A continuación, Thuvia habló a Dejah Thoris de su amor a John Carter y de la fidelidad de éste a la elegida de su corazón. Dejah Thoris desfalleció y rompió en un amargo llanto, maldiciendo a Zat Arras y a la suerte cruel que la sacó de Helium pocos días antes del regreso de su querido señor.

—No os censuro porque le améis, Thuvia —dijo—; y que vuestro afecto es puro y sincero lo deduzco de la inocencia de vuestro relato.

»La flota continuaba hacia el Norte, acercándose a Helium; pero al poco, los que la dirigían comprendieron en el curso de la noche que John Carter estaba definitivamente a salvo de su poder, y decidieron volver al Sur. A poco del cambio de rumbo entró un guardia en nuestro camarote y me arrastró a la cubierta.

—En el país de los Primeros Nacidos no hay sitio para una verde —exclamó, y me dio un terrible empujón que me despidió con violencia de la cubierta de la nave. Sin duda, le pareció aquel procedimiento el más propio para librar a los suyos de mi presencia, privándome a la vez de la vida.

»Pero intervino en mi favor un destino favorable, y por un milagro escapé de la caída con leves contusiones. El buque se movía entonces con lentitud, y al ser arrojada por la borda, en medio de las tinieblas que nos envolvían, me estremecí pensando en lo horrible de mi suerte inmediata, puesto que la embarcación había volado todo el día a cientos de kilómetros sobre el suelo; mas cuál no sería mi sorpresa al caer sobre una tupida alfombra de vegetación, distante unos diez metros de la cubierta del buque. En realidad, la quilla del acorazado debía rozar entonces la superficie del terreno.

»Permanecí aquella noche en el lugar donde caí, y a la mañana siguiente busqué una explicación a la afortunada coincidencia que me permitió librarme como por milagro de tan espantosa muerte. Al salir el sol contemplé un vasto panorama, formado por el fondo de los mares muertos y de unas abruptas colinas que se extendían a lo lejos, delante de mí. Me hallaba en el pico más alto de la cadena montañosa. La flota, en la oscuridad de la noche anterior, casi voló a ras de las crestas, y en el preciso instante en que estaba más cerca de éstas, fue cuando el guardia negro me lanzó fuera del buque, con el deliberado propósito de matarme.

»Unas cuantas millas al oeste de donde yo me hallaba, había un gran canal, y al llegar junto a él noté con satisfacción que pertenecía a Helium. Allí me proporcionaron un
thoat
, y lo demás es fácil de adivinar.

Durante unos minutos nadie habló, ¡Dejah Thoris en poder de los Primeros Nacidos! La idea me anonadó, pero en seguida surgió en mí la habitual llamarada interna de confianza propia que me conducía al logro de mis victorias. Me puse en pie, erguí el cuerpo, levanté la espada y juré solemnemente sacar a mi princesa del cautiverio, o vengarla.

Salieron de sus vainas más de cien espadas y sus poseedores, o sea un numeroso grupo de valerosos guerreros, se subieron a la mesa, prometiéndome ayudarme en la empresa incluso hasta perder en ella las vidas y las propiedades. Di las gracias a tan leales amigos, y dejando a Carthoris con ellos, me retiré a la sala de audiencias con Kantos Kan, Tars Tarkas, Xodar y Hor Vastus, discutiendo juntos los detalles de la expedición hasta muy entrada la noche. Xodar estaba convencido de que Issus dejaría a Thuvia y Dejah Thoris para que la sirvieran un año.

—Durante ese espacio de tiempo no correrán ningún peligro inminente —agregó— y podremos preparamos para llevar a cabo con éxito nuestra arriesgada misión.

Se confió a Kantos Kan y Xodar lo concerniente a equipar la escuadra, adaptándola al objeto de penetrar en Omean. El primero convino en proporcionar los buques que fueran precisos sacándolos de los diques con la mayor rapidez posible, y Xodar se encargó de dotarlos de propulsores para la navegación marítima. Por una feliz casualidad, el negro, en su país, había tenido a su cuidado la reparación de los acorazados enemigos apresados por los piratas para que pudieran prestar servicio en Omean, y se hallaba familiarizado con la construcción de los elementos adecuados que el caso requería.

Se calculó que serían necesarios seis meses para completar tan complejos preparativos, teniendo en cuenta que convenía guardar el mayor secreto, a fin de evitar que el proyecto llegase a oídos del odioso Zat Arras. A Kantos Kan no le cabía duda respecto a las desenfrenadas ambiciones de éste, y que sólo el título de Jeddak de Helium le satisfaría.

—Creo —dijo— que hará lo indecible por estorbar la vuelta de Dejah Thoris, lo cual pondría cerca del trono a la persona que más aborrece. En cambio, desembarazándose de ti y de Carthoris, nada le impedirá ocupar el puesto de Jeddak. Así que te aconsejo que ambos desconfiéis de todo mientras ese hombre posea en Helium el poderío de que ahora disfruta.

—¡Hay un medio de prescindir de él absolutamente y para siempre —exclamó Hor Vastus.

—¿Cuál? —pregunté. Se sonrió.

—Aquí me limitaré a exponerlo en voz baja, pero algún día lo expondré desde la cúpula del Templo de la Recompensa y lo pregonaré a todos los vientos para que me oiga la muchedumbre, congregada a mis pies.

—¿Qué quieres decir? —interrogó Kantos Kan.

—Que proclamaré a John Carter Jeddak de Helium —contestó Hor Vastus en voz baja.

Relampaguearon los ojos de mis compañeros y unas francas sonrisas de regocijo animaron sus semblantes cuando cada uno de ellos fijó en mí su mirada inquisitiva. Yo volví la cabeza.

—No, amigos míos —respondí sonriendo—; muchas gracias, pero no puede ser. Eso, por lo menos, es prematuro. Cuando sepamos si Tardos Mors y Mors Kajak se han ido para no volver, si yo estoy aquí me uniré a vosotros para ver lo que el pueblo de Helium decide respecto a su nuevo Jeddak y, desde luego, el elegido contará con mi lealtad y mi espada, sin solicitar para mí mismo tan señalado honor. Mientras, Tardos Mors es Jeddak de Helium y Zat Arras su representante.

—Como gusteis, John Carter; pero... —dijo Hor Vastus— ¿quién está ahí? —murmuró señalando la ventana que dominaba los jardines.

Apenas su boca pronunció esas palabras, cuando se halló en la parte de afuera del amplio balcón corrido.

—Por allí se va —gritó con excitación—. ¡Guardias! ¡A ése! ¡A ése! ¡Por allí!, ¡Guardias!

Acudimos a su lado y divisamos el bulto de un hombre que corría velozmente a través del césped, para desaparecer en las sombras nocturnas.

—Estaba en el balcón cuando le vi por primera vez —exclamó Hor Vastus— ¡Pronto! ¡Sigámosle!

Todos bajamos a los jardines; pero aunque los registramos minuciosamente durante horas enteras con la guardia de palacio, no hallamos el menor rastro del atrevido merodeador.

—¿Quién podrá ser, Kantos Kan? —preguntó Tars Tarkas.

—Un espía de Zat Arras —respondió el interpelado—. Nuestro enemigo cuenta con muy buenos espías.

—Este llevará a su amo noticias de gran interés —dijo Hor Vastus chanceándose.

—Espero que sólo habrá oído lo que tratamos acerca del nuevo Jeddak —exclamé—; pero si ha descubierto nuestros planes para auxiliar a Dejah Thoris, esto significará la guerra civil, ya que intentará desbaratarlos y nosotros nos opondremos a ello. Aun contra Tardos Mors me volvería si pretendiera tal cosa. Para salvar a la princesa no vacilaré en sumergir a todo Helium en sangre, si a costa de la sangre vertida se alcanzara su libertad. Quizá yo sucumba sin conseguirlo y para esa eventualidad os ruego, amigos míos, que juréis proseguir la empresa y devolver a mi amada, sana y salva, al cariño de los suyos en la corte de su glorioso abuelo.

Por el puño de su espada me juró cada uno hacer lo que yo pedía. Se convino que los acorazados necesitados de reforma se reunieran en Hastor, otra ciudad heliumética, situada al suroeste. Kantos Kan entendía que los diques de allí podrían, sin abandonar su trabajo habitual, modificar a la vez, por lo menos, seis grandes unidades. Como era jefe supremo de la escuadra, nadie le impedía disponer a su antojo de la flota que mandaba, haciendo en las naves los cambios que estimara oportunos y luego distribuirlas en las partes más remotas del Imperio, hasta que llegara el momento de lanzarlas a la conquista de Omean.

Nuestra conferencia terminó muy avanzada la noche, y en ella cada uno de los comprometidos recibió instrucciones precisas, así como se estudiaron los menores detalles del plan a seguir.

A Kantos Kan y Xodar les incumbía la modificación de los buques, y a Tars Tarkas ponerse en comunicación con los de Thark y conocer la opinión de su pueblo respecto a su vuelta de Dor. Si era favorable, iría a Thark inmediatamente para dedicarse por completo a reunir una gran horda de guerreros verdes, la que, según nuestro plan, sería enviada directamente en transportes al valle de Dor y el Templo de Issus, mientras que la flota penetraría en Omean y destruiría la escuadra de los Primeros Nacidos.

A Hor Vastus se le confió la delicada misión de organizar una fuerza secreta de hombres combatientes, dispuestos a seguirme donde yo quisiera llevarlos. Como calculamos que necesitaríamos más de un millón de hombres para tripular las mil grandes embarcaciones y los transportes de las tropas verdes, así como los buques destinados a escoltarnos, no era fácil tarea la que mi amigo tenía que desempeñar.

Luego que se fueron mis aliados, di a Carthoris las buenas noches, y como estaba muy cansado, me retiré a mis habitaciones, me bañé y me eché en un lecho de seda y pieles, esperando disfrutar de un reposo bien merecido tras todos los sobresaltos que llevaba pasados durante mi nueva estancia en Barsoom; mas también entonces experimenté un penoso desengaño.

No sé el tiempo que dormí; pero sí que al despertarme de repente me vi rodeado por media docena de robustos sujetos, amordazado y con los brazos y las piernas fuertemente atados. Trabajaron con tal rapidez y destreza, que me pusieron por completo fuera de combate antes de que me despejara del todo.

No pronunciaron ni una sola palabra, y en cuanto a mí, la mordaza me impedía emitir el más ligero sonido. Silenciosamente, me levantaron y me obligaron a dirigirme a la puerta de la estancia. Cuando pasamos junto a la ventana, por la que la luna más distante proyectaba sus brillantes fulgores, vi que mis aprehensores tenían, todos, tapadas las caras con tiras de seda, lo cual me impidió averiguar quiénes eran.

En cuanto llegaron conmigo al corredor me condujeron hacia un entrepaño secreto de la pared, que daba acceso, por un pasadizo, a los sótanos del palacio. Siempre creí que esa salida no la conocía nadie más que yo; imagínese mi sorpresa cuando el jefe de la banda, sin vacilar un instante, se detuvo frente al entrepaño en cuestión, tocó el botón oculto que abría el hueco secreto, me hizo pasar por él, delante de sus secuaces, y después de entrar detrás de nosotros lo cerró con asombrosa seguridad.

En seguida bajamos a los sótanos y los atravesamos por galerías tortuosas, de las que yo mismo ignoraba la existencia, hasta que por último me convencí de que nos hallábamos más allá del recinto de mi casa y de que el subterráneo se elevaba para llevamos de nuevo a la superficie. Entonces el grupo se paró ante un muro blanco. El jefe dio en él con el puño de la espada tres golpes breves y rápidos y luego, tras una pausa, otros tres, seguidos de dos más a continuación de una corta pausa. Un segundo después se separó la pared y me empujaron a un aposento profusamente iluminado, en el que había sentados tres hombres ricamente ataviados. Uno de ellos se volvió a mí con una sonrisa sardónica en sus finos y crueles labios. Era Zat Arras.

CAPÍTULO XIX

Oscura desesperación

—¡Ah! —dijo Zat Arras—, ¿a qué afortunada circunstancia debo el gusto de esta inesperada visita, príncipe de Helium?

Mientras me hablaba, uno de sus esbirros me quito la mordaza de la boca, pero yo no contesté a Zat Arras y me limité a mirar impávido, sin pronunciar una sola palabra, al feroz Jed de Zodanga. No dudo de que mi expresión indicaba a las claras el desprecio que aquel hombre me merecía.

Los ojos de las personas que contemplaban la escena se fijaron primero en mí y luego en mi rival, hasta que, por último, en el rostro de éste se pintó el más vivo enfado.

—Váyanse —dijo a los que me habían llevado a su presencia, y cuando no quedamos en la estancia más que él, dos de sus confidentes y yo, exclamó dirigiéndose a mí con tono glacial y deliberadamente mesurado, como si quisiera pesar el valor de sus palabras:

—John Carter, por la fuerza de la costumbre, por la ley religiosa y por la sentencia de un tribunal imparcial, estáis condenado a muerte. El pueblo no podrá salvarte y sólo yo soy capaz de tal cosa. De mí depende en absoluto que vivas o mueras, y si decidiera lo último creo que sería lo más acertado. Ahora bien, si recobrases tu libertad dentro de un año, con arreglo a la suspensión concedida, no es de temer que la gente insista en el cumplimiento de la sentencia que se te ha impuesto. Sin embargo, yo deseo favorecerte y te pondré en libertad dentro de dos minutos, con una condición. Tardos Mors no volverá nunca a Helium, ni Mors Kajak, ni Dejah Thoris. Helium, de aquí a un año, tendrá que elegir un nuevo Jeddak. Yo aspiro a ese título. Cuenta a todo el mundo que defiendes la candidatura de Zat Arras y quedarás de inmediato en libertad. Esta es mi palabra.

Sabía que en el corazón cruel de Zat Arras existía el firme propósito de matarme, porque una vez desaparecido yo, era indudable que con facilidad vería cumplidas sus ambiciones. Libre, me sería posible seguir buscando a DeJah Thoris; pero si yo perecía, quizá mis compañeros no lograsen llevar a cabo nuestros planes. Así, negándome a acceder a su petición, era sumamente probable que, además de no impedir su triunfo, firmaría la condena de mi princesa, entregándola sin remedio de los horrores de las hecatombes en honor de Issus.

Vacilé un momento, pero sólo un momento. La altiva hija de mil Jeddaks, hubiese preferido la muerte a un pacto tan deshonroso como aquél, y John Carter no iba a hacer por Helium lo que su princesa no hubiera hecho. Por eso me volví a Zat Arras.

—Toda alianza es imposible —exclamé— entre un traidor a Helium y un príncipe de la Casa de los Tardos Mors. No creo, Zat Arras, que el gran Jeddak haya muerto.

Zat Arras se encogió de hombros.

—Pienso, John Carter, que tu parecer se modificará si reflexionas un instante y que te interesa meditar con calma acerca de lo que os he propuesto. Zat Arras por eso se complace en otorgarte un plazo prudencial para que estudies la generosa oferta que te hace. En el silencio y la lobreguez de una mazmorra podrás, en el curso de esta noche, decidir si te conviene rechazar de plano la solución que se te brinda, bien entendido que de lo contrario, jamás volverás a ver la luz del día. Además, nunca sabrás en qué minuto os arrebatará la vida la mano misteriosa de uno de mis verdugos, empuñando una daga afilada que te privará para siempre de la esperanza de recobrar el calor y la alegría del mundo externo.

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